El mapa político español vive un reacomodo que parecía impensable hace apenas una década: la extrema derecha, marginada desde la Transición, se ha consolidado como un actor clave que, incluso, podría ser fundamental para formar gobierno o, directamente, para formar parte del Ejecutivo. El crecimiento sostenido de Vox en elecciones nacionales, autonómicas y municipales, así como la normalización de sus discursos en la agenda pública, reflejan un fenómeno que va más allá de lo coyuntural: un cambio de clima político y social.
La paradoja es que este auge no puede entenderse solo en términos de reacción conservadora o de crisis de representación. También se alimenta de los errores acumulados de una izquierda que, pese a haber gobernado en coalición durante la última legislatura, no ha sabido capitalizar sus avances ni conectar con sectores crecientemente desencantados.
Factores del ascenso ultraderechista
El crecimiento de Vox responde a un cóctel de factores. En primer lugar, la crisis territorial. El conflicto catalán de 2017 fue el terreno fértil para que Vox se presentara como la fuerza de la “unidad nacional” frente a lo que describió como la “debilidad” de los gobiernos tradicionales.
Evidentemente, el desgaste que han sufrido tanto PP y PSOE por su nefasta gestión de las distintas crisis ha tenido un impacto directo en la percepción de la ciudadanía respecto a los partidos tradicionales. Además, tanto el Partido Popular, marcado por casos de corrupción, como el PSOE, atrapado entre pactos incómodos y una gestión percibida como errática, han contribuido a abrir espacio a discursos de ruptura.
En otro orden, la extrema derecha ha hecho bandera de la inseguridad económica y cultural. Vox ha sabido canalizar temores relacionados con la inflación, la precariedad laboral y la inmigración, construyendo un relato emocional que conecta con sectores sociales descontentos.
En este contexto, la extrema derecha ha ganado un lugar en el debate público que va mucho más allá de su peso parlamentario: impone temas, condiciona pactos y desplaza el eje de la discusión política hacia posiciones más duras en materia de identidad, inmigración y seguridad.
Izquierda sin autocrítica
Mientras tanto, la izquierda española se enfrenta a un problema de fondo: la falta de autocrítica. Durante años, los partidos progresistas han celebrado avances sociales (como la ampliación de derechos en materia de igualdad, feminismo y transición ecológica) sin atender con la misma intensidad las preocupaciones económicas de amplios sectores de la ciudadanía.
Los mensajes triunfalistas sobre crecimiento económico o modernización conviven con una realidad de precariedad laboral, encarecimiento de la vivienda, pobreza y erosión de servicios públicos que alimentan la frustración. En muchos casos, la respuesta de la izquierda ha sido tildar de “reaccionario” o “manipulado” a quien no comparte su visión, reforzando la percepción de desconexión con la vida cotidiana.
Además, las luchas internas entre PSOE, Podemos y Sumar, las tensiones en el espacio a la izquierda del socialismo y la fragmentación de proyectos políticos han debilitado la credibilidad del bloque progresista. El resultado es un electorado dividido y una narrativa menos cohesionada frente a una extrema derecha que, pese a su radicalismo, proyecta una imagen de disciplina y claridad de objetivos, a pesar de que lo que ofrecen es humo, son soluciones fáciles a problemas muy complejos.
Más allá de la fragmentación interna y de los conflictos de liderazgo, el talón de Aquiles de la izquierda española radica en su incapacidad para ofrecer una respuesta convincente a los problemas económicos cotidianos de la ciudadanía. Durante la última legislatura, el Gobierno de coalición presentó cifras positivas (crecimiento del PIB por encima de la media europea, récord de empleo registrado, subida del salario mínimo interprofesional), pero estas estadísticas no se tradujeron en una mejora tangible para amplias capas sociales.
La percepción dominante entre muchos votantes es que la izquierda gobernante ha sido incapaz de resolver las urgencias materiales como, por ejemplo, el encarecimiento de la vivienda. Los alquileres en las principales ciudades siguen disparados, incluso después de la aprobación de la Ley de Vivienda. La falta de parque público y la especulación inmobiliaria han convertido el acceso a una casa digna en un lujo para los jóvenes y las clases medias.
A esto se suma el incremento de la precariedad en el trabajo. Aunque la reforma laboral redujo los contratos temporales, la creación de empleo sigue marcada por sueldos bajos, contratos a tiempo parcial y una brecha creciente entre la productividad y los salarios. Muchos trabajadores sienten que tienen empleo pero que eso no les garantiza salir del círculo de la pobreza y, en consecuencia, les niega un futuro.
La erosión de los servicios públicos es otro de los talones de Aquiles de la gestión del progresismo. La sanidad y la educación, a pesar de que son competencias transferidas a las comunidades autónomas, arrastran déficits estructurales, con listas de espera prolongadas y aulas saturadas. Pese al discurso de blindar el Estado del bienestar, en la práctica los recortes de la década anterior no han sido revertidos de manera efectiva desde el gobierno de Pedro Sánchez.
