El crecimiento de las fuerzas populistas de ultraderecha en todo el mundo no es un fenómeno que haya surgido de la nada. Ni siquiera hay que mirarlo como un reflejo de los movimientos fascistas nacidos en la década de los años 30 del siglo XX, aunque hay elementos que los pueden llegar a conectar.
El ascenso de Hitler, Mussolini o Franco no fue igual. Si se quisiera hacer un paralelismo con lo que sucede en la actualidad lo más similar es el incremento de la popularidad del Partido Nacionalsocialista que le llevó hasta el poder. Sin embargo, las verdaderas causas son más profundas.
La crisis de 2008 fue el punto de inflexión, como lo fue en el mundo el crack de 1929. Sin embargo, los movimientos populistas de extrema derecha sólo tuvieron impacto en Alemania. No sólo se trató de las consecuencias económicas de la caída de Wall Street, sino que se unieron las sanciones del Tratado de Versalles que se sumaron a la creación de un discurso patriótico que unió a la población alemana en torno al populismo de Hitler.
La respuesta que se dio desde los gobiernos del mundo a la Gran Depresión tras el crack de 1929 fue muy diferente que la que se aplicó desde los países y las organizaciones supranacionales tras la quiebra de Lehman Brothers. Mientras que el presidente Franklin Delano Roosevelt aprobó el New Deal, donde se priorizó el sostenimiento de las capas más vulnerables de la sociedad, la reforma de los mercados financieros y la dinamización de la economía, en la crisis de 2008 se aplicaron políticas de recorte del gasto público que dejaron en la cuneta a miles de millones de personas en todo el mundo.
El New Deal fue el germen del estado del bienestar que se aplicaron las democracias europeas tras la II Guerra Mundial. La posguerra hizo que fuera necesaria la intervención de los Estados para proveer a su población de los servicios necesarios para dar dignidad a sus vidas.
En esta época una parte de los beneficios del capitalismo iba a las arcas del Estado en forma de impuestos y aquél, a su vez, lo invertía en servicios como la sanidad o la educación y en generar estrategias políticas que se tradujeran en empleos dignos que llevaran a los ciudadanos a consumir y, de este modo, aumentar los beneficios de las empresas, beneficios que volvían a repercutir en los presupuestos estatales.
Es decir, existía el concepto de la redistribución de la riqueza y, en mayor o menor medida, se aplicaba. El historiador británico Eric Hobsbawm definió esta época como «la edad de oro del capitalismo». En esta época fue muy importante la aportación de la socialdemocracia europea a la hora del mantenimiento de ese modelo económico y social.
Los países democráticos, además, tenían un interés en que ese Estado del Bienestar se potenciara y se mantuviera: la existencia de los países de la órbita comunista. Los gobiernos debían ofrecer a sus ciudadanos las condiciones que evitaran que se interesaran o que se sintieran atraídos por lo que ocurría tras el muro de Berlín.
Sin embargo, tras la crisis de 2008 las decisiones de los gobiernos democráticos fueron muy diferentes. Se aplicaron políticas basadas en la austeridad presupuestaria inducidas desde los bancos centrales, sobre todo desde la Reserva Federal de los Estados Unidos y el Banco Central Europeo, la Unión Europea, la OCDE o el Fondo Monetario Internacional.
Además, muchos gobiernos democráticos unieron esa austeridad a una rebaja indiscriminada de impuestos a grandes empresas, multinacionales y grandes fortunas por la teoría simplista de que si esos poderes disponen de más dinero lo invertirán en crear más empleo, lo cual se ha demostrado que es falso.
Las consecuencias de la crisis de 2008 aún no se han superado en las clases medias y trabajadoras. Sin embargo, para las élites financieras, económicas, empresariales y las grandes fortunas ha sido el negocio del siglo. La desigualdad se incrementa cada segundo que pasa, mientras los gobiernos democráticos bailan al ritmo impuesto por esas clases dominantes que, en realidad, son las que gobiernan.
La depauperación de los salarios, el incremento de la precariedad de los puestos de trabajo, los despidos masivos, unido a una inflación que no se corresponde con las subidas de los sueldos ha provocado un empobrecimiento de las clases medias y una enorme vulnerabilidad en las clases trabajadoras. Esto, evidentemente, genera descontento.
Las fórmulas neoliberales han demostrado su fracaso, pero los políticos las siguen aplicando, tanto en gobiernos conservadores como, y esto es peor, por socialdemócratas que no dudan en pactar lo que haga falta para mantenerse en el poder. Además, los niveles de bienestar siguen en claro descenso.
La incapacidad de la clase política, sobre todo de las izquierdas, para restablecer los niveles de bienestar previos a 2008 ha provocado una evidente desafección por parte de la ciudadanía que llega a poner en duda si la democracia es el sistema que solucionará los problemas principales. Los pueblos ven que la clase política, sobre todo las izquierdas, se entretienen en cuestiones que nada tiene que ver con sus necesidades. Por esa razón, se ha producido el crecimiento de fuerzas de corte ultraderechista que alcanzan el poder gracias a un discurso populista en el que se le dice a la ciudadanía todo lo que quieren escuchar.
