El 30 de septiembre de 1975, en plena dictadura franquista y pocos días después de la ejecución de miembros de ETA y el FRAP, el entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, pronunció un duro mensaje en que justificaba las medidas represivas. La reacción internacional fue muy intensa. Varios embajadores fueron llamados a consultas e, incluso, México reclamó la expulsión de España de Naciones Unidas, lo que provocó que Arias volviera a recurrir a una supuesta confabulación judeo masónica internacional contra España. Es decir, exactamente lo mismo que durante todo el régimen.
Durante casi cuatro décadas, el régimen de Francisco Franco alimentó un mito persistente: la existencia de una supuesta “confabulación judeo-masónica-comunista” que amenazaba la unidad de España y los valores cristianos. Esta idea, repetida en discursos oficiales, documentos institucionales e incluso catecismos escolares, fue mucho más que una excentricidad retórica: constituyó uno de los principales ejes de legitimación del franquismo. Esa teoría conspirativa se articuló como instrumento político y tuvo consecuencias en la sociedad española.
Franco utilizó la confabulación judeo-masónica incluso en sus comunicaciones con otros jefes de Estado: “La conjura judeo-masónica-comunista ha sido el cáncer que pretendía destruir el alma de España”, afirmó el dictador en una carta a Eisenhower.
Lejos de ser una simple extravagancia ideológica, la “confabulación judeo-masónica” fue un instrumento fundamental del franquismo para justificar el autoritarismo, controlar a la población y canalizar el miedo social. Su estudio permite entender no solo los mecanismos de dominación de una dictadura, sino también los peligros de las teorías conspirativas en contextos de crisis política.
Ahora, casi medio siglo después de la muerte de Franco, la utilización del enemigo invisible está cada vez más en boga. Es cierto que esa es una de las armas más potentes del discurso de la extrema derecha mundial. Sin embargo, también la izquierda lo utiliza. En los últimos meses, el PSOE la aplica con mucha frecuencia creando una especie de teoría de la conspiración en la que se crea una amalgama de políticos, jueces, fiscales, la Guardia Civil y algunos medios de comunicación como los ejes de una confabulación contra el gobierno de Pedro Sánchez.
El presidente del Gobierno, en su nueva “carta de amor”, también ha utilizado esa estrategia acusando a una confabulación de la UCO, es decir, de la Guardia Civil, al filtrar el informe en el que se muestran las conversaciones que implicarían a Santos Cerdán, su número 3, en la trama de presunta corrupción en la que también está imputado su anterior secretario de Organización. Ni Esperanza Aguirre tuvo tanta puntería.
En una era marcada por la desconfianza y la fragmentación social, el recurso al “enemigo invisible” se ha convertido en una herramienta política de eficacia demostrada. Esta estrategia hunde sus raíces en las paranoias decimonónicas de Europa, donde el judío y el masón eran presentados como conspiradores que, amparados en sociedades secretas, desestabilizaban el orden establecido.
La flexibilidad narrativa de este enemigo intangible resulta su principal fortaleza. Al no poderse identificar de manera concreta, se transforma según convenga al interés de quien detenta el poder: unas veces se altruza detrás de un “lobby globalista” que manipula economías, otras se oculta bajo la etiqueta del “gran reemplazo” que supuestamente amenaza la identidad nacional. Esa ambigüedad facilita la unidad interna de las bases ideológicas, pues frente a un adversario común cualquier crítica interna se tacha de cómplice del complot, y desvía la atención de problemas reales como la desigualdad, la corrupción o el desempleo.
Hoy, la amplificación de este mecanismo encuentra un terreno fértil en las redes sociales. Los algoritmos favorecen el contenido emocional y alarmista, de manera que mensajes sobre conspiraciones sin pruebas concretas se viralizan con facilidad. La desinformación se expande antes de que pueda ser cuestionada, alimentando una espiral de desconfianza que acaba erosionando la propia capacidad de deliberación ciudadana. Cuando todo lo que ocurre se interpreta como maniobra de un poder oculto, el diálogo racional pierde sentido y las instituciones se ven amenazadas por quienes, amparándose en la sospecha generalizada, minan su legitimidad.
Frente a esta deriva, resulta imprescindible reclamar transparencia y concreción en el discurso público. Todo adversario real deja huellas: nombres, documentos, recursos. Exigir esos datos no es un capricho académico, sino una defensa de la democracia, pues sólo con información verificable puede el ciudadano discernir entre realidad y fantasía. Asimismo, fomentar la educación mediática y los espacios de encuentro plurales ayuda a reconstruir la confianza social. El desacuerdo, lejos de ser un síntoma de debilidad, es una pieza esencial del debate democrático: reconocerlo como tal y tratarlo con respeto es el antídoto contra la tentación autoritaria que acompaña al miedo a lo desconocido.
En última instancia, el “enemigo invisible” no es más que un fantasma que prospera en el vacío de la razón. Desenmascararlo requiere arrojarle luz, dialogar sin temor a la discrepancia y anclar el debate político en hechos contrastados. Sólo así dejaremos de alimentar fantasmas y podremos construir una sociedad capaz de enfrentar sus verdaderos desafíos, sin distracciones conspirativas.
El partido de Pedro Sánchez lleva cerca de un año apelando a ese “enemigo intangible”. El paralelismo con el franquismo no es exacto, pero el quitarse la responsabilidad de encima echando el fango sobre el contrario (real o imaginario), además apelando a hechos del pasado, no es más que la demostración de que el sanchismo en el PSOE está en sus estertores, por más que se escriba una carta diaria a la militancia, como un adolescente de los 80 al rollete del verano, redactada dentro o fuera de la sauna.