A todo esto se une una desigualdad sistémica y persistente. Los informes de organismos como Oxfam muestran que la brecha entre ricos y pobres se amplió en los últimos años, mientras las políticas fiscales progresivas quedaron a medio camino o se vieron neutralizadas por concesiones a grandes intereses económicos.
A estos factores se suma un elemento central: la pérdida de poder adquisitivo de las clases trabajadoras. El encarecimiento de la cesta de la compra, la energía y la vivienda ha superado con creces el ritmo de los incrementos salariales. Aunque el salario mínimo interprofesional alcanzó cifras históricas, la inflación acumulada en los últimos años y la impunidad de determinados empresarios que encuentran lagunas legales para no aplicar los incrementos del SMI han erosionado ese avance. La gran mayoría de los hogares de clase trabajadora han comprobado que su salario rinde menos a fin de mes, que deben recortar en consumo básico o endeudarse para llegar a final de mes.
Este deterioro en la vida cotidiana ha calado con fuerza en el electorado obrero y popular, que históricamente constituía el núcleo de apoyo de la izquierda y que ahora están trasvasando su apoyo a las opciones de extrema derecha. La falta de soluciones efectivas ha generado la sensación de que las élites progresistas hablan de derechos abstractos, mientras las familias enfrentan la angustia de no poder pagar la luz, llenar la nevera o garantizar el futuro de sus hijos.
En lugar de reconocer estas limitaciones y abordar una autocrítica seria, buena parte de la dirigencia progresista se ha refugiado en el relato de “los avances históricos” o en la idea de que las críticas provienen de una ciudadanía manipulada por la derecha y los medios de comunicación. Esa actitud alimenta el desencanto y abre la puerta a que la extrema derecha capitalice el malestar, presentándose como la voz de quienes sienten que el sistema político, en todas sus variantes, ha fracasado en garantizar lo básico: trabajo digno, vivienda asequible, estabilidad económica y servicios públicos de calidad.
El contraste entre los logros legislativos proclamados (igualdad de género, transición verde, ampliación de derechos sociales) y la falta de soluciones efectivas a los problemas económicos diarios ha generado un vacío de credibilidad. Es en ese espacio donde la extrema derecha ha encontrado terreno fértil para crecer.
Polarización y sectarismo
A estos déficits se suma un fenómeno político que agrava el problema: la polarización extrema. En un clima político cada vez más dividido, el debate público se ha convertido en un campo de trincheras donde predomina la lógica del “conmigo o contra mí”. Esta dinámica ha derivado en un sectarismo que dificulta cualquier ejercicio de autocrítica interna.
Para buena parte de la dirigencia progresista, reconocer errores en materia económica, de gestión o de conexión con la ciudadanía equivaldría a dar munición al adversario político. Así, en lugar de debatir sobre las carencias reales de sus políticas, la izquierda responde a las críticas tachándolas de “argumentos de la derecha” o de ataques mediáticos enmarcados en teorías de la conspiración. Este cierre de filas puede servir en el corto plazo para preservar la cohesión interna, pero en el medio plazo alimenta la desconexión con amplias capas sociales que no se sienten escuchadas.
El resultado es un círculo vicioso: cuanto más crece el descontento ciudadano, más se refugia la izquierda en discursos autocomplacientes; cuanto más niega los problemas reales, más terreno cede a la extrema derecha, que aparece como la única fuerza dispuesta a poner sobre la mesa las preocupaciones materiales de las clases trabajadoras.
En definitiva, el fracaso económico y el sectarismo político han convertido la falta de autocrítica en una seña de identidad de la izquierda española en los últimos años. Y en ese vacío, el populismo de extrema derecha ha encontrado su mejor oportunidad para consolidarse.
Reto político de fondo
El avance de la extrema derecha plantea un dilema de gran calado para una izquierda que en otros lugares del mundo va perdiendo apoyos de manera alarmante: cómo frenar su crecimiento sin caer en la trampa de sus discursos. Para muchos analistas, la respuesta no pasa solo por la denuncia del peligro autoritario, sino por reconstruir un relato de la izquierda que atienda tanto a las demandas sociales inmediatas como a la defensa de derechos democráticos.
La falta de autocrítica dentro del progresismo no es solo un problema de estrategia electoral, sino de proyecto político. Mientras la izquierda no reconozca sus déficits, y no se esfuerce en conectar con quienes se sienten abandonados por las instituciones, la extrema derecha seguirá encontrando espacio para crecer.
Futuro en disputa
España se encuentra en un punto de inflexión. El avance ultraderechista no es inevitable, pero sí real y sostenido. La clave está en cómo los demás actores políticos, especialmente la izquierda, logran responder con propuestas sólidas, efectivas, autocríticas y capaces de reconstruir confianza.
El dilema es claro, o la política progresista encuentra el modo de reconectar con una ciudadanía descontenta, o el vacío lo seguirá llenando un discurso simplista, emocional y excluyente que promete soluciones rápidas a problemas muy complejos.