“La nazificación de las clases superiores de la sociedad francesa era un hecho incuestionable”. Lo advirtió el gran escritor y periodista Manuel Chaves Nogales cuando los fascismos arreciaban con fuerza en Europa poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Hoy las palabras del intelectual sevillano que vivió el trauma del exilio vuelven a sonar más premonitorias que nunca y con una vigencia que aterra.
Las ajustadas elecciones celebradas ayer en Francia vuelven a hacer saltar todas las alarmas ante el imparable proceso de nazificación del viejo continente. Macron consigue salvar los muebles, es cierto, pero queda pendiente una segunda vuelta que promete ser de infarto y que podría darle el poder, finalmente, a Marine Le Pen. Tal escenario supondría una auténtica catástrofe para las democracias occidentales. Si tenemos en cuenta que los ultras lepenistas son profundamente euroescépticos y que sueñan con destruir Europa tal como fue concebida en el Tratado de París de 1951, resulta evidente el tamaño de la avería a la que nos enfrentamos.
Pero no solo el proyecto de unidad europea se vería seriamente amenazado. Con Le Pen en el Palacio del Elíseo los valores del republicanismo francés –liberté, égalité, fraternité–, también estarían en peligro. Los ultranacionalistas franceses aman la liberté siempre y cuando sea la suya, es decir, su libertad hedonista por encima del bien común y del Estado (cayetanismo o ayusismo libertario a la parisina); creen en la égalité siempre que mantenga intactos los privilegios de las clases altas (sienten alergia al reparto de la riqueza); y en cuanto a la fraternité la consideran un vestigio del pasado, o sea nada de confraternizar con otras razas y otros pueblos (odian al inmigrante que recala en Francia para contaminar la pureza de la sangre carolingia).
Todo eso, ni más ni menos, es lo que está en juego en las elecciones francesas, que son las elecciones de cada uno de nosotros. Lo que salga de las urnas gabachas nos afectará directamente a este lado de los Pirineos. Si gana Macron, el proyecto de construcción de la UE continuará renqueante durante algún tiempo más, quizá no demasiado, ya que el nuevo fascismo globalizador es una apisonadora que trabaja a largo plazo y que, más tarde o más temprano, terminará haciéndose realidad. Por su parte, si el actual presidente de la República cae derrotado en los comicios, la historia habrá llegado a un nuevo punto de inflexión, la Unión Europea se disolverá sin remedio y volveremos a los nacionalismos y a las fronteras de los viejos estados de antaño, una senda hacia futuros conflictos territoriales.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial el viejo continente ha vivido su mayor período de paz y prosperidad gracias a la utópica idea de una Europa unida. Aunque solo sea por eso, porque los europeos hemos sabido construir un marco de convivencia y armonía, la historia de la UE debe considerarse una historia de éxito. Cuestión distinta es que haya conseguido el objetivo de alcanzar unos mínimos de reparto de riqueza y de igualdad social, que obviamente no lo ha logrado. La Europa de hoy ha devenido en una superestructura bancaria, financiera, bursátil, y en esa frustración de las clases más humildes que se sienten estafadas por el establishment o élites de Bruselas anida el gran fracaso del proyecto. Las últimas revueltas de los “chalecos amarillos” (un auténtico terremoto político y social que ha estado a punto de llevarse por delante el Gobierno Macron y que ha tenido su réplica en España con la reciente huelga de transportistas) demuestran que el motor de la gran locomotora europea ha gripado tras demasiados años de directivas sistemáticamente incumplidas, implacables hombres de negro, burocracia inútil, casta de funcionarios alejados de los problemas de la gente, injusticias, corrupción, recortes y políticas neoliberales que solo han traído sufrimiento a los trabajadores. Todo ese descontento social está siendo rentabilizado por la extrema derecha de Le Pen, que resurge con fuerza para enarbolar la bandera del odio contra la democracia liberal, tal como ya ocurrió en los años 30 del pasado siglo en un extraño déjà vu que los historiadores no saben explicar.
Europa contiene la respiración ante la dramática encrucijada. Ayer por la tarde, mientras se llevaba a cabo el recuento de votos, el pánico se desataba en París cuando parecía que la pesadilla se hacía realidad y Le Pen estaba a punto de darle el sorpasso a Macron, último bastión de la democracia liberal. Finalmente, un 27,6 por ciento de los franceses dieron su confianza al líder centrista, que logra resistir la embestida de la Agrupación Nacional lepenista con un 23,41 por ciento (los mejores resultados de toda su historia). Anne Hidalgo, la candidata socialista, ni siquiera llega al 2 por ciento de los sufragios, lo que da una idea de la dimensión de la crisis que vive el socialismo al borde de la extinción. A última hora de la noche, los franceses se frotaban los ojos ante el hecho de que Le Pen, una ferviente admiradora de Putin que ha recibido del Kremlin fuertes sumas de dinero para financiar a su partido, se haya colocado a menos de cinco puntos de ganar las elecciones, a menos de cinco pasos de convertir Francia en un país ultranacionalista, autoritario y antidemocrático nostálgico del régimen de Vichy. El país con el que siempre ha soñado Putin. Si el mariscal Pétain fue un ferviente admirador de Hitler y tragó con convertirse en un gobierno títere del Tercer Reich, Marine Le Pen admira al sátrapa de Moscú y cualquier día abre las puertas de París a los generales rusos para que se fotografíen con jactancia bajo la Torre Eiffel, tal como hicieron los nazis.
Con todo, llama poderosamente la atención que, en plena guerra de Ucrania y con las imágenes del genocidio bombardeando en directo los hogares europeos, casi uno de cada cuatro franceses haya apostado por una dirigente putinesca que pretende romper Europa e instaurar un régimen cuasifascista y autócrata a la manera del ruso. Sin duda, estamos ante una gran victoria de Putin, que ha empezado a ganar su guerra vintage por el frente galo. Una invasión silenciosa que se propaga desde Varsovia hasta Algeciras con el arma más mortífera que existe: la idea del odio. Conquistando Francia se conquista Europa; partiendo Francia en dos (demócratas y autoritarios) se domina todo el continente. La propaganda negacionista, los hackers del Kremlin y el cáncer del bulo han terminado por dar una gran victoria al pequeño zar, que con Le Pen en el poder podría poner a salvo las propiedades de sus oligarcas de confianza y su preciado gas con el que asfixia a Alemania.
“Nada que venga de Francia puede ser bueno”, decía Otto von Bismarck. A España ya está llegando la ola neonazi que nos invade (véase el infame Gobierno de coalición PP/Vox de Castilla y León). Ahora, el futuro de Francia y de Europa está en manos de los votantes de Jean-Luc Mélenchon, el candidato antisistema de la izquierda, y de los abstencionistas. La segunda vuelta promete ser un auténtico drama para el país vecino y Macron, en un llamamiento desesperado como no se veía desde los discursos de Charles de Gaulle, pide el voto a todos los demócratas de bien, tanto de izquierdas como de derechas, para que se unan frente a los totalitarios. O sea, toque a degüello, movilización general de la población contra el fascismo y urgente cordón sanitario. Lamentablemente, todas las medidas profilácticas llegan demasiado tarde; una vez más, la democracia dejó que creciera la serpiente y la historia se repite. Putin y sus sucursales autoritarias infiltradas en el sistema hacen temblar los cimientos de la vieja Europa. La guerra híbrida ha comenzado y ni siquiera nos hemos dado cuenta.