Recientemente, la Unión Europea ha anunciado un incremento de los aranceles contra los fabricantes chinos de automóviles eléctricos. Estados Unidos, desde la llegada de Donald Trump al poder, también implementó medidas de este mismo cariz, algo que ha mantenido Joe Biden.
Sin embargo, occidente no siempre ha actuado así con otros países asiáticos, sino que mantuvo una política que desarrolló grandes industrias que hacían competencia directa a los fabricantes europeos y estadounidenses. Los dos ejemplos más claros han sido Japón y Corea del Sur.
Tras la II Guerra Mundial, Japón, una de las potencias vencidas, logró su recuperación económica gracias a la ayuda estadounidense derivada de la explosión de otro conflicto: la Guerra de Corea. Los industriales japoneses y las empresas de servicios cercanas a las bases militares recibieron un gran impulso cuando ayudaron a las fuerzas norteamericanas durante esa contienda.
Precisamente, otro de los actuales gigantes asiáticos, Corea del Sur, se benefició de otra guerra de los Estados Unidos para lograr su crecimiento económico: Vietnam.
Tanto Corea del Sur como Japón siguieron un modelo de industrialización tutelada por el Estado que Estados Unidos probablemente no habría tolerado unos años más tarde, durante el apogeo de reglas comerciales más estrictas y regímenes de inversión neoliberales. Durante la Guerra Fría, la necesidad de Estados Unidos de aliados no comunistas económicamente fuertes en Asia también contribuyó a esta tolerancia hacia las estrategias económicas japonesas y coreanas que se salían de la ortodoxia capitalista.
Sin embargo, el comportamiento es totalmente distinto con China, tanto desde Estados Unidos como desde la Unión Europea. En el año 1816, Napoleón Bonaparte afirmó que «China es un gigante dormido. Dejadlo dormir porque, cuando despierte, el mundo se sacudirá». La codicia económica y empresarial occidental lo despertó. Hubo una época en la que las grandes compañías multinacionales, tanto europeas como norteamericanas, deslocalizaron sus plantas de producción a China, lo que generó millones de puestos de trabajos perdidos mientras las cuentas de resultados de esas grandes corporaciones engordaban. Los grandes accionistas y los altos ejecutivos de esas empresas obtuvieron recompensas multimillonarias gracias a esa deslocalización. Entonces China era el aliado.
Sin embargo, el crecimiento chino ha llevado al país a convertirse en la segunda economía del mundo. No sólo no está sufriendo las consecuencias de Ucrania, sino que se está beneficiando de ella. Las exportaciones chinas a Rusia han aumentado en cerca de un 70% en 2023.
Por ejemplo, los automóviles chinos con motor de combustión, que ya no son tan populares entre los consumidores chinos, ahora han monopolizado el mercado ruso. Además, la industria de China se beneficia de la energía barata que Rusia no puede vender en otros países.
Mientras tanto, China continúa participando en una industrialización liderada por el Estado en la que se está subvencionando a los productores que basan su actividad en la generación de productos y servicios con energía renovable, mientras retira el apoyo a, por ejemplo, los fabricantes de automóviles con motor de combustión.
Donald Trump inició una guerra comercial con China a través de la imposición de durísimos aranceles a los productos fabricados en el gigante asiático y amenaza de sanciones a los proveedores de tecnología estadounidense que dieran apoyo a las marcas chinas de telefonía como, por ejemplo, Huawei.
Biden, por su parte, parece seguir el mismo camino. «Durante años, el gobierno chino ha invertido dinero estatal en empresas chinas de una amplia gama de industrias: acero y aluminio, semiconductores, vehículos eléctricos, paneles solares (las industrias del futuro) e incluso equipos sanitarios críticos, como guantes y mascarillas. China subvencionó fuertemente todos estos productos, lo que obligó a las empresas chinas a producir mucho más de lo que el resto del mundo puede absorber. Y luego arrojar el exceso de productos al mercado a precios injustamente bajos, llevando a la quiebra a otros fabricantes de todo el mundo», señaló el actual presidente de Estados Unidos.
En consecuencia, el gobierno norteamericano censura ahora lo que permitió a Japón y Corea del Sur, dos países que continúan siendo aliados de los estadounidenses y que, en muchos aspectos, son competencia empresarial.
Por otro lado, la Unión Europea ha anunciado que también impondrá aranceles a los automóviles eléctricos que hayan sido fabricados en China, algo que afectará no sólo a las nuevas marcas chinas, sino también a las empresas europeas que mantienen sus fábricas allí. De ahí la oposición por parte de países como Alemania.
La Comisión Europea también ha puesto como excusa las prácticas comerciales desleales. Bruselas está extremadamente preocupada porque, debido a las generosas inyecciones de subvenciones de Pekín, las empresas europeas no puedan competir con los productores chinos y acaben siendo expulsadas de un sector cada vez más lucrativo, como ya sucedió en el pasado con los paneles solares.
Esta es la hipocresía del occidente capitalista, el que, por medio de políticas neoliberales pretende la destrucción del Estado como elemento vectorial para el desarrollo del bienestar de la ciudadanía. En otro orden, resulta absolutamente desconcertante que economías que defienden el libre mercado absolutamente desregularizado, ahora impongan sanciones a un país que, por la razón que sea, dispone de ventajas competitivas porque sus empresas cuentan con el apoyo estatal.