Extrema derecha, del autoritarismo a la política del capo mafioso

El siglo XXI ha sustituido los golpes de Estado fulminantes por erosiones graduales: líderes electos que, corte tras corte, decreto tras decreto, vacían las instituciones de su sustancia hasta dejarlas como cascajo

05 de Septiembre de 2025
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Trump militares extrema derecha
Trump se dirige a sus fuerzas paramilitares | Foto: The White House

Los libros de historia están llenos de estampas dramáticas de extrema crueldad: tanques avanzando por avenidas principales, presidentes derrocados y ejecutados en cuestión de horas, juntas militares tomando posesión en palacios presidenciales.

En cambio, las democracias modernas, cuando caen, lo hacen de forma más insidiosa. El siglo XXI ha sustituido los golpes fulminantes por erosiones graduales: líderes electos que, corte tras corte, decreto tras decreto, vacían las instituciones de su sustancia hasta dejarlas como cascajo.

Moscú, Washington, Budapest

Vladímir Putin convirtió esta estrategia en arte desde el año 2000, transformando un cargo limitado en un trono vitalicio. Viktor Orbán replicó la fórmula en Hungría a partir de 2010, instaurando lo que él mismo denominó una “democracia iliberal”, el primer experimento de ese tipo dentro de la Unión Europea.

Ahora, Donald Trump parece decidido a aplicar la misma receta en Estados Unidos, aunque a una escala mucho mayor. Y si la democracia estadounidense, hasta ahora referente global, se tambalea, el impacto podría ser irreversible.

El Proyecto 2025, elaborado por el aquelarre ultraderechista de la Heritage Foundation, recoge los elementos básicos de la escuela húngara: toma de tribunales, control de universidades, hostigamiento a la prensa y exaltación de un nacionalismo cultural en torno a la religión y la familia tradicional. Hungría demostró que un país democrático puede degradarse en menos de una década. Washington, con un Trump envalentonado, seguirá esa misma senda.

Ensayos generales del autoritarismo

Los autócratas actuales rara vez consolidan el poder de golpe. Prefieren avanzar mediante tanteos, lanzando medidas que parecen limitadas o incluso triviales, pero que sirven como ensayos de obediencia institucional y de tolerancia social. Donald Trump ha perfeccionado esta técnica en su segundo mandato, calibrando la respuesta ciudadana, judicial y mediática antes de dar un paso más arriesgado.

El despliegue de la Guardia Nacional en Washington DC es un ejemplo paradigmático. A pesar de que las cifras de criminalidad se encuentran en descenso, la medida se justificó como una respuesta a una supuesta “crisis de seguridad”. En realidad, funcionó como una demostración de fuerza en una ciudad donde el presidente tiene un margen de maniobra excepcional (al no ser un estado, depende directamente de fondos y decisiones federales). Lo que se ensayaba no era tanto la seguridad como el principio de intervención preventiva en centros urbanos dominados por los demócratas. Chicago, San Francisco, Baltimore y Nueva York, todas ellas mencionadas por Trump como posibles escenarios de futuras operaciones, saben que no se trata de una amenaza retórica.

El voto por correo constituye otro laboratorio del autoritarismo en ciernes. La reunión de Trump con Vladímir Putin en Alaska, en la que el líder ruso respaldó la narrativa de que las elecciones de 2020 fueron “robadas” gracias al voto a distancia, ha servido como coartada para atacar una de las instituciones más inclusivas de la democracia estadounidense. Al eliminarlo, se reduce la participación de votantes jóvenes, urbanos y de minorías, grupos tradicionalmente hostiles al trumpismo. El ensayo consiste aquí en cuestionar de manera preventiva la legitimidad electoral, de modo que cada elección futura pueda ser disputada o moldeada desde el poder.

El rediseño electoral en Texas es una tercera pieza de este rompecabezas. Oficialmente presentado como un proceso de “ajuste técnico”, el plan concede a los republicanos hasta cinco escaños adicionales en la Cámara de Representantes. En otro contexto, se trataría de una maniobra de gerrymandering más, práctica tristemente habitual en la política estadounidense. Pero en el marco trumpista, forma parte de una estrategia más amplia: blindar el poder legislativo a través de reglas diseñadas a medida, anticipando un escenario en el que los demócratas recuperen apoyo nacional pero se vean incapaces de traducirlo en representación efectiva.

