El mundo va camino de convertirse en propiedad privada de unas cuantas empresas tecnológicas. Google, Amazon, Apple, Facebook, Microsoft son los nombres de los nuevos portaaviones de la economía mundial. Nunca antes a lo largo de la historia se había producido un proceso de concentración del capitalismo en tan pocas manos. Si Marx dijo aquello de que todos, hombres, mujeres y niños, son meros instrumentos de trabajo, ahora podemos decir que nos hemos convertido en simples agentes, factores o inputs del consumo frenético y desbocado.
Bien mediante la venta on line, con repartidores que patean las calles al trote cochinero o con drones capaces de llegar hasta el último rincón de la Tierra, una compañía como Amazon se ha hecho con el comercio mundial y ya coloca cualquier cosa, desde un tornillo hasta una mansión en Miami, en cualquier lugar del orbe y en apenas unos minutos. Tiendas de alimentación, seguros, empresas automovilísticas, cine, música, entretenimiento, banca, inmobiliarias, todo lleva ya el sello y logotipo de la sonrisita, esa mueca inquietante y burlona impresa en la caja de cartón que llega a nuestras casas cada vez con mayor frecuencia.
Y lo más cursioso es que nunca faltan existencias en el almacén. Si algo escasea se fabrica con una impresora láser y a seguir vendiendo como si tal cosa. Otra cuestión es que el producto sea de calidad y no se acabe rompiendo nada más sacarlo y desenvolverlo del paquete, consumándose el timo de la estampita digital, santo y seña de la nueva economía mundial. Así funciona la adulterada y fingida cadena tayloriana construida por los cuatro magnates iluminados que supieron ver el futuro para hacerse ricos antes que nadie.
Filósofos y economistas advirtieron hace tiempo de lo que estaba por venir. José Luis Sampedro, por ejemplo, creía que el sistema de vida occidental había tocado a su fin por propio agotamiento y por el resurgir de un modelo desquiciado e injusto que acapara la riqueza y esquilma los limitados recursos del planeta. Ahora vemos que fue exactamente al contrario, ya que lejos de inmolarse y autodestruirse, el sistema se transforma con una capacidad biológica asombrosa. El capitalismo es un monstruo voraz que cuanto más agonizante parece mejor muta, con una precisión y una adaptación al medio deslumbrante.
Lógicamente, este modelo productivo tiene consecuencias políticas. Oligopolios, poderosísimos grupos financieros, control de los gobiernos, corrupción y liquidación de las democracias tal como hoy las conocemos. El nuevo orden económico mundial es el caldo de cultivo perfecto para que aparezcan los neototalitarismos, ya que a fin de cuentas el fascismo no deja de ser capitalismo en degradación. Así las cosas, las dictaduras políticas pronto serán sustituidas por la gran dictadura de las compañías tecnológicas, haciéndose realidad la profecía orwelliana del Gran Hermano.
Ahora, tras años de indiferencia y señales desatendidas, los países occidentales empiezan a tomar conciencia de la grave amenaza que se cierne sobre nosotros. Hace solo unos días, el G7 (Estados Unidos, Japón, Francia, Alemania, Canadá, Italia y Reino Unido) lograba un “histórico” acuerdo para establecer un impuesto del 15 por ciento a las multinacionales. También la UE parece dispuesta a meter en cintura a estos tiranosaurios de la economía moderna que se lo meriendan todo con un apetito insaciable.
Tecnológicas y beneficios
Los gobiernos de las democracias liberales por fin han caído en la cuenta de que las corporaciones faraónicas estaban ganando cantidades monstruosas sin pagar un solo céntimo en impuestos, con el consiguiente perjuicio al Estado de bienestar. Solo un dato basta para comprobar la magnitud del problema al que nos enfrentamos: el pasado año, en medio de la pandemia, las compañías Apple, Amazon, Google y Facebook pagaron sólo 22 millones de dólares a Hacienda cuando entre los cuatro gigantes mueven cantidades astronómicas. Ahí va el ranking de los beneficios (y de la vergüenza): Google, 11.247 millones de dólares de ganancias; Facebook, 17.927; Apple, 57.411; Microsoft, 13.893; y Amazon, 14.109 millones de dólares.
No está demasiado lejos el día que los bancos sean engullidos por la empresa de la sonrisa feliz y nuestro dinero acabe en remotos lugares
Con estas cifras, lo lógico era que saltaran todas las alarmas en las cancillerías occidentales, ya que una empresa que gana ese manantial de dinero y no contribuye al fisco (porque es capaz de fijar su sede oficial en un paraíso fiscal, porque se lo permiten o porque no le da la gana) se acaba convirtiendo en un estado dentro de otro estado, con el peligro que ello conlleva. Si hoy estas galaxias superdevoradoras de la economía digital son capaces de pasarse la ley tributaria por el forro de sus caprichos, mañana podrán cambiar a su antojo a reyes y presidentes, fijar sus propias normas de competencia y proclamar la dictadura Amazon, que en realidad es hacia donde nos dirigimos. Precisamente la empresa de Jeff Bezos, el magnate del comercio electrónico, extiende hoy sus tentáculos por todos los sectores industriales y es capaz de plantar cara incluso a las entidades financieras más poderosas. No está demasiado lejos el día que los bancos sean engullidos por la empresa de la sonrisa feliz y nuestro dinero se esfume y acabe a buen recaudo en algún lugar desconocido del planeta.
Uno de esos avispados del mundo virtual, Elon Musk, gigante de las telecomunicaciones y cofundador de Paypal y SpaceX, entre otras firmas, acumula una fortuna personal de 187.000 millones de dólares, lo que lo convierte en la persona más rica del planeta, según la revista Forbes. Tiene tanto dinero, está tan podridamente forrado, que su reino no es de este mundo y el hombre ya está pensando en enviar turistas al espacio y en construir hoteles en la Luna. Así se entretienen los potentados de hoy, a quienes jugar al golf ya no les sacia como antes y se lanzan a experiencias más fuertes en el espacio sideral.
El caso Musk es paradigmático del poder de las tecnológicas y de cómo aventuras humanas de la dimensión cósmica de la carrera espacial, que siempre estuvieron reservadas a los países y superpotencias, van pasando a manos privadas de cualquier millonetis con delirios de grandeza y con ganas de poner una pica en Marte. No tardaremos en ver la Luna convertida en una nueva Palm Beach repleta de piscinas y palmeras a mayor gloria de estos horteras y vendehúmos que secuestran la riqueza global mientras millones de personas se mueren de hambre. Un mundo extraño este que estamos construyendo.