Un año, un año ya desde que el rey emérito, acosado por los escándalos financieros y los líos de faldas, hizo las maletas y puso rumbo a un exilio que es más bien una jubilación dorada, excursión oriental o vacaciones de lujo. Desde aquel comunicado en el que el monarca anunció que ponía pies en polvorosa para no perjudicar el reinado de su hijo, instalándose junto a sus primos hermanos, los jeques de Abu Dabi, el goteo casi diario de noticias escabrosas alrededor del principal artífice de la Transición española ha sido incesante.
En un año ha habido tiempo más que suficiente para aclarar el origen de la fortuna de Juan Carlos I, pero la sensación que tienen los españoles es que hoy estamos más lejos que nunca de saber la verdad. Felipe VI mira para otro lado pese a sus sermones navideños sobre la igualdad de todos ante la ley; la maquinaria judicial ha echado el freno de mano (cerrado por vacaciones); inspectores de Hacienda y fiscales Anticorrupción parecen haber recibido la orden de trabajar al ralentí; y PSOE y PP tiemblan cada vez que algún partido político propone luz y taquígrafos sobre el patrimonio oculto del rey emérito, un emporio que Forbes y el New York Times cifran en 2.000 millones de dólares.
Nadie quiere saber nada de este embrollo borbónico que quema como una patata caliente. Todos esconden la cabeza debajo del ala, en plan avestruz, y mientras tanto la credibilidad de nuestra democracia degradándose hasta límites inconcebibles. Por mucho que quieran convencer al pueblo de que la cosa se está investigando a fondo, lo cierto es que se ha instalado la opinión generalizada de que aquí se trata de echar tierra encima de un asunto que no hay por donde cogerlo, ya que al emérito le aflora dinero negro por todas partes, en Panamá, en Ginebra, en Jersey y en cualquier paraíso remoto donde haya un banco suizo a pie de playa y un resort de lujo con frondosos palmerales para que el rey pueda vivir a cuerpo de ídem. Porque no lo olvidemos: el primero de los Borbones sigue teniendo la pasta intacta y sigue siendo aforado con título honorífico, miembro de la Familia Real y beneficiario de regalos (los préstamos de los empresarios paganinis que presuntamente sufragan sus multas con Hacienda).
Hoy, doce meses después de estallar el mayor escándalo político de la historia reciente de este país, podemos decir sin temor a equivocarnos que la estrategia judicial en este turbio sumario consiste precisamente en que no haya estrategia judicial, en dejar que el tiempo pase y en esperar hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Hemos renunciado a la verdad (o nos han obligado a renunciar) y lo que queda es que al rey emérito lo han blindado o bunkerizado unos jueces que votan a Vox. Sigue siendo la peor de las noticias para este país que la extrema derecha se haya apropiado de la figura del rey (el abdicado y el ejerciente) y hasta Pablo Casado admite ya, sin rubor y en público, que el emérito puede ir a donde le plazca porque es un hombre libre sin cuentas pendientes con la Justicia que no tiene por qué dar explicaciones a nadie. O sea, una especie de dios intocable, un rey absoluto por encima del bien y del mal como en los tiempos medievales del derecho de pernada.
Casado suelta esas perlas mientras las regularizaciones fiscales a la carta se acumulan en los cajones de Hacienda y el Supremo mantiene tres causas abiertas: comisiones del AVE a la Meca, tarjetas black sin declarar y el turbio asunto de la fortuna en el paraíso fiscal de Jersey, del que Zarzuela tampoco sabe nada. Palacio nunca habla de las cosas mundanas y en lugar de facilitar toda la información al país, haciendo bueno el principio de transparencia que debe regir en cualquier democracia, se limita a dar la callada por respuesta. Otro flaco favor a la monarquía y a España.
El emérito, una cuestión de seguridad nacional
Mientras tanto, el PSOE sigue haciendo las veces de cortafuegos, dique de contención y abanderado del no a cualquier comisión de investigación parlamentaria, un extraño síndrome de Estocolmo que le lleva a cerrar filas con la derecha monárquica y a pactar con el PP para que Juan Carlos I siga gozando, no ya de inviolabilidad constitucional, sino de bula penal y papal. El error de los socialistas es de época, ya que un partido que renuncia a conocer la verdad de los hechos en un flagrante caso de corrupción, favoreciendo el oscurantismo y la impunidad, mancha para siempre sus 140 años de historia honrada, obrera y democrática. O Ferraz abre este melón o el melón se pudre y nos empacha a todos.
Por si fuera poco, seguimos sin saber cuánto estamos pagando los súbditos por los viajes de placer del ilustre exiliado, su seguridad privada y los sueldos de los tres “ayudantes de cámara” que le acompañan a todas partes, en realidad guardias civiles o policías que en un país extranjero estarán vendidos si a algún bandolero de Bin Laden se le ocurre secuestrar al rey y cambiarlo por un par de dromedarios siguiendo las costumbres del lugar. Tener a un ex jefe del Estado por ahí suelto, de un lado para otro, a su libre albedrío, supone un alto riesgo, pero Grande-Marlaska también guarda silencio sobre ese dispositivo de custodia en aras de la sacrosanta seguridad nacional. Ni la CIA hubiese caído tan bajo.
Mientras tanto, el monarca sigue viviendo en su paradisíaca isla de Zaya Nurai, suite a 11.000 euros de vellón la noche, champán al punto, playa privada de arena blanca, piscina versallesca y grandes vergeles para su uso y disfrute. Un auténtico escándalo nacional, un bochorno tras otro, una inmoralidad mientras los españoles caen muertos de hambre, acalorados por el facturón de la luz o contagiados por el bicho. Todo este caricaturesco vodevil que rodea al emérito daría para un hilarante tebeo de Ibáñez de no ser porque la cosa es tan triste y dramática. Ahora la prensa del Régimen dice que el rey está “loco por volver”. El problema es que esa foto propia de autócrata bananero, de patriarca otoñal con maletín y negras gafas de sol descendiendo del jet privado como si nada, sería la puntilla final para la imagen, la dignidad y la honra de este país.
El tiempo pasa, como decía la canción de Casablanca, aquí no se mueve nada y el emérito se ha convertido en un descreído Rick Blaine que ahoga sus penas y recuerdos amorosos frente al piano en un bar de lujo de mil pavos el cóctel. Y mientras el esperpento se acrecienta por días, a nadie parece preocuparle que España sea el hazmerreír de las democracias occidentales. Esta intriga palaciega disparatada a la que nos hemos acostumbrado ya, esta farsa de cuernos, capa y espada con reyes cargados de alforjas y tesoros que se refugian en los desiertos del lejano Oriente–entre hotelazos de oro como cuevas de Alí Babá, mercaderes del petróleo, camellos con turbante y contrabandistas de armas–, no se la merece un pueblo honrado como el español. Que vuelva ya, sí, pero para responder de lo que haya hecho. Y que se dejen de cuentos de las Mil y una noches.