Estos ensayos tienen un denominador común: son presentados como medidas técnicas, legales y hasta rutinarias. Ninguna parece, en sí misma, un golpe a la democracia. Pero en conjunto constituyen un manual de ensayo general para un sistema político que funcione con apariencia democrática, aunque carezca de verdadera alternancia. El ciudadano medio se acostumbra a ver a la Guardia Nacional en las calles, a votar solo en persona, a elecciones en las que el mapa electoral parece sesgado. Lo que empieza siendo excepcional se acaba convertido en norma.

Los paralelos globales

Trump no es pionero en esta estrategia, sino un alumno aplicado de una tendencia global.

En Turquía, Recep Tayyip Erdoğan convirtió incidentes puntuales en ensayos que luego derivaron en transformaciones estructurales. La clausura de periódicos críticos y las demandas judiciales contra caricaturistas, que al inicio parecían episodios aislados, sirvieron para medir la tolerancia social al recorte de libertades. Tras el fallido golpe de 2016, el presidente aprovechó el estado de emergencia para purgar a jueces, militares y académicos, consolidando un poder casi absoluto. Lo que comenzó como “medidas temporales” acabó institucionalizado en una nueva Constitución presidencialista.

En India, Narendra Modi ha utilizado un guion similar, aunque con un barniz democrático más sofisticado. La retirada paulatina de credenciales de prensa a medios críticos, la marginación de voces musulmanas en la esfera política y el uso de leyes contra el “discurso de odio” para silenciar opositores han funcionado como experimentos de control. La abrogación del artículo 370 en Cachemira (que eliminó su autonomía) se presentó como un acto administrativo, pero en realidad fue una demostración de que la mayoría parlamentaria podía modificar las bases federales del país sin mayor resistencia.

En Hungría, Viktor Orbán ensayó primero con impuestos especiales a medios de comunicación y universidades. Cuando comprobó que Bruselas protestaba, pero no sancionaba de manera efectiva, pasó a controlar los tribunales y reescribir la Constitución. Su ejemplo es el más cercano al trumpismo: erosionar gradualmente, disfrazando cada paso de legalidad democrática.

Incluso en Filipinas, Rodrigo Duterte usó la “guerra contra las drogas” como ensayo de legitimación del uso de la violencia estatal. Lo que empezó como redadas locales pronto escaló a ejecuciones extrajudiciales toleradas desde el poder. La reacción internacional fue tibia y la población, resignada; la lección fue clara: la línea entre orden público y represión política podía borrarse sin mayores consecuencias.

El patrón repetido

Todos estos casos muestran el mismo patrón de la extrema derecha: un poder ejecutivo que actúa como si estuviera probando los límites de un sistema. Cuando las alarmas sociales e internacionales suenan demasiado alto, el autócrata retrocede con gestos conciliadores. Cuando la reacción es tibia, avanza un paso más. Con el tiempo, el umbral de lo tolerable se desplaza, y los ciudadanos se encuentran viviendo bajo un régimen profundamente distinto al que votaron.

En el caso de Estados Unidos, el riesgo es aún mayor: si la democracia más influyente del planeta normaliza estos ensayos autoritarios, el efecto dominó sobre otras democracias emergentes será inmediato. Lo que se tolera en Washington se imitará en Ankara, en Nueva Delhi o en San Salvador.

Política de capo

Si en la retórica Trump se presenta como un estadista que defiende “la voluntad del pueblo”, en la práctica su estilo de gobierno recuerda menos a un presidente constitucional y más a un capo mafioso. Su política no se articula en programas, sino en lealtades personales y castigos ejemplares. El poder no se distribuye: se reparte como un botín.

El mecanismo es simple y brutal. Universidades que cuestionan la narrativa oficial son amenazadas con sanciones financieras multimillonarias; medios de comunicación críticos se enfrentan a demandas judiciales que buscan arruinarlos por desgaste legal. Cada acción cumple una doble función: castigar al disidente y enviar un mensaje disuasorio a todos los demás.

En este sentido, la lógica es menos institucional y más propia del crimen organizado: la lealtad se impone no con incentivos abstractos, sino con un cálculo de miedo y conveniencia. El mensaje es claro: quien coopera prospera, quien se resiste paga las consecuencias. La frontera entre la política y la extorsión se vuelve difusa.

El círculo de la lealtad

La dinámica interna del trumpismo recuerda al funcionamiento de una familia mafiosa. La Sociedad Federalista, que durante años fue el laboratorio intelectual y jurídico del conservadurismo estadounidense, ha sido degradada a “blanda” por no plegarse del todo al dogma de la secta MAGA. Los jueces que llegan ahora a las cortes federales no son simplemente conservadores: son leales incondicionales. La doctrina deja de importar; lo que se exige es obediencia absoluta.

