Araceli Hidalgo, la primera mujer vacunada contra el coronavirus en España, ha recibido la tercera dosis, un trance clínico que ha aprovechado para enviar un mensaje contundente a los más jóvenes: “Respetad la pandemia”. La valiente casi centenaria ha querido poner firme a la juventud delirante y desnortada precisamente en un momento crítico, cuando Barcelona arde en batallas campales entre la Policía y los zagales fanáticos del botellón que hacen del bebercio y la litrona una cuestión de vida o muerte.
Araceli es la voz de la conciencia de este país, la voz sabia de nuestros mayores que ya no son escuchados ni respetados, la voz de la inteligencia, de la buena educación y el sentido común, valores todos ellos que han sido pisoteados por la muchachada hedonista sin mascarilla y los cuatro políticos demagogo-populistas que bajo el disfraz de defensores de una falsa libertad los arengan para que tomen las calles cada noche y hagan realidad su santa voluntad.
Ciudades llenas de basura, lagos de orín, contenedores quemados, violaciones grupales, gamberrismo y vandalismo a mansalva es lo que nos deja la pandemia. Una explosión de hedonismo autodestructivo. Menos mal que de esta íbamos a salir mejores. Pero siempre nos quedará la voz última y ateniense de Araceli, la mensajera de un tiempo noble y digno que se nos va entre las manos dando paso a otra época, quizá no mejor ni peor, pero tumultuosa y marcada por las juventudes narcisistas de Instagram, las operaciones de estética, la fiebre del gimnasio y el tatuaje y los robots gilipollas. Un mundo de bobos integrales, un mundo de vacuos, un mundo de niños insustanciales que anteponen su sagrada borrachera dominical a la salud de las personas.
Hemos creado una juventud nihilista capaz de mandar a la abuela a la tumba por un buen colocón en las fiestas de la Mercè. Ya ni siquiera Ada Colau puede con ellos. La alcaldesa de Barcelona condena el espectáculo, el macrobotellón de 40.000 personas que se ha saldado con veinte detenidos y decenas de heridos, trece de ellos por cuchilladas y navajazos y una agresión sexual. A buen seguro de ese aquelarre saldrá un subidón en la curva epidémica del doctor Simón, pero, ¿a quién le preocupa ya el coronavirus? Los medios de comunicación se han olvidado y Ferreras ha pasado de darnos la turra cada mañana con el boletín epidémico y sus expertos biólogos a no tocar el tema. Colau cree que lo ocurrido es “inaceptable” y que se han atravesado ya todas las líneas rojas, pero la jauría del whisky se pasa por el forro de los caprichos las reprimendas de la alcaldesa y de las mamás tolerantes que se lo ha consentido todo a sus airados cachorros.
Los niños mimados han crecido y hoy toman las calles como bestias salvajes. Adoquinazos a los policías, escaparates rotos, incendios por doquier, un sindiós que no tiene otra explicación más que hemos estado criando una generación de idiotas a los que no hemos sabido o no hemos querido educar. Les dijimos que la libertad era esto, el libertinaje, la anarquía, el desfase y el descontrol, y ahora ya es imposible enseñarles Platón y buenos modales. Ellos se justifican alegando que el sistema los expulsa, que los han abandonado a su suerte, que no tienen futuro, una vana coartada que no se sostiene y que muestra las contradicciones de una generación que lo tuvo todo, comida y ropa, colegio, viajes de placer, una vida tranquila y en paz, aquello que sus abuelos no pudieron disfrutar por culpa de la guerra civil.
¿Qué va a salir de esta hornada de cabestros sin oficio ni beneficio? ¿Qué va a ser de esta gente marcada por una pandemia de violencia autodestructiva, incultura y malos modales? No lo sabemos, pero nada bueno. Los más optimistas, los psicólogos modernos, dicen que no es para tanto, que son cosas de la edad, lo normal entre quinceañeros hormonados, dejadlos hombre, no los molestéis más, ya se reformarán y se encauzarán ellos mismos en la vida. Pero mientras tanto, los calabozos se llenan de niños bien que han pasado de no romper un plato a hacer añicos los escaparates, de mozos y mozas aparentemente normales que han transitado de las aburridas clases de Derecho a correr las aventuras de Bonnie y Clyde y a partirse la cara con los municipales. Nada de lo que está pasando tiene sentido ni explicación lógica. Los pedagogos y sociólogos se devanan los sesos con el fenómeno de la violencia gratuita. Los políticos se llevan las manos a la cabeza. Y entre tanto ruido y tanta furia nos llega la voz dulce de Araceli: esa señora digna y decente que dice las verdades del barquero a los gamberros y drogotas del garrafón. Esa anciana venerable que representa lo mejor de lo poco que queda ya de humanidad.