El cierre en falso del 'caso emérito' causa un daño irreparable a la democracia española

24 de Noviembre de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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El rey emérito, Juan Carlos I, en una imagen de archivo.

Fiscalía cierra todas las causas contra Juan Carlos I y el rey emérito ya sueña con regresar a España. El decreto de archivo está firmado, solo quedan por despachar unos pocos flecos, mayormente la documentación que llegue de la Justicia deSuiza, donde el fiscal Yves Bertossa no tira la toalla y sigue indagando en el patrimonio oculto del monarca español. La consigna en el Tribunal Supremo parece clara: pasar página cuanto antes a este espinoso asunto, ya que si se sobrepasa el límite del 17 de diciembre (fecha de vencimiento de la investigación) se prorrogarían las diligencias tal como marca la ley. Y ese escenario no le interesa a nadie: ni a Zarzuela, ni al Gobierno de Pedro Sánchez que empieza a sentir el desgaste que le ocasionan los sucesivos escándalos del emérito ni por supuesto a la propia Justicia, que no quiere ni oír hablar de un tema que quema en las manos como una patata caliente.

El rey emérito se ha convertido en un problema para todos y nadie quiere alargar su causa ni un minuto más. El decreto de archivo está preparado y el eje central de la resolución, la idea fuerza para dar carpetazo a las diligencias, no podía ser otra que la sacrosanta inviolabilidad del rey recogida en la Constitución del 78, además de la prescripción y las dos regularizaciones tributarias a las que se acogió in extremis el monarca. A cualquier contribuyente cazado en hechos tan graves como el traspaso de 65 millones de euros, la ocultación de impuestos a Hacienda y la creación de sociedades offshore en paraísos fiscales se le habría abierto un proceso penal y habría terminado respondiendo en el banquillo de los acusados por graves delitos tributarios y contra la Administración Pública. Finalmente, esto no va a ser posible, en primer lugar porque la Fiscalía ha optado por una interpretación restrictiva de la inviolabilidad regia –la misma versión medieval y sin sentido que dicta que si mañana el rey emérito comete cualquier tipo de delito no podrá ser juzgado como un ciudadano más– y en segundo término porque los dos grandes partidos, PSOE y PP, dejándose arrastrar por un injustificado respeto reverencial a la figura del ex jefe del Estado, han cerrado la puerta a cualquier tipo de comisión de investigación contra Juan Carlos I.

De esta manera, la histórica decisión de archivar el sumario contra el rey emérito será ejecutada por dos hombres: el teniente fiscal del Tribunal Supremo, Juan Ignacio Campos, y el fiscal jefe de la Fiscalía Anticorrupción, Alejandro Luzón. Lógicamente, la polémica decisión también salpicará a la fiscal general del Estado, Dolores Delgado, responsable última del desastre judicial. Sobre esta tríada, como funcionarios del Estado encargados del caso, recaerá el peso de la historia y la responsabilidad de haber cerrado en falso la investigación, ya que había indicios más que suficientes para sospechar que existe más material sensible en las cuentas del contribuyente defraudador. Las revelaciones de Corinna Larsen al comisario Villarejo son solo la punta del iceberg, peccata minuta, como suele decirse coloquialmente, teniendo en cuenta que prestigiosas publicaciones como Forbes o The York Times han cifrado el patrimonio total de Juan Carlos en más de 2.000 millones de euros. Lo lógico en cualquier democracia avanzada habría sido indagar hasta las últimas consecuencias en esas propiedades, en el dinero negro, en las cuentas opacas, en los testaferros, en las presuntas comisiones, en las sociedades instrumentales y en la evasión de capital. En definitiva, seguir hasta el final el rastro del dinero, como suele hacerse en estos casos de delitos contra la Hacienda pública. Nada de eso va a hacerse para bochorno de nuestra democracia y daño irreparable a la credibilidad de nuestras instituciones.

Una vez más, España queda a la altura de una república bananera (en este caso monarquía bananera), un país donde sus gobernantes hacen y deshacen a su antojo y donde la Justicia no es igual para todos, quebrando el principio de igualdad, pilar fundamental de nuestro ordenamiento jurídico. A los españoles les queda la amarga sensación de que no ha habido voluntad política ni coraje suficiente para aclarar tan triste episodio y lo que es todavía peor: les queda la constatación de que la Justicia española es una farsa y de que otros poderes fácticos en la sombra son quienes mueven realmente los hilos. O sea, que de alguna manera no hemos avanzado nada en ese aspecto respecto a los tiempos del franquismo, cuando el dictador se comportaba como un dios omnipotente que estaba por encima del bien y del mal, por encima del pueblo, por encima de la ley.

Despejado el caso, debidamente afinado el asunto en la Fiscalía, al escándalo del rey emérito ya solo le queda una incógnita por despejar: saber cuándo va a retornar del exilio el monarca abdicado. Por todo Madrid corren rumores de que el monarca espera regresar a casa por Navidad, como el personaje aquel de los anuncios de turrones, y aquí paz y después gloria. El problema es que habrá un antes y un después tras esta turbia historia de amantes y espías, de lujo y despilfarro, de maletines y dinero negro en paraísos exóticos. Ya nada será lo mismo en este país. La monarquía sale seriamente tocada, no ya por la presunta responsabilidad del patriarca de la Transición sino por la parte que le toca al sucesor Felipe VI, que pese a haberle colocado un cordón sanitario al padre, haber roto con su herencia maldita y haber acordado su exilio en los palacios de Abu Dabi, no ha hecho lo suficiente para poner luz, taquígrafos y máxima transparencia a lo que ha ocurrido aquí. El caso emérito se cierra sin que se sepa toda la verdad. Probablemente la imagen de la Casa Real, tocada hoy, se recuperará con el tiempo. Históricamente, este país siempre fue así: un reino de súbditos que lo perdonan todo, un pueblo aquejado de una extraña mansedumbre o síndrome de Estocolmo que le lleva a tragar con casi cualquier cosa. Hasta con un rey como Juan Carlos I que estuvo tomándole el pelo durante cuarenta años.

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