En la superficie, España parece un país que ha superado la larga resaca de la Gran Recesión y la crisis de deuda soberana. Las cifras oficiales apuntan a un crecimiento sostenido, un desempleo que, aunque elevado, se ha reducido en la última década y un dinamismo empresarial que aprovecha con entusiasmo el turismo y, cada vez más, la digitalización.
Sin embargo, detrás de los indicadores macroeconómicos persiste una realidad que erosiona la cohesión social: millones de trabajadores encadenan contratos temporales, sueldos que no cubren ni lo básico y trayectorias profesionales que parecen más una sucesión de saltos precarios que un camino de progreso.
La pobreza laboral, es decir, trabajar y seguir siendo pobre, se ha consolidado como uno de los grandes males estructurales de la economía española que los diferentes gobiernos de Pedro Sánchez no han sabido atajar. Es más, a medida que pasan los años se va acrecentando. El problema no es solo cuantitativo, sino cualitativo: el país necesita algo más que crecer para resolverlo. Requiere una reforma profunda de su modelo productivo y de sus instituciones laborales, capaz de ofrecer estabilidad sin sofocar la competitividad. Sánchez ha demostrado que es un incapaz.
La anomalía ibérica de la temporalidad
España lidera desde hace décadas las estadísticas europeas en contratación temporal. Según datos de Eurostat, alrededor del 25% de los trabajadores asalariados están empleados bajo contratos de duración limitada, muy por encima del promedio de la Unión Europea, que se sitúa cerca del 14%. Este fenómeno no es un accidente, sino la consecuencia de un entramado legal, cultural y económico que ha convertido la flexibilidad en una norma con la que se ha convivido demasiado tiempo.
La reforma laboral de 2021 buscó frenar el abuso de los contratos de obra y servicio y limitar la rotación de empleados temporales en empresas con necesidades permanentes. Sin embargo, ha sido un fracaso. Las empresas han encontrado nuevas fórmulas para mantener la flexibilidad: recurren a subcontratación, contratos por proyectos de duración variable, o combinaciones de jornadas parciales y externalización que trasladan el riesgo al trabajador. Todo ello por no hablar de la perversión absoluta de la figura del fijo discontinuo. La consecuencia es un mercado dual: una minoría de empleados con contratos indefinidos y salarios relativamente protegidos, frente a una mayoría atrapada en un círculo de inestabilidad.
Esta precariedad tiene efectos sistémicos. Por un lado, limita la capacidad de los trabajadores de planificar su futuro: hipotecarse, formar una familia o invertir en su formación se vuelve arriesgado cuando el contrato puede expirar en cualquier momento. Por otro, desincentiva la inversión empresarial en capital humano: para qué gastar en formación o promoción interna si la fuerza laboral puede ser reemplazada con relativa facilidad. Así, la temporalidad se convierte en un freno silencioso a la productividad y a la innovación.
La temporalidad también actúa como filtro social. Los jóvenes, especialmente los recién titulados universitarios, son los más afectados, y su experiencia laboral temprana está marcada por la inestabilidad. Esto contribuye a un efecto psicológico y económico que algunos expertos llaman “subempleo crónico”: una generación que trabaja, pero sin adquirir derechos ni seguridad económica suficiente para acumular patrimonio o ahorro. La brecha entre jóvenes y trabajadores más experimentados se amplía, con implicaciones directas en el consumo interno, la vivienda y la natalidad.
No es solo un problema de cifras, sino de modelo. La temporalidad estructural refleja una economía anclada en sectores que requieren mano de obra abundante y barata: hostelería, construcción, agricultura de temporada y servicios poco cualificados. Sánchez no ha logrado diversificar hacia sectores de mayor valor añadido (tecnología, biomedicina, energías renovables). Por eso, esta anomalía se ha vuelto sistémica. La temporalidad no es solo un síntoma; es un indicador de que el modelo productivo español necesita un cambio profundo.