Este patrón no es nuevo. Vladimir Putin lo ha practicado en Rusia, premiando a oligarcas que juran fidelidad y arruinando a quienes desafían su monopolio del poder. En Turquía, Erdoğan transformó a los empresarios en un cártel de aliados cautivos: contratos estatales para los fieles, persecución fiscal para los críticos. Y en México, durante los gobiernos del PRI, la regla no escrita era idéntica: “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.

Castigo como espectáculo

En la cultura de capo, el castigo debe ser visible. No basta con sancionar en silencio: es preciso exhibir al castigado para que sirva de ejemplo. Trump lo entiende bien. Cuando amenaza con retirar acreditaciones a periodistas, no es solo para limitar la información, sino para mostrar quién manda. Cuando arrastra a fiscales o bufetes a tribunales, lo hace sabiendo que el espectáculo del escarnio público disuade a otros de seguir ese camino.

La teatralidad es parte del poder. De hecho, el estilo de Trump se parece más al de Silvio Berlusconi en Italia (con su mezcla de política, negocios y medios de comunicación), pero radicalizado por el tamaño y la influencia de Estados Unidos. En ambos casos, la política se convierte en un escenario donde el líder humilla a sus enemigos y premia a sus aliados frente a la audiencia nacional.

El botín del poder

El beneficio económico personal es inseparable de esta lógica. Según el New Yorker, la familia Trump ya ha obtenido más de 3.000 millones de dólares en contratos, licencias y beneficios indirectos durante sus mandatos. El Estado se convierte en una caja registradora para el clan, del mismo modo que en Rusia el Kremlin asegura a sus leales el acceso a gas, petróleo y contratos públicos.

La apropiación patrimonialista del poder, la idea de que el gobierno es un botín que se reparte entre quienes mandan, tiene ecos en América Latina. Alberto Fujimori en Perú, por ejemplo, utilizó al asesor Vladimiro Montesinos para tejer una red de jueces, congresistas y medios comprados con dinero público. El Estado dejó de ser un árbitro y pasó a ser un botín repartido entre cómplices.

Liderazgo de intimidación

Lo más peligroso de este estilo es que vacía a la política de cualquier noción de interés público. La capacidad técnica, la experiencia administrativa o el debate de ideas dejan de importar; lo único relevante es la proximidad al líder y la disposición a ejecutar su voluntad sin preguntas. Este “liderazgo de intimidación” genera funcionarios temerosos y oportunistas, incapaces de frenar excesos porque saben que el precio de la disidencia es su ruina personal.

El resultado es un gobierno que funciona como una familia mafiosa globalizada: con tentáculos en universidades, empresas y medios, disciplinando a cada actor social mediante una mezcla de soborno y amenaza. Una democracia así no muere con un golpe de Estado: se corrompe desde dentro, hasta volverse irreconocible.

Motivaciones cruzadas

Las motivaciones del presidente son múltiples. La acumulación de riqueza personal se suma al deseo de venganza contra adversarios políticos y críticos mediáticos. Pero también existe una agenda ideológica: “sanear” Estados Unidos. El término implica expulsar a inmigrantes y personas sin hogar, reescribir la historia nacional para minimizar la esclavitud y vigilar de cerca la disidencia. Son pasos inquietantemente parecidos a la criminalización de opositores en Rusia o a la represión de minorías en otras autocracias.

La lenta normalización del autoritarismo

La democracia es desordenada, a menudo frustrante. Pero sus defectos son también su fortaleza: obliga a consensos, tolera la disidencia y reconoce los límites del poder. La amenaza actual no proviene de un golpe militar televisado, sino de un desgaste paciente. Una ley aquí, un decreto allá: lo intolerable de ayer se convierte en la normalidad de hoy.

Ahí reside el peligro para Estados Unidos y sus aliados occidentales. Trump y la extrema derecha no necesitan cerrar los parlamentos ni encarcelar a opositores en masa. Basta con que la maquinaria democrática funcione un poco peor cada año, hasta que un día el sistema sea irreconocible.

La paradoja es cruel: el autócrata en ciernes, llámese como se llame, se presenta como el gran limpiador del caos democrático. Pero lo que está barriendo no es el desorden, sino las libertades mismas.

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