Hace apenas un año, las compañías farmacéuticas comenzaban en Europa y Estados Unidos a presentar sus documentos a las autoridades buscando la autorización condicionada de unos novedosos tratamientos preventivos contra COVID19 desarrollados a contrarreloj. Todo en ellos era nuevo; era prácticamente nueva la entidad que pretendían combatir, era nueva la tecnología por la que pretendían generar inmunidad, era nuevo el tiempo necesario para su desarrollo y eran nuevas las formas en las que se habían producido las diferentes fases de experimentación. Todo