Finalmente, la anomalía ibérica de la temporalidad no puede abordarse solo desde la regulación laboral. Requiere un enfoque integral que combine política industrial, fiscalidad incentivadora y formación profesional continua, de modo que los trabajadores temporales puedan acceder a empleos estables en sectores estratégicos. Sin esta transformación, España seguirá siendo un país donde trabajar no garantiza prosperidad, y donde la seguridad laboral permanece, para demasiados, como un privilegio y no como un derecho.
Sueldos bajos, aspiraciones bajas
España no solo es un país de contratos temporales; es también un país de salarios crónicamente bajos. Según datos de la OCDE y del Instituto Nacional de Estadística, más del 20% de los trabajadores españoles percibe ingresos por debajo del umbral de la pobreza relativa, y aproximadamente la mitad de los contratos a tiempo parcial son involuntarios, es decir, reflejan la incapacidad del trabajador para encontrar un empleo a jornada completa. Este fenómeno no es anecdótico: tiene consecuencias estructurales que trascienden el plano económico y condicionan las aspiraciones individuales y colectivas de la población.
Los bajos salarios actúan como un techo invisible sobre la movilidad social. Los jóvenes profesionales, aun con estudios superiores, se ven obligados a aceptar empleos mal remunerados o a depender de la economía informal para complementar ingresos. La narrativa oficial de “empleo creado” pierde fuerza frente a la realidad de familias que trabajan más horas, en múltiples trabajos, pero que aun así no alcanzan un nivel de vida digno. La precariedad salarial condiciona decisiones vitales: postergar la maternidad, renunciar a la vivienda propia, limitar el consumo cultural o educativo, y reducir la inversión en formación continua. En otras palabras, el trabajo en la España de Sánchez ha dejado de ser un vehículo de progreso para convertirse en un mecanismo de supervivencia.
La persistencia de salarios bajos también refleja un modelo económico que privilegia la competitividad basada en el coste laboral frente a la productividad. Sectores como hostelería, comercio minorista, servicios domésticos y transporte emplean a millones de trabajadores en condiciones que apenas permiten cubrir las necesidades básicas. Este patrón alimenta un círculo vicioso: las empresas dependen de mano de obra barata para sostener márgenes reducidos, mientras que los trabajadores permanecen atrapados en empleos de bajo valor añadido sin posibilidad de ascender o cambiar de sector.
El impacto psicológico y social de esta situación es profundo. La percepción de que el esfuerzo no se traduce en mejora de las condiciones de vida genera desafección, frustración y una erosión de la ambición profesional. Cuando las expectativas de prosperidad se ven bloqueadas por salarios indignos, las aspiraciones individuales se ajustan a la baja. Esto no solo limita la innovación y la productividad, sino que también reduce la capacidad de España para retener talento. Muchos jóvenes altamente cualificados emigran, generando una fuga de cerebros que refuerza el círculo de empleos mal remunerados en el país.
Para romper este ciclo, España necesita más que incrementos puntuales del salario mínimo. Sánchez lo ha hecho, pero no ha controlado cómo las empresas han encontrado vacíos legales que, finalmente, reducen el sueldo que perciben los trabajadores. Hace falta un enfoque integral: una reforma fiscal que incentive salarios dignos, políticas activas de empleo que conecten formación con demanda de sectores estratégicos, negociación colectiva fortalecida y promoción de empleos en actividades de alto valor añadido. Elevar los ingresos reales de los trabajadores es, a la vez, un imperativo económico y una inversión en capital humano que puede transformar expectativas, estimular la innovación y dinamizar el consumo interno.
En última instancia, la combinación de sueldos bajos y contratos temporales no es una anomalía temporal, sino un patrón estructural. Mientras España no logre romper esta dualidad laboral, los trabajadores seguirán atrapados en empleos que no permiten progresar, y las aspiraciones colectivas seguirán limitadas por la lógica de la escasez. La precariedad se perpetúa no solo como un problema económico, sino como un factor que condiciona la ambición y el proyecto de vida de millones de ciudadanos.
