No hay corrupción buena o mala. No hay corrupción de baja o alta intensidad. Hay corrupción, punto en boca, no hay más que hablar. Sin embargo, en la clase política española se pretende justificar la corrupción propia con la del oponente. Es como el que piensa que sus pedos huelen a rosas pero los del que está al lado son una letrina inmunda.
Lo que de verdad es asqueroso es ver cómo los líderes del PP y del PSOE pretenden justificarse en lo propio mientras les falta pedir la pena de muerte para el contrario, algo que, en el mundo actual, se traslada a las redes sociales que, definitivamente, se han convertido en un campo de trincheras que nada tiene que envidiar al Verdún de la I Guerra Mundial.
Se justifica lo propio en los errores del de enfrente. Y eso se ha visto en los últimos días con la imputación de Cristóbal Montoro, exministro de Hacienda de los gobiernos de Mariano Rajoy. Al PSOE le ha venido Dios a ver porque refuerza su discurso del “y tú más” con el que estaban pretendiendo minimizar las consecuencias del Caso Koldo y la imputación de los dos últimos secretarios de Organización nombrados por Pedro Sánchez, José Luis Ábalos y Santos Cerdán, éste último en la misma prisión en la que estuvieron internos los corruptos del PP.
Evidentemente, el PSOE se lanzó a la yugular del PP, vio una puerta abierta para justificar sus casos de corrupción en los del contrario: ellos también lo hicieron y, en consecuencia, no nos pueden atacar. Ese es el mensaje que pretenden lanzar a los ciudadanos.
Lo sorprendente ha sido la respuesta del PP a la imputación de Montoro. En la etapa de Alberto Núñez Feijóo el desgobierno se nota en las estrategias de comunicación a la hora de responder a escenarios adversos. El Partido Popular tenía al PSOE, al sanchismo y a Pedro Sánchez contra las cuerdas con el Caso Koldo y, de repente, les salta una causa de corrupción de un exministro de un gobierno del PP.
Han creado un nuevo sistema de medición de la gravedad de la corrupción: el número de prostitutas. Según declaró Juan Bravo, vicesecretario de Hacienda, Vivienda e Infraestructura, no puede hacerse ningún tipo de contraposición entre la imputación de Montoro y los casos de corrupción del PSOE porque “si hacemos un análisis amplio, yo creo que ustedes aquí no están oyendo hablar de mordidas, de prostitutas, de colocación de amigas o de cátedras que no existen”.
¡Toma ya! A partir de ahora, la gravedad de un caso de corrupción no se mide en la cantidad de dinero robado, en el número de adjudicaciones concedidas gracias a mordidas en dinero B depositado en cuentas en el extranjero, en la cantidad de contratos troceados para evitar la convocatoria de un proceso de licitación. Según el baremo impulsado por el PP, ahora la corrupción se cataloga en base al consumo de prostitución.
Y tú más
Los casos de presunta corrupción que acechan al gobierno de Pedro Sánchez (caso Koldo, caso Begoña Gómez o caso David Sánchez, entre otros) y las consiguientes ofensivas de la oposición han derivado en un espectáculo deplorable en el que los políticos se han puesto a comparar quién la tiene más larga o quién mea más lejos. Ahora, con el nuevo modelo implantado por el PP, quién ha pagado a más “cariñosas” o “cariñosos”.
Cuando desde la oposición se echa en cara esos casos de presunta corrupción, la respuesta es inmediata: reprochar la corrupción del Partido Popular del pasado (ahora la imputación de Montoro). Exactamente lo mismo que hacía el PP cuando surgió la Gürtel, Púnica o Lezo, entre otros, y los conservadores cargaban con la corrupción del PSOE durante la época de Felipe González. Este “y tú más” no es más que pretender justificar al partido frente a los corruptos, lo mismo que cuando se habla de casos aislados, de garbanzos negros o de las ranas.
Por otro lado, ambos partidos, cada vez que se les ha pillado con el “carrito del helado” siempre han querido justificarlo porque se había generado una “cacería” o una “causa general” organizada por grupos disidentes de jueces. Siempre la culpa es de los otros, nunca la propia.
