La mayoría de los gobiernos prefieren evitarse problemas internacionales. El cálculo suele ser pragmático: mantener relaciones cordiales con aliados y rivales permite concentrarse en las urgencias internas. Solo cuando los intereses geopolíticos o económicos lo exigen se asume el coste de tensar vínculos bilaterales. Menos frecuente es que un país opte por el camino difícil en nombre de valores y principios, aun sabiendo que habrá consecuencias tangibles. España acaba de dar ese paso en su relación con Israel.
Pedro Sánchez anunció el pasado lunes nueve medidas contra Tel Aviv tras meses de escalada en Gaza. Entre ellas figuran un embargo de armas, restricciones al tránsito de buques y aeronaves con material militar y la limitación de movimientos de dirigentes israelíes en territorio español. El mensaje es inequívoco: Madrid busca trascender las declaraciones retóricas y alinearse con una política que pone el derecho internacional y los derechos humanos por delante de los intereses inmediatos.
La decisión llega tarde (el conflicto en Gaza ha dejado un rastro de devastación visible desde hace casi dos años) y probablemente sea insuficiente para alterar la dinámica bélica sobre el terreno. Ninguna sanción europea ni pronunciamiento de Naciones Unidas ha frenado a la coalición de Benjamin Netanyahu, Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir, que ha hecho caso omiso de críticas y advertencias. España, por sí sola, no puede detener la maquinaria militar israelí ni revertir el sufrimiento de los gazatíes.
Pero lo simbólico importa. En un continente donde muchos gobiernos se muestran cautelosos por temor a represalias diplomáticas o comerciales, Madrid se ha desmarcado. El coste político es evidente: Israel ya ha respondido con hostilidad, acusando de antisemitismo e incitación al genocidio al Ejecutivo español, un recurso habitual en la narrativa de Netanyahu. Lo previsible es que Estados Unidos, principal garante de la seguridad israelí, también eleve la presión, ya sea mediante advertencias sobre sanciones económicas, restricciones tecnológicas o el recordatorio de que las bases militares en Rota y Morón dependen de la cooperación bilateral.
Vulnerabilidades estratégicas
España no es inmune a esas presiones. La industria de defensa nacional mantiene dependencia de la tecnología israelí en ámbitos sensibles como la ciberseguridad y la guerra electrónica. Reemplazar esos suministros con proveedores alternativos llevará tiempo y recursos. A ello se añade la posibilidad de que Washington utilice la relación privilegiada de Marruecos como carta de presión en el tablero norteafricano, un terreno delicado para Madrid.
En este sentido, el gesto español no solo es un desafío moral, sino también un experimento sobre la capacidad de un país europeo medio para asumir costes estratégicos en defensa de principios. El verdadero test vendrá de la coherencia en la aplicación de las medidas: ¿se extenderá el embargo a componentes y productos intermedios de origen israelí? ¿Se prohibirá realmente el paso de buques con cargamento militar en puertos españoles? ¿Se cerrará el espacio aéreo a todas las aeronaves de Estado vinculadas a transferencias bélicas? La tentación de matizar, reinterpretar o ralentizar estas disposiciones será fuerte.
Colisión inevitable
Que España haya llegado a esta colisión diplomática es, en cierto modo, inevitable. La deriva supremacista y violenta del actual gobierno israelí ha puesto a prueba los límites de la comunidad internacional. En Europa, la política hacia Israel oscila entre la prudencia calculada y el inmovilismo. Sánchez, en cambio, ha decidido que el precio de la inacción (ser testigo de la erosión del derecho internacional sin responder) es más alto que el de la confrontación.
Desde luego, el movimiento español no implica un sesgo antijudío, pese a los intentos de presentarlo así desde Jerusalén. Más bien responde a la lógica de que las democracias deben definirse no solo por lo que toleran, sino por aquello que rechazan. En ese sentido, Madrid envía una señal incómoda a otros gobiernos occidentales: que la coherencia con los principios proclamados exige sacrificios concretos.
Espejo europeo
El impacto real de estas medidas será limitado en Gaza. Pero su efecto político en Europa puede ser mayor. Si España logra sostener su postura frente a las presiones de Israel y Estados Unidos, podría abrir un precedente para que otros países se atrevan a pasar de las palabras a los hechos. El riesgo es quedar aislada, sin apoyos de peso en Bruselas y con menos margen de maniobra en su política exterior. Sin embargo, esta misma semana la Comisión Europea anunció la derogación parcial de acuerdo comercial con Israel, aunque sin realizar ningún tipo de acusacion de genocidio.
A la larga, la decisión se inscribe en un debate más amplio: si las democracias occidentales están dispuestas a pagar un precio por defender los valores que dicen representar. En un sistema internacional cada vez más fragmentado, España ha optado por asumir, aunque tarde, el coste de la coherencia. El tiempo dirá si ese gesto solitario se convierte en ejemplo o en advertencia.