Más allá de la reforma laboral
Hablar de combatir la precariedad en España no puede limitarse a ajustar artículos del Estatuto de los Trabajadores o a endurecer los contratos temporales. La realidad es que la pobreza laboral es un fenómeno multidimensional, que requiere un abordaje estructural y transversal: un conjunto de reformas que actúen sobre el mercado de trabajo, pero también sobre la educación, la fiscalidad, la inversión productiva y el sistema de protección social. Reducir la temporalidad sin elevar los salarios, diversificar la economía o mejorar la formación profesional equivaldría a mover piezas en un tablero sin cambiar las reglas del juego. Eso es lo que ha hecho Sánchez.
La primera frontera a abordar es la política industrial y la diversificación productiva. España sigue dependiendo de sectores de bajo valor añadido: hostelería, turismo, construcción y servicios poco cualificados. Para crear empleos estables y bien remunerados se requiere un plan a largo plazo que impulse la inversión en tecnología, energías renovables, biomedicina y economía digital. Esto no solo aumentará los ingresos de los trabajadores, sino que elevará la productividad del país y reducirá la presión sobre los salarios, generando un mercado laboral más saludable y menos segmentado.
La segunda dimensión es la educación y la formación continua. La brecha entre las competencias de los trabajadores y las demandas del mercado laboral es un factor clave de la precariedad. Reformas educativas que integren habilidades digitales, técnicas y de innovación, junto con programas de reciclaje profesional adaptados a la economía del conocimiento, son esenciales para que los trabajadores puedan acceder a empleos de mayor calidad y seguridad. Sin esta adaptación, la temporalidad y los sueldos bajos seguirán siendo la norma, incluso en un contexto de crecimiento económico.
La tercera pata es la política fiscal y de incentivos. El Estado debe promover mecanismos que recompensen a las empresas que apuesten por empleo estable y salarios dignos, y penalicen aquellas que estructuren su modelo de negocio sobre la precariedad. Esto incluye incentivos fiscales, subvenciones condicionadas y contratos de innovación que vinculen la productividad con la mejora de las condiciones laborales. Una fiscalidad inteligente no solo reduce la desigualdad, sino que alinea los intereses del capital con el bienestar de la fuerza laboral. No se trata de bajar impuestos a todos, sólo a los que traducen la rebaja fiscal en generar riqueza, puestos de trabajo, mejora de las condiciones laborales y salariales de sus empleados. Por ejemplo, un banco que ha ejecutado despidos masivos no puede recibir prebendas fiscales, más bien al contrario.
Finalmente, no puede olvidarse la protección social y los servicios públicos. La precariedad no solo se combate dentro del empleo; también se previene fortaleciendo el soporte que protege a los trabajadores cuando el mercado falla. Este enfoque integral convierte el trabajo en un vehículo de movilidad social, no en un mecanismo de supervivencia.
En síntesis, subvertir la precariedad en España requiere mirar más allá de la reforma laboral, en la que Sánchez ha fracaso estrepitosamente. No es una percepción o una interpretación, son los datos que su propio gobierno publica cada mes, en los que, incluso en los meses donde se reduce el paro registrado, se comprueba cómo el mercado laboral se está desmantelando. La temporalidad, los salarios bajos y la fragmentación del mercado laboral son síntomas de un modelo económico que necesita ser rediseñado. Las reformas deben actuar de manera simultánea sobre la estructura productiva, la educación, la fiscalidad y la protección social, de modo que los trabajadores puedan aspirar a empleos dignos y con futuro. Solo así se romperá el ciclo de precariedad que ha definido la economía española durante décadas y se podrá construir un mercado laboral que, además de generar empleo, garantice prosperidad y estabilidad para todos.