La reacción contra el sistema está sucediendo en todas las democracias, sobre todo porque mientras las familias ven que sus ingresos se van reduciendo, las grandes empresas aumentan sus beneficios en unos porcentajes que podrían ser calificados como criminales.
Los partidos de la izquierda, en todas sus concepciones ideológicas, estaban obligados, cuando han llegado al gobierno, a dar un vuelco radical a la situación generada desde poderes no democráticos. Sin embargo, han sido incapaces, en muchos casos por una incapacidad para priorizar las necesidades de la ciudadanía y enfrentarse de manera radical contra los intereses de las clases dominantes.
Las derrotas del progresismo han sido constantes y, por tanto, los pueblos están sufriendo ante la incapacidad de quienes tienen la obligación ética e ideológica de defenderlos frente a los poderosos. Esta es la principal causa por la que personajes como Donald Trump, Giorgia Meloni, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, y, más recientemente, Javier Milei y Geert Wilders hayan conseguido ganar las elecciones o que Santiago Abascal o Marine Le Pen obtengan decenas de millones de votos.
No se trata de un elemento ideológico. Es más la reacción en contra de la incapacidad de los políticos de izquierda. Es la aplicación de la tercera ley de Newton: «Toda acción tiene una reacción igual y contraria». La ciudadanía apoyó durante años a los partidos democráticos que defendían el estado del bienestar. Cuando han dejado de hacerlo, han buscado otras opciones. Probaron con la derecha, el centro, la izquierda y los populistas de extrema izquierda y nada ha funcionado. A las víctimas del statu quo sólo les queda a los populistas de extrema derecha. Javier Milei y Geert Wilders no van a ser los últimos. Es triste, pero es así, y sólo una reacción por parte de la izquierda en la que prioricen de verdad las necesidades de los pueblos servirá para frenar a los ultras. Será duro, pero se puede hacer porque, al fin y al cabo, si las élites siguen obteniendo beneficios, les dará igual todo.
España, paradigma del fracaso de la izquierda
Tras la dictadura de Franco, España ha estado gobernada durante 27 años por partidos de izquierda. Primero fue el PSOE en solitario y, posteriormente, se incorporaron al gobierno Unidas Podemos y Sumar. Hubo comienzos esperanzadores, como las dos primeras legislaturas de Felipe González y la primera de José Luis Rodríguez Zapatero, que terminaron en grandísimas decepciones.
González permitió la especulación inmobiliaria, luchó contra los sindicatos tras imponer los contratos basura, recurrió al terrorismo de Estado y, entre otras muchas cosas, inició las privatizaciones de empresas públicas. Zapatero, por su parte, negó la existencia de la crisis, lo que impidió aplicar medidas de impacto, inició los recortes, comenzó la destrucción de derechos de los trabajadores y reformó la Constitución para entregar la soberanía económica española, lo que, como ha quedado demostrado, ha favorecido a los grandes intereses.
Tras el gobierno de Mariano Rajoy, llegó Pedro Sánchez. En sus cinco años en la Moncloa ha aplicado una intensa agenda social con subidas del salario mínimo, una reforma laboral, medidas de protección frente a los efectos de la pandemia y la inflación o una ley de la vivienda.
Grandes titulares pero pocos efectos directos. Los índices de pobreza están enquistados o empeorando. En la España de Pedro Sánchez hay un mayor número de familias que necesita la ayuda de las ONG o de la beneficencia para poder sobrevivir. Ya no es sólo la gente que no tiene empleo, sino que se ha incrementado el número de trabajadores que se encuentran por debajo del umbral de la pobreza.
Por otro lado, la brecha salarial, según indican los datos del Instituto Nacional de Estadística, se ha disparado desde que Pedro Sánchez es presidente del Gobierno. A pesar de las subidas del SMI, que han supuesto un 47% respecto a lo que había cuando gobernaba el Partido Popular, desde que Pedro Sánchez llegó al poder no ha habido apenas variación. Llegó al gobierno con un salario más frecuente de 18.468,93 euros y en los últimos datos publicados en 2023 por el INE (correspondientes a 2021) esa cifra era de 18.502,54 euros, es decir, 33,61 euros brutos anuales.
El salario medio, sin embargo, se dispara como consecuencia del incremento indiscriminado e irresponsable de las retribuciones de los directivos y altos ejecutivos de las grandes empresas. El dato sería mucho peor si se contabilizaran los pagos de variables en especie que son computados como rentas del capital y no del trabajo.
Desde que Pedro Sánchez es presidente del gobierno, el salario medio ha tenido una variación de 1.887,70 euros, a años luz de lo que se ha incrementado el más frecuente.
El crecimiento de la extrema derecha y de los movimientos populistas son la consecuencia de la reacción popular contra un sistema que les está empobreciendo y oprimiendo. Los partidos democráticos han sido incapaces, pero lo más grave es la impotencia de las formaciones progresistas para priorizar a su pueblo frente a los intereses de las élites. Por eso estamos donde estamos.