El fracaso de la inmersión lingüística (segunda parte)

24 de Diciembre de 2020
Actualizado el 02 de julio de 2024
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El anterior artículo tratamos el ámbito político, en este trataremos el social, viendo que es casi imposible desligarlo del anterior.

Veamos la reciente sentencia del TSJC exigiendo un 25% de escolarización en castellano en Cataluña. La sentencia tiene una pátina de ámbito social (o de defensa dentro de este ámbito). Fíjense, en el segundo antecedente de la sentencia (cuando habla de en qué se fundamenta la demanda) hace referencia a <<teniéndose que considerar ya normalizado el uso del catalán>>. Recuerden el anterior artículo, cuando diferenciábamos del “capital” lingüístico (un 95% entienden y pueden hablar el catalán) de su “uso” (nos vamos al 36%). Tal sentencia considera que el “uso” del catalán está normalizado y que el castellano corre el riesgo de ser residual (¡!). La demanda, por cierto, la interpone el Ministerio de Educación español, representado por la Abogacía del Estado (tema que daría para otro artículo). Vemos pues que Estado español y judicatura se preocupan por el uso social del castellano, y está muy bien, aunque vistas las estadísticas del uso del catalán, ello está muy bien si son partidarios del “arriba España”; pero si son partidarios de un Estado multicultural y multinacional de una manera efectiva, les debería preocupar. Que el nivel de conocimiento y comprensión del castellano, por parte de los estudiantes catalanes, sea parejo al del resto del Estado, supongo que es irrelevante. Ambos, Ministerio (Estado) y judicatura, hacen política con la lengua, una política que no tiene en cuenta ni la sociedad catalana ni el uso de la lengua a nivel social; es decir, el pan de cada día.

No hay que olvidar una pequeña anécdota: el sistema de inmersión lingüística viene propiciado por la reivindicación, en su momento, de la emigración del sur de España en Cataluña. La idea que rondaba las cabezas de la derecha catalana era segregar por idioma, y partió de Santa Coloma de Gramenet (eminentemente emigrantes del sur de España) la reivindicación que a sus hijos se les enseñase el catalán. La idea fue acogida con un consenso pocas veces visto en el Parlament (sólo un voto en contra si no yerro). Un servidor, que trabajó durante unos cuantos años en el barrio de Llefià, pudo comprobar una cosa: si bien casi el 100% de la lengua vehicular era el castellano, si les hablabas en catalán, el

impedimento de mantener esta lengua no era una cuestión ni política ni identitaria, sino la “sensación” de que lo hablaban tan mal que desmerecían la lengua, una cierta “vergüenza”. Esta razón, más bien psicológica, es de ámbito más social que político. Campañas de “hablar bien el catalán”, pueden llegar a ser contraproducentes con la realidad (¡la realidad!) de la población del país.

Recalcar que, aún con el embate de Ciudadanos y el PP, apenas unas decenas de familias en toda Cataluña habían reclamado la educación en castellano. Añadan que, como las cifras demuestran, el “uso” del catalán no está “normalizado”. Como colofón, si el catalán fuera considerada una lengua perteneciente al Estado, este se preocuparía por ella igual que del castellano. ¿La Abogacía del Estado le pediría a la justicia, entonces, que exigiera a Telecinco, Antena3, La Cope, La Sexta, y un larguísimo etcétera, un 25% de contenidos en catalán en sus emisiones en Cataluña? Y al cine. A las ediciones catalanas de El Mundo, La Razón, el ABC... vale, se me ha ido la mano, disculpen. Pero todo esto es política y, un servidor, piensa que ese 25% ni debilita ni lo contrario el uso del catalán, y ni debilita ni refuerza el castellano. Todo pura política y un triunfo para los intentos de enfrentamiento de Ciudadanos y PP (por intereses ajenos a Cataluña).

Creo que fue Quim Monzó quien criticaba una cierta apatía respecto a la lengua. Con su característico estilo criticaba aquellos que pensaban que la lengua desaparecería de golpe: el 8 de noviembre del año tal, a las 13:26, el catalán morirá. Y que, mientras tanto, como si nada. Tal falsedad, sumándole el espejismo del catalán en las aulas (no en los patios, que se rigen por la ley del mercado) o en TV3 y otros medios, y la salvaguarda de la Generalitat, hacen creer que todo ello es suficiente para salvaguardar la lengua. Pero no es así. Como casi todo, al final, quien tiene el poder de cambiar la sociedad es el propio pueblo. Y, como casi con todo, son la desidia y la comodidad del pueblo los ques permiten que las cosas no cambien. El gran culpable (no el único) del desuso del catalán, son los propios catalanes. Ahí la Generalitat no puede hacer mucho (tampoco los poetas), pues gran parte de la población catalana se nutre de medios a los que ésta no puede acceder. La única manera, la única, es convertir el catalán en una lengua útil de consumo social, y ello empieza en la cola del autobús, el ascensor o la pescadería. Que quien venga a leer el contador de la luz sea, por ejemplo, de origen latino, no implica que no entienda el catalán y le hablemos, ya de

entrada, en castellano, pues creerá que el catalán queda reducido a nuestro ámbito doméstico cuando cerremos la puerta de casa. Así lo hemos hecho durante todos los años de democracia (antes, es otra historia), señalando el imperialismo del Estado España como el culpable, que lo es en parte, sí, pero no el único: el mayor culpable somos nosotros. Y, en este sentido y entendido simplemente como un descalificativo, es más “provinciano” renunciar a tu lengua y pasar a la mayoritaria que mantener la propia. Que muchos catalanes, en aras de querer ser cosmopolitas, en el fondo caen en ese provincianismo.