No hay más que ver las reacciones a la prisión provisional de Santos Cerdán, la que fue la mano derecha de Pedro Sánchez. Si se va a la hemeroteca, el fondo de las declaraciones son exactamente las mismas que cuando se encarceló a dirigentes del PP con los casos de corrupción del pasado. Cuando el juez Ruz ordenó el registro de la sede del Partido Popular, se produjo una concentración espontánea de la izquierda en la calle Génova. Entonces, el PSOE calificó esa protesta como un ejercicio democrático del derecho de reunión y manifestación. Cuando la extrema derecha se manifestó en Ferraz tras hacerse público el informe de la UCO y que la Guardia Civil entrara en la sede socialista a recabar datos de los servidores de correo, la reacción fue la contraria, es decir, descalificar la concentración.
En cambio, mientras se está dando este espectáculo deplorable e indecente, los verdaderos problemas de la ciudadanía quedan en un segundo o tercer lugar de prioridad. España lidera los rankings europeos de pobreza laboral, pobreza infantil, desempleo, sobre todo el juvenil y el de larga duración, precariedad, temporalidad, con un porcentaje salarial en base a PIB irrisorio.
Por otro lado, España tiene un gravísimo problema en cuestiones fundamentales del estado del bienestar: vivienda, sanidad, educación y servicios sociales. La propia Comisión Europea denunció en su último informe sobre condiciones de vida que el aparato social de España es tan insuficiente que no permite que las familias salgan de la pobreza.
Todos estos grandes asuntos, que deberían ser la prioridad absoluta tanto del Ejecutivo de Pedro Sánchez como del PP (porque el partido conservador gobierna varias comunidades autónomas), quedan aplazados o desplazados por las guerras partidistas.
Cuando los debates políticos degeneran en un interminable “y tú más”, la discusión de fondo queda sepultada bajo un alud de recriminaciones recíprocas. Lejos de tratar sobre empleo, sanidad o educación, el pueblo asiste a un espectáculo de acusaciones donde cada bando procura demostrar que el otro es aún peor, como si la virtud fuese la mera ausencia de culpa propia. El resultado inmediato es una profunda erosión de la confianza ciudadana: cuando los votantes perciben que “todos los políticos son iguales”, se sienten deslegitimados para opinar, y muchos optan por abandonar las urnas, alimentando el ciclo de desprestigio institucional.
Este “tú me acusas de X, yo te acuso de Y” convierte al adversario en un enemigo irreconciliable. En lugar de reconocer al oponente como un interlocutor con ideas distintas, la retórica maniquea lo pinta como una amenaza existencial. Así, el discurso público se endurece y la polarización extrema atraviesa toda la sociedad, empujando incluso a electores moderados a posiciones más radicales, es decir, hacia la extrema derecha. Los canales de televisión y las redes sociales, lejos de suavizar este clima, suelen amplificar las voces más incendiarias, nutriendo un ecosistema donde el consenso se considera traición.
Cuando la atención se consume en meros intercambios de reproches, las soluciones reales quedan en segundo plano. Propuestas detalladas sobre los presupuestos o reformas de calado terminan diluyéndose en titulares sensacionalistas. Incluso temas tan urgentes como la crisis climática o la mejora de los servicios públicos sufren de esta desertización discursiva, pues la urgencia de puntuar un golpe mediático ahoga cualquier intento de cooperación multipartidista. De esta manera, la política se convierte en un torneo de vanidades, donde ganar el titular (no resolver el problema) es el principal objetivo.
La lógica del “y tú más” también favorece la desinformación. Los aparatos de propaganda del PSOE y del PP lanzan cifras, datos y acusaciones sin someterlos a un escrutinio riguroso, asumiendo que los seguidores, sobre todo en redes sociales, cerrarán filas sin cuestionar su veracidad. Así, bulos y medias verdades circulan con tanta rapidez como los ataques personales, y la lealtad a la identidad partidista suele imponerse al compromiso con la realidad. En este caldo de cultivo, la posverdad deja de ser una excepción para convertirse en la estrategia habitual de comunicación política. No se trata de una hipótesis teórica, porque los hechos rompen la manipulación de los relatos y se deriva en el olvido de las necesidades reales de la ciudadanía. Mientras tanto, la extrema derecha no tiene que hacer nada, porque la desafección es su mejor arma y el discurso de Pedro Sánchez de que él, sólo él y nada más que él (el presidente español es un hombre muy pagado de sí mismo, como todo el mundo sabe) es el muro contra los ultras queda diluido porque tanto el PSOE como el PP son la mejor gasolina para Abascal y compañía, tal y como se ha demostrado en otros países occidentales con democracias consolidadas.