El conflicto del Sáhara Occidental no puede ser endosado exclusivamente a un régimen franquista que no supo hacer una descolonización humanamente razonable. Ninguno de los sucesivos gobiernos de la democracia ha sabido gestionar la patata caliente. Los gabinetes socialistas se han movido entre el reconocimiento de los derechos de los saharauis (con la boca pequeña), y una ambigüedad calculada para no molestar al supuesto socio marroquí. La derecha del Partido Popular, por su parte, ha tratado el asunto con indiferencia o como una cuestión menor del pasado que ya no le incumbe a nuestro país.
Es un hecho probado que el rey Juan Carlos utilizó el asunto del Sáhara como moneda de cambio para asentar su reinado y mantener lazos de buena vecindad con el siempre incómodo vecino Marruecos. A partir de ahí, las relaciones entre el monarca español y Hassan II siempre fueron excelentes (Juan Carlos se refería a su homólogo como su “hermano”) y la cooperación económica y comercial fundamental. No obstante, el juego de las apariencias, las delegaciones empresariales y viajes de negocios, las cenas de gala y las reuniones en la cumbre entre ambas casas reales no han podido ocultar el tumor latente que supone el Sáhara Occidental. Más allá del postureo diplomático, lo único cierto es que con el tiempo el problema saharaui, lejos de resolverse, se ha convertido en tabú para todos los gobiernos que se han ido sucediendo en democracia desde 1977. Así, Adolfo Suárez defendió el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui, pero circunstancias obvias le impidieron llegar más allá (obviamente el ruido de sables y un golpe de Estado como el del 23F le obligaron a aparcar cualquier asunto internacional).
Felipe González, por su parte, creó grandes expectativas de resolución del conflicto, incluso llegó a viajar a los campamentos de refugiados saharauis, donde arengó a aquellas gentes desesperadas de esta manera: “Sentimos vergüenza de que el Gobierno de España no haya solo hecho una mala colonización sino una peor descolonización, entregando el territorio en manos de gobiernos reaccionarios como los de Marruecos y Mauritania. Sabemos que vuestra experiencia es la de haber recibido muchas promesas nunca cumplidas. No prometeros algo sino comprometerme con la historia. Nuestro partido estará con vosotros hasta la victoria final”. Hoy todo el mundo sabe que Felipe regresó a Madrid y aquello quedó en poco más que unas hermosas palabras. España entró en la OTAN y en Europa, se estrecharon lazos de amistad con Estados Unidos y de nuevo nos olvidamos de aquellos pobres españoles abandonados a su suerte en algún lugar del desierto. Quizá sea por eso que a Felipe González los saharauis lo recuerdan como el gran traidor de toda esta historia.
Sáhara y plan Baker
Aunque formalmente siguió defendiendo el referéndum de autodeterminación, José María Aznar tampoco resolvió nada, es más, dejó el conflicto en barbecho o en segundo plano. Es bien conocida la pasión anglófila del presidente popular (se volcó en el Eje Atlántico, hizo seguidismo de la política de Washington y metió a España en una guerra ilegal contra Irak) de tal manera que todo lo que oliese a África y a musulmán le producía cierta urticaria. Así que Aznar continuó con la larga tradición de hacer la vista la gorda en el Sáhara Occidental. Para los anales de la historia quedará su mítica frase “ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre este asunto” cuando un periodista le preguntó en 2003 sobre el plan Baker (hoy muerto y enterrado) que ofrecía a los saharauis una primera fase de autonomía dentro del estado marroquí antes de llegar al polémico referéndum en el plazo de unos años. Por lo visto, España seguía lavándose las manos.
De Mariano Rajoy poco más cabe decir salvo que siguió contemporizando con la patata caliente del desierto
Paradójicamente, superado el aznarismo, un líder progresista y amante de las reformas como José Luis Rodríguez Zapatero fue quizá el más conservador en todo este asunto del protectorado, ya que por momentos pidió a los saharauis que se olvidaran de la consulta popular y les invitó a adoptar “fórmulas imaginativas” para resolver el viejo conflicto. La posición provocó la inmediata y airada respuesta del Frente Polisario, que exigió una rectificación inmediata. Otro conflicto que añadir a la larga lista de despropósitos de la diplomacia española.
De Mariano Rajoy poco más cabe decir salvo que siguió contemporizando con la patata caliente del desierto. En cierta manera es lógico, no pasará a la historia el gallego como un hombre audaz en la resolución de problemas y conflictos internacionales.
Y así hemos llegado hasta nuestros días. Pedro Sánchez ha recibido una herencia envenenada, como se ha podido comprobar cuando la ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, autorizaba la polémica hospitalización de BrahimGhali, una decisión que casi nos cuesta una guerra con Marruecos. De nada ha servido que un hombre de izquierdas como el hoy dimitido vicepresidente segundo Pablo Iglesias insistiera una y otra vez en la necesidad de celebrar un referéndum de autodeterminación en aplicación de las resoluciones de la ONU.
Todo sigue igual que siempre o quizá algo peor, ya que las derechas (PP y Vox) han iniciado una de sus feroces campañas contra Sánchez acusándole de haber generado una crisis diplomática con Marruecos por haberse puesto de lado del Frente Polisario. En realidad, las bravuconadas patrioteras de Pablo Casado y Santiago Abascal forman parte de la habitual demagogia y postureo de los partidos conservadores españoles, ya que hasta el rey Felipe VI, nada sospechoso de rojo podemita, reclamó hace cinco años, durante su intervención ante la 71ª Sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas, el derecho a la autodeterminación del Sáhara Occidental. Una vez más, el bloque PP/Vox queda en evidencia.