En teoría, las finanzas públicas son un terreno árido, reservado a tecnócratas y contables. En la práctica, pocas cuestiones revelan tanto sobre la salud política de un país como el modo en que gestiona su deuda. La reciente polémica en España sobre la quita a las comunidades autónomas es un ejemplo elocuente: lo que podría haber sido un debate sensato sobre sostenibilidad fiscal y cohesión territorial se ha transformado en un espectáculo de cálculo partidista y confrontación personal.
El esquema, impulsado por el gobierno de Pedro Sánchez, pretende aliviar la pesada carga que muchas comunidades arrastran desde, por lo menos, la crisis financiera de 2008. En principio, el objetivo es racional: reducir costes financieros, permitir más inversión social y evitar que regiones enteras se conviertan en rehenes de la deuda. En la práctica, la medida ha quedado marcada por un pecado original: esto no es otra cosa que el precio pagado por Sánchez al independentismo catalán a cambio de su investidura.
Rescate con nombre y apellido
El problema no es tanto la quita en sí (mecanismos similares se aplican en distintos estados federales) como su oportunismo político. Cataluña será la segunda región más beneficiada tras Andalucía, y su peso simbólico en la política española convierte la medida en munición para la oposición. El Partido Popular no ha dudado en enmarcar la operación como un soborno disfrazado: dinero a cambio de votos.
Que esta lectura haya calado tan rápido en la ciudadanía, incluida buena parte del electorado tradicional del PSOE, dice mucho sobre la desconfianza generalizada hacia las instituciones. Sánchez, pragmático hasta el cinismo, ha hecho de la aritmética parlamentaria un arte de supervivencia. Pero cada concesión a los partidos independentistas alimenta la narrativa de un gobierno dispuesto a subordinar el interés general a sus necesidades de poder.
Oposición sin alternativa
El Partido Popular, por su parte, ha encontrado en la polémica una nueva trinchera contra Sánchez. Su estrategia es simple: amplificar el malestar en las regiones gobernadas por los populares y denunciar el trato de favor hacia Cataluña. El problema es que su crítica rara vez se acompaña de una propuesta seria de reforma del sistema de financiación autonómica, bloqueado desde hace más de una década.
La oposición de derechas parece más cómoda explotando la indignación que ofreciendo soluciones, lo cual es un suicidio político porque a quien realmente se está engordando es a los ultras. En lugar de liderar un debate nacional sobre cómo equilibrar solidaridad interterritorial, disciplina fiscal y autonomía regional, se limita a retratar la quita como un “pago” a los secesionistas. De este modo, reproduce el mismo patrón que critica: instrumentalizar la deuda con fines partidistas.
Ciudadanos en segundo plano
La gran ausente de esta confrontación es la ciudadanía. Las comunidades autónomas soportan la mayor parte del gasto en sanidad, educación y servicios sociales. Liberar recursos de la carga de intereses podría haber sido presentado como un esfuerzo por fortalecer esos servicios públicos. Pero en el ruido de acusaciones y contraacusaciones, el mensaje se ha perdido.
El debate público ya no gira en torno a cómo mejorar la vida de los ciudadanos, sino a quién gana puntos en la guerra de desgaste entre La Moncloa y Génova. En consecuencia, lo que debería haber sido un debate sobre política económica y fiscal se ha degradado en una batalla más dentro del eterno pleito entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo.
Coste de la miopía política
El resultado es corrosivo. En un momento en que España necesita reforzar su credibilidad fiscal en Bruselas y gestionar con inteligencia los fondos europeos, la deuda se ha convertido en rehén de la política de bloques. Mientras otros países europeos se enfrentan a debates estructurales sobre transición energética, productividad o envejecimiento demográfico, España se consume en una pelea estéril sobre quién se beneficia o se perjudica de una quita presentada como pago político.
A la larga, esta dinámica erosiona la confianza de los ciudadanos en la política democrática. Si la deuda autonómica se percibe no como un problema común, sino como moneda de cambio al servicio de un tipo, la legitimidad del Estado se resiente.
Oportunidad y sospecha
La quita de deuda podría haber sido presentada como un paso hacia un nuevo pacto territorial: un mecanismo que alivie cargas financieras a cambio de compromisos claros de responsabilidad fiscal. En cambio, se ha percibido como una transacción de corto plazo para garantizar votos en el Congreso.
España no carece de recursos ni de capacidad técnica para ordenar sus finanzas regionales. El problema es que se encuentra en manos de dos oportunistas irresponsables que sólo piensan en un sillón.