El término “sanchismo” alude al liderazgo de Pedro Sánchez y su influencia dentro del PSOE y la política española desde 2014. Tiene su origen en disputas internas en el PSOE, donde se distinguió del “susanismo”, aunque pronto fue acogido por la oposición como definición del estilo de poder del presidente. Se trata de un modelo personalista, donde Sánchez concentra poder, elimina cualquier tipo de voz crítica y define línea de partido en base al culto y el miedo.
El progresismo, como corriente política, se asienta sobre principios ideológicos claros: la ampliación de derechos civiles y sociales, la redistribución de la riqueza, la defensa de los servicios públicos y la construcción de un Estado que garantice igualdad de oportunidades. En España, estas ideas han tenido momentos clave: desde la Constitución de 1978, pasando por las reformas de Felipe González en los 80, hasta la ampliación de libertades y derechos bajo José Luis Rodríguez Zapatero, como el matrimonio igualitario o la Ley de Dependencia.
El sanchismo, en cambio, es un progresismo "de superficie", que utiliza el discurso de avances sociales pero lo combina con una lógica eminentemente táctica y pragmática. Pedro Sánchez ha impulsado leyes muy importantes, eso es innegable, pero en paralelo ha mostrado una flexibilidad extrema para modificar posturas y alianzas en función de la coyuntura política.
Este pragmatismo personalista se demuestra en pactos contradictorios a través de alianzas con partidos nacionalistas de derechas, independentistas y supremacistas que hace años el propio Sánchez había descartado. Por otro lado, el actual presidente del Gobierno de España ha dado giros estratégicos basados en cambios radicales de posición como, por ejemplo, el reconocimiento de la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental que rompía décadas de consenso y viola el derecho internacional. Lo mismo se puede decir de algunas de las leyes más emblemáticas de la presente legislatura como la Ley de Amnistía (que el propio Sánchez calificó como ilegal hasta que necesitó los votos de Junts) o la cesión de las competencias tributarias a Cataluña.
Además, la precariedad parlamentaria de sus gobiernos le ha obligado a hacer un intensivo uso del decreto-ley para intentar sortear bloqueos en las Cortes, algo que ha conseguido a veces. Por otro lado, Sánchez se ha visto obligado a incluir enmiendas en leyes que nada tenían que ver con el contenido de las mismas como, por ejemplo, la reclamación del independentismo y del supremacismo catalán de limitar la capacidad de elevar cuestiones prejudiciales al TJUE por parte de los jueces.
Los sanchistas radicales señalan que este pragmatismo es una virtud: en un Parlamento fragmentado y en un contexto internacional incierto, sostener la gobernabilidad exige flexibilidad, negociación constante y capacidad de adaptación. Hacer política no es defender dogmas, sino sacar adelante medidas posibles.
Sin embargo, más allá de la propaganda de la secta, la realidad indica que es precisamente este carácter adaptable el que lo convierte en la antítesis del progresismo: se diluye el proyecto ideológico a largo plazo, y las conquistas sociales se convierten en moneda de cambio para sostener el poder. No es progresismo, es sanchismo: un modelo que no busca transformar, sino resistir a costa de lo que haga falta, incluso de violar la ley.
Mientras el progresismo real propone un rumbo claro aunque requiera tiempo y confrontación, el sanchismo navega con brújula de corto plazo, moviéndose entre compromisos y rupturas según el cálculo político del momento.
Otra cosa es aplicar un pragmatismo político a la hora de cerrar pactos de gobierno con fuerzas ideológicamente diferentes, por ejemplo, una gran coalición con el Partido Popular, porque, en el escenario actual de polarización y atomización parlamentaria, lo que se busca es la estabilidad necesaria para llevar a grandes acuerdos de Estado. Evidentemente, con una coalición de este tipo hay que hacer cesiones, pero los ejemplos de otros países de la UE demuestran que se consigue más para la ciudadanía con este tipo de pactos de gobierno que con la negociación puntual con varias fuerzas políticas.
Uno de los reproches más persistentes al sanchismo es la percepción de un vacío ideológico en su núcleo. A diferencia de líderes progresistas históricos que construyeron un relato de país basado en convicciones, Pedro Sánchez ha demostrado con sus vaivenes que carece de un proyecto coherente más allá de la preservación del poder.
El sanchismo no se define por un marco ideológico sólido sino por una estrategia de supervivencia política. En lugar de avanzar hacia objetivos de largo plazo, se adapta al clima político de cada momento, aceptando alianzas o adoptando discursos que en etapas previas rechazaba con contundencia. Esto ha alimentado la narrativa de que no hay una hoja de ruta transformadora, sino una sucesión de maniobras tácticas.
En este contexto, otro elemento señalado es la centralización del liderazgo. Bajo Sánchez, el PSOE ha experimentado una concentración sin precedentes del poder en la figura del secretario general y presidente del Gobierno. La toma de decisiones estratégicas (desde cambios en el gabinete hasta giros en política exterior como el del Sáhara Occidental o la modificación unilateral de estatutos y reglamentos como elemento de blindaje) se realiza con escasa participación de órganos colegiados o barones territoriales, lo que ha generado tensiones internas.
Ejemplos de esta centralización incluyen el control férreo del partido. Tras la crisis interna de 2016, Sánchez rediseñó los estatutos del PSOE para reforzar el papel de la militancia en la elección del secretario general, pero en la práctica redujo el margen de los comités regionales en la toma de decisiones estratégicas. Por otro lado, está la selección personalista de ministros en carteras clave como Exteriores, Defensa o Transición Ecológica han respondido a un núcleo de confianza directa, no siempre a equilibrios internos. Es deplorable la implantación de una política de comunicación vertical en la que la Moncloa ha optado por controlar el relato con mensajes unificados, reduciendo la autonomía de portavoces ministeriales y del propio partido.
Esta centralización ha permitido al sanchismo mantenerse en pie en un ecosistema político extremadamente fragmentado. Pero, en realidad, ha erosionado la cultura deliberativa del PSOE y ha desplazado el debate ideológico a un segundo plano, dejando al partido como mero vehículo de un liderazgo personalista.
Fuentes internas del socialismo han advertido a Diario16+ que este modelo concentra importantes riesgos: sin un proyecto ideológico sólido que trascienda a la figura del líder, el partido queda expuesto a un vacío de dirección en caso de relevo. El PSOE es hoy Sánchez; sin Sánchez, “no sabemos en qué quedará”, afirman las mismas fuentes.
El sanchismo, lejos de ser una mera continuidad del progresismo histórico español, es su antítesis en varios aspectos clave. Si bien utiliza un lenguaje que se reivindica progresista (en lo social, en la defensa de derechos o en discursos contra la desigualdad), en la práctica despliega una agenda que choca con las raíces ideológicas del progresismo tradicional.
En primer lugar, el progresismo clásico ha estado marcado por un compromiso profundo con la transformación social estructural: desde la redistribución económica, la ampliación de derechos civiles y sociales, hasta la democratización del acceso a servicios públicos. Esta agenda se sostiene en un relato de justicia social que no solo reclama cambios superficiales, sino que aspira a reformar las bases económicas y culturales que generan desigualdad.
Por contraste, el sanchismo se caracteriza por un pragmatismo centrado en la gestión y la gobernabilidad más que en la transformación radical. Así, la política se convierte en un ejercicio de equilibrio entre fuerzas diversas, donde el énfasis está en la estabilidad y la supervivencia política, no en romper con el statu quo.
Este enfoque pragmático conduce a una renuncia implícita a la ruptura con el modelo neoliberal que, aunque es cuestionado, no es enfrentado con voluntad de cambio profundo. Por ejemplo, el sanchismo ha mantenido muchas de las políticas económicas de austeridad y flexibilización del mercado laboral, adoptadas por gobiernos anteriores, evitando reformas estructurales que podrían chocar con intereses económicos poderosos. En este sentido, el sanchismo actúa como un muro de contención frente a demandas progresistas básicas planteadas desde el PSOE no abducido.
En segundo lugar, el progresismo tradicionalmente ha defendido un fuerte protagonismo de la participación social y los movimientos ciudadanos como motores del cambio político. La democratización interna, la pluralidad y la horizontalidad son valores centrales. Sin embargo, el sanchismo se muestra más propenso a la centralización y personalización del poder, que reduce los espacios de participación colectiva y debate ideológico dentro del partido y del gobierno.
Esto tiene como consecuencia una cierta desactivación de los espacios de movilización social autónoma y una mayor burocratización del cambio, que vacía el progresismo de su energía transformadora. En lugar de promover una renovación constante desde abajo, el sanchismo apuesta por la consolidación de su base de poder a través de alianzas tácticas y un control estricto del relato político.
Finalmente, el sanchismo representa una forma de “progresismo light” o progresismo a medias, que asume algunos símbolos y conquistas sociales pero evita confrontar las desigualdades estructurales que sostienen esas discriminaciones en un plano más amplio. No hay más que ver los datos oficiales de pobreza y desigualdad. Este enfoque genera tensiones dentro del espectro progresista, que lo critican por ser insuficiente, por diluir las reivindicaciones en la gestión cotidiana y por evitar las disputas de fondo.
En resumen, el sanchismo se configura como la antítesis del progresismo porque, bajo la apariencia de modernidad y defensa de derechos, prioriza la consolidación política y un pragmatismo gubernamental que solo tiene como objetivo el propio líder, no el bien común.