La extrema derecha demuestra que se puede destruir la democracia sin tanques

Los bárbaros de la ultraderecha se están haciendo con el poder utilizando los procedimientos democráticos mientras que los partidos entran en guerras estériles que refuerzan a los autócratas

17 de Agosto de 2025
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Deportados Trump Bukele ultraderecha
Donald Trump y Nayib Bukele en el Despacho Oval | Foto: The White House

En julio de 2025, El Salvador vivió un momento que marcará su historia política. La Asamblea Legislativa, dominada por el partido de Nayib Bukele, aprobó en una sola sesión una serie de reformas constitucionales que abolieron los límites al mandato presidencial, extendieron el período presidencial de cinco a seis años y eliminaron la segunda vuelta electoral. Para los partidarios del presidente, estas modificaciones representan un paso hacia una “gobernanza más eficiente”; para sus críticos, son la culminación de un proceso de concentración de poder que comenzó mucho antes.

La ruta hacia este punto se remonta a mayo de 2021, cuando la mayoría legislativa destituyó a los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al fiscal general, reemplazándolos por figuras afines al presidente. El nuevo tribunal allanó el camino para que Bukele se presentara a un segundo mandato consecutivo, algo expresamente prohibido por la Constitución hasta ese momento.

El argumento oficial siempre fue el mismo: modernizar el país, acabar con la corrupción y responder a las demandas de la ciudadanía. Y la popularidad de Bukele respalda esta narrativa. Según una encuesta de CID-Gallup de junio de 2025, su aprobación rozaba el 85%, impulsada sobre todo por la drástica reducción de la violencia pandillera. Este respaldo masivo ha permitido que reformas que centralizan el poder sean vistas, no como un riesgo democrático, sino como la materialización de la voluntad popular.

Pero esta percepción encierra un riesgo profundo. Como ha ocurrido en otros países, la erosión de la democracia no siempre llega con tanques en las calles ni con golpes militares. A veces se produce desde dentro, mediante pasos legales, graduales, que parecen razonables si se analizan de forma aislada. El verdadero peligro es que, cuando el daño institucional se hace evidente, ya es demasiado tarde para revertirlo.

El caso salvadoreño no es aislado. Turquía, bajo Recep Tayyip Erdoğan, pasó de un sistema parlamentario a uno presidencial casi absoluto tras un referéndum en 2017. Hungría, con Viktor Orbán, se autodefine como una “democracia iliberal”, donde las urnas siguen existiendo pero las condiciones para una competencia política real han desaparecido. Incluso India, aún considerada la democracia más grande del mundo, ha visto cómo el liderazgo de Narendra Modi reduce el espacio para la prensa libre y la oposición.

En todos estos casos, los líderes llegaron al poder a través de elecciones y, una vez instalados, modificaron las reglas para asegurarse de que la estructura institucional funcionara a su favor. El patrón es claro: el voto popular se convierte en un cheque en blanco, y cualquier oposición se retrata como un obstáculo a la voluntad del pueblo.

Esta manipulación del lenguaje democrático es lo que hace que el fenómeno sea tan difícil de contrarrestar. Un golpe militar despierta una resistencia inmediata; un proceso legislativo respaldado por las encuestas no genera la misma urgencia. Así, los propios instrumentos diseñados para proteger la democracia (tribunales, parlamentos, elecciones) se transforman en engranajes de un sistema cada vez más concentrado en una sola figura.

En Estados Unidos, analistas han advertido de dinámicas similares en propuestas como el Proyecto 2025, que busca reestructurar el poder ejecutivo y eliminar protecciones al servicio civil. Aunque el contexto es distinto, la lógica subyacente es comparable: aprovechar las herramientas legales para redibujar el mapa institucional sin derribar, al menos en apariencia, los cimientos democráticos.

La experiencia internacional muestra que una vez consolidados estos cambios, revertirlos requiere una energía política y social mucho mayor que la necesaria para prevenirlos. Y ahí radica la lección central: proteger la democracia exige una vigilancia constante, la participación activa de la ciudadanía y la capacidad de priorizar el interés institucional por encima de las simpatías partidistas o el carisma de un líder.

En El Salvador, muchos celebran las reformas como el inicio de una nueva etapa de estabilidad y eficiencia. Otros, en cambio, ven en ellas el eco de un patrón global que ha transformado democracias vibrantes en sistemas donde la fachada electoral oculta una estructura profundamente autoritaria. La historia dirá si el país ha iniciado un camino hacia la gobernabilidad duradera o si, como advierten los críticos, ha cruzado un punto de no retorno del que será muy difícil volver.

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