Puigdemont aboca a Sánchez a una profunda crisis de gobierno

La fuga del líder de Junts, prófugo de la Justicia, ha dejado en ridículo al Estado español, por lo que Sánchez está obligado a depurar responsabilidades en su gobierno, por más que el dispositivo estuviera delegado en los Mossos

10 de Agosto de 2024
Actualizado el 12 de agosto
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Crisis Gobierno Sanchez Puigdemont
El primer gobierno de esta legislatura | Foto: Pool Moncloa

La fuga de Carles Puigdemont, líder político que es un prófugo de la Justicia española, es un golpe en la línea de flotación del gobierno de Pedro Sánchez, sobre todo porque se hace necesario la toma de decisiones y que se asuman las responsabilidades políticas precisas.

No se trata de que lo exija la oposición o que, por ese hecho, se piense que las destituciones son una rendición a lo que reclamen desde el PP o Vox. El concepto de responsabilidad política debe asumirse por sentido común, como se hace en cualquier empresa: cometer un error tiene consecuencias, y el error del pasado jueves fue demasiado grave como para que nadie pague por él.

En España se ha instalado la idea de la asimilación de la responsabilidad política con la legal, es decir, un dirigente político no dimitirá jamás ni será cesado salvo que haya una condena firme en los tribunales. Este hecho es un desprecio absoluto a la ética y a los deberes ciudadanos. Mientras en otros países de Europa se dimite o se cesa por cosas que para la clase política española son nimias, como un conflicto de intereses no comunicado, un plagio en una tesis doctoral, favorecer a familiares o antiguos socios o un comentario salido de tono, en España se espera hasta el momento en que hay una sentencia firme para abandonar el cargo.

La nueva fuga de Puigdemont, cuando pudo haber sido detenido en varias ocasiones, ha generado una crisis institucional muy importante, por más que el ministro de Justicia, Félix Bolaños, haya dicho la idiotez de que lo importante es «la investidura de Salvador Illa, no la fuga de Puigdemont». Para más de 75% de los ciudadanos españoles, que el expresident prófugo se escapara del modo en que lo hizo, después de pasearse tranquilamente por las calles de Barcelona y de dar un mitin, supuso una ofensa y una humillación. A nadie le gusta que se rían en su cara.

En consecuencia, la fuga de Carles Puigdemont obliga a Pedro Sánchez a tomar decisiones muy importantes, empezando por una profunda crisis de gobierno. Ni Fernando Grande-Marlaska, por ser responsable de los Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, ni Margarita Robles, por ser la responsable máxima de los servicios de inteligencia, pueden seguir un minuto más en el gobierno.  Félix Bolaños también debería ser cesado sólo por las declaraciones respecto a lo que era importante el jueves y lo que no.

En una democracia que se precie de llevar tal nombre, la responsabilidad política funciona de manera inversa a la cadena de legitimación del poder. Los ciudadanos delegan la potestad de tomar decisiones públicas en los políticos, y éstos delegan funciones en sus asesores o en burócratas de la administración. La responsabilidad política funciona en sentido contrario: los políticos responden ante sus superiores, es decir, ante los ciudadanos o ante aquellos que los han elegido. Hoy, los ciudadanos de cualquier ideología piden cabezas clavadas e picas.

Como escribió la profesora Adriana L. Vercellone en su estudio sobre la responsabilidad política, el pueblo puede responsabilizar a un dirigente político «por un evento que debía ejecutar o controlar, por mentir u ocultar información, por los resultados económicos logrados o los procedimientos utilizados. Lo característico es que el juicio de valor y la sanción no tienen que ver con haber causado voluntariamente algo, ni se apoya sobre las circunstancias de acción o la intención del agente. Por el contrario, se siguen de las obligaciones que derivan de la asunción de cargos públicos o de los principios políticos acordados por la comunidad. Puede tratarse de un principio escrito o no escrito, pero en definitiva es un principio que organiza a una comunidad en sus tareas administrativas y que sirve a la ciudadanía para evaluar y controlar su ejecución».  

En principio, Sánchez no debería cesar a nadie, sino que, por ética y asunción de responsabilidades, tanto Robles como Grande-Marlaska y Bolaños tendrían que haber presentado ya sus respectivas cartas de dimisión. Sin embargo, cualquier organización es reflejo de los valores y la conducta de sus líderes. Sánchez, precisamente, no es un ejemplo de ética. Por tanto, no se espera que sus ministros hagan nada. Seguirán callados y escondidos esperando a que la tempestad escampe.

Jean-Paul Sartre afirmó que «los cobardes son los que se cobijan bajo las normas». Eso es lo que sucede en España con la responsabilidad política. No hay ninguna ley que la regule y, en consecuencia, esa es la vía de escape para mantenerse en el cargo a costa de lo que haga falta.

La ética en política es fundamental. Desde Aristóteles los conceptos no han cambiado mucho, lo mismo que en lo que se refiere a su aplicación. En los tratados de Ética y Política, el filósofo griego muestra la necesidad e importancia de mantener una vinculación estrecha entre ambas disciplinas para lograr y generar gobiernos cuyo objetivo o misión sea el bien común. Cuando se cumple, se logra el objetivo de convertirse en un Buen Gobierno o Gobierno Justo; en sentido contrario, si se omite la ética de la política se da paso al Mal Gobierno o Gobierno Injusto,  cuyo objetivo  es precisamente beneficiarse a sí mismo y a un grupo concreto.

Sánchez no es un dechado de la ética, sino más bien al contrario, es el ejemplo perfecto de un líder político inmoral y sin escrúpulos de ningún tipo. Ahora mismo la pregunta que se estará haciendo el presidente es si le conviene a él una crisis de gobierno, sobre todo por la situación extrema en la que se encuentra en la actualidad. Se hará exactamente lo que a Sánchez le beneficie más, no a los ciudadanos, ni siquiera a lo que exige el pueblo. Es el modo de hacer política de Sánchez y, a estas alturas, con 52 años, podrá cambiar de opinión mil veces pero no puede modificar sus comportamientos.

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