El tiránico rostro de Carlos III de Inglaterra

15 de Septiembre de 2022
Actualizado el 02 de julio de 2024
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El rey Carlos III de Inglaterra se queja de que la tinta le mancha las manos en uno se sus primeros actos como rey.

Poco a poco se va viendo el verdadero rostro de Carlos III, el heredero llamado a suceder a la reina Isabel II en el trono de Inglaterra. El nuevo monarca trata a sus ayudantes a patadas, ha despedido a cien trabajadores de palacio sin previo aviso y se muestra más soberbio que nunca. Los tabloides sensacionalistas se hacen eco de sus manías (esa reprimenda a sus subalternos porque la pluma y el tintero le manchan los dedos a la hora de firmar los primeros decretos pone los pelos de punta) y el pueblo británico empieza a constatar que el hijo de la Reina Madre es más antipático, severo y arrogante que cuando era el eterno príncipe de Gales.

Charles se ha pasado 73 años de su vida preparándose para ser rey de Inglaterra y ahora que por fin toca la corona cae en la cuenta de que no sabe usar la estilográfica ni comportarse en público con los empleados de palacio. “¡No puedo soportar esta maldita cosa!”, espetó enfadado, ante las cámaras de televisión, mientras furioso, ofuscado y como un obsesivo compulsivo se frotaba las manos llenas de tintura. Al nuevo monarca le han bastado cinco minutos para que todo el mundo constate, en vivo y en directo, cómo es en realidad. Un objetivo colocado en el lugar exacto ha terminado por desnudarlo y por dejarlo completamente en pelotas, no solo como jefe del Estado, sino lo que es peor: como persona. Incluso ha quedado a la altura de un incompetente, ya que a la hora de firmar el documento no supo ni poner la fecha correcta. Tantos años de colegios caros en Gales, tantos años de tutores y constante preparación política y militar para no saber ni en qué día vive uno. Triste.

Una cámara de la BBC, una lente que no deja de ser el ojo escudriñador del pueblo británico, ha servido para confirmar cómo se las gasta el rey con los sufridos trabajadores de palacio. Y no se puede decir más que ha quedado retratado como un negrero, un imperialista y un explotador abusón. Mientras el mundo se va al garete por la guerra de Ucrania, mientras el precio del gas amenaza con hundir las economías de todo el planeta y la inflación generada por el Brexit causa estragos entre la población, lo único que parece preocuparle al lord de lores, al amo y señor del Palacio de Buckingham, al rey pijo y mimado, es no mancharse el traje por un goterón de tinta. Si es capaz de comportarse de esa manera tiránica y chulesca con el servicio, con los que están abajo –como ocurría en Upstairs, Downstairs, aquella mítica serie de televisión sobre señores y criados–, qué no será capaz de hacer cuando el criado James cometa el terrible delito de servirle frío el sagrado té de las cinco, cuando los mozos de cuadra se olviden de cepillar a su caballo favorito en el hipódromo de Ascot o cuando al maestro armero de palacio se le pase por alto engrasarle la escopeta la noche antes de la festiva jornada de la caza del zorro. O cuando los criados no estén diligentes a la hora de plancharle el uniforme para el partido de polo del sábado. Todo eso acabará sin duda en una crisis de gobierno que ni la que se ha llevado por delante al también excéntrico Boris Johnson. Un inglés puede perdonar cualquier cosa menos un criado negligente y a buen seguro que a partir de este momento van a rodar muchas cabezas en Buckingham y hasta en Downing Street.

Ahora se entiende todo, ahora se comprende por qué Isabel II se ha mantenido en el trono, al pie del cañón, hasta su muerte a los 96 años. Nadie como una madre para desentrañar el alma de un hombre y es evidente que la reina fallecida no se fiaba del primogénito, debía ver algo raro en él, una falta de temple, una carencia de serenidad, un déficit de sentido común que lo incapacitan para reinar como un gobernante justo que pueda ser amado por su pueblo. En algún momento de su largo reinado, Isabel debió pensar que si Carlos no estaba preparado era mejor no abdicar, tirar para adelante y hasta donde el cuerpo aguantara.

De Carlos III vamos viendo que le gusta vivir a cuerpo de rey. Si está dotado o no para la política, para los grandes asuntos de Estado y para estar a la altura de lo que la historia espera de él, solo el tiempo lo dirá. De momento ya ha dado el cante, con pompa y circunstancia, en prime time. Esa escenita en la que abronca a sus lacayos espeluzna a cualquier persona con un mínimo de humana sensibilidad y a buen seguro le hará caer unos cuantos puntos en las encuestas de popularidad, en las que sus hijos le sacan ya una gran diferencia (dicen las malas lenguas que siente envidia por el afecto que los ingleses profesan hacia sus vástagos mientras que a él no pueden ni verlo).

Carlos III empezó con mal pie su carrera hacia el trono cuando el lúbrico escándalo del támpax de Camila. Aquello y la muerte de Lady Di, el gran fantasma que desde entonces atormenta a los Windsor en su lujosa mansión, marcaron en él un carácter hosco, adusto e insociable. Por el bien de la monarquía, el nuevo rey debería aprender a comportarse como una persona. O al menos a mantener el pico cerrado para no hacer el ridículo y quedar como un pequeño dictador. A fin de cuentas, siempre es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras. Ya lo dijo Shakespeare.

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