Históricamente, el Estado España siempre ha intentado arrinconar la lengua catalana. El Estado no ha tenido nunca duda que es la lengua quien vertebra una sociedad que no quiere ser vasalla de la élite capitalina. Si Pujol decía que es catalán todo aquél que vive y trabaja en Cataluña (y esto es cierto, pero en el ámbito político), si se pierde la lengua catalana, considerarse catalán perderá gran parte de su razón de ser. Esto es lo que siempre se ha perseguido. Y, si bien la estrategia de la imposición y de la prohibición (desde Felipe V a Franco) se ha amortiguado (no desaparecido, como señala la prohibición del catalán en el Congreso y la continua interferencia de los jueces en política), hay que reconocer que ya no es tan necesaria: los catalanes nos lo hacemos solitos.

No obstante, uno es del parecer que la salvaguarda de la lengua catalana no está directamente relacionada con la independencia política. Más bien con la social. Es decir, como sociedad contemporánea, la catalana no es distinta de la francesa o española: indolente y cómoda, deseando que cualquier derecho o reivindicación se la traigan a casa con Amazon Prime. Y cada vez que, en la cotidianidad, los catalanes renunciamos al catalán, damos un paso más hacia su desaparición. Algo que ni al Estado o a su Ministerio de Educación, por boca de la Abogacía del Estado, le importa mucho. Claro, porque no es su lengua. Aparte de parafernalias constitucionales de una indudable corrección política, el catalán es la lengua de ese incordio del noroeste.

¿Por qué uno piensa que la reivindicación independentista no es una solución en el ámbito de la lengua? Siguiendo a Bourdieu, Saussure y otros, fíjense: <<el sistema escolar cumple una función determinante: fabricar similitudes de donde se deriva esa comunidad de conciencia que constituye el cemento de la nación>>. Aquí tenemos el quid político, la

lectura que se hace tanto desde la Generalitat como desde el Estado (con intereses opuestos). Pero permítanme que no entremos a valorar lo que significa esta frase y tantas teorías parecidas: uno se atreve a decir que esto está desfasado en el siglo XXI, que es anacrónico y que la muestra es el caso de la cultura catalana. Antaño, la única fuerza de poder de un pueblo (refiriéndome desde a una clase social o cultura oprimida) se ceñía a la hoz, una barricada o una huelga sostenida y mayoritaria como muestras de la toma de una conciencia colectiva y los derechos que se derivaban (exactamente, la “ausencia” de éstos). Pero este paradigma cambia cuando las personas no relacionan su calidad de vida respecto a lo que poseen o no, sino a lo que adquieren o no. Pocos despojados a nivel mayoritario (condición necesaria para la hoz, barricada o huelga) hay: siempre algo se puede consumir. Si la máxima aspiración es comprar una tele plana en el Mediamarkt para pasar las horas, o las ofertas de Zara o H&M, todo el mundo siempre puede tener algo mañana (es decir, algo que perder), y cualquier revolución puede esperar.

Lo anterior no es pura demagogia: imaginen, por un momento, una reivindicación cualquiera que se anteponga de una manera “efectiva” a la comodidad e indolencia que suponen ese afán de consumo. Con la tecnología de comunicación de hoy en día, con sus espacios y recovecos y canales posibles, se tambalearía todo el sistema en apenas unos días. ¿Ilusorio? Solamente los que conozcan de qué va, recuerden la fuerza de una simple app de Telegram con el canal de Tsunami Democràtic. Al final, no se acabó de utilizar, de acuerdo, pero muchos vislumbraron la autonomía que se podía tener respecto a las esferas de poder. La cuestión es puramente económica: ¿hasta qué está dispuesta la gente a renunciar por algo que piensa que cree? O que le gusta hacer ver que cree. Porque, al fin y al cabo, lo que queremos no es lo que deseamos, sino lo que acabamos haciendo. Lejos del almohadón, queda lo que se construye.

Según Bordieu, y ya para acabar, lo propio de la dominación simbólica consiste, por quien la sufre, en una actitud que desafía la alternativa libertad versus coerción: las “elecciones” (por ejemplo, qué lengua usar) se realizan inconscientemente al margen de toda coacción. Si el 95% de catalanes entienden la lengua catalana, hay un número elevadísimo de personas que, en lo cotidiano, “fingen” no entender, para así dirigir el intercambio lingüístico al castellano. Este “fingimiento” es una admisible presión aceptada por toda la sociedad,

sobreponiéndose a cualquier tipo de relación (laboral, amistad, servicios, etcétera). De la misma manera que todo el mundo habla de proteger el comercio de proximidad mientras hacen cola en la entrada de Zara a por su jersey de 10 euros, la mayoría de catalanes condenamos el catalán al ostracismo mientras nos escandalizamos que un 25% de clases se impartan en castellano (otra cosa es la injerencia de la judicatura, impelida por el Estado, en política). Tal vez, el pueblo deberíamos empezar a usarla con naturalidad, como una moneda de cambio. Y, los políticos catalanes, tal vez deberían negarse a usar una lengua que no es la propia en el Congreso, por mucho que les cierren el micrófono cada vez. Total, para el caso que les hacen si no es para negociar algo puntual...

*** Datos estadísticos en: https://www.idescat.cat/tema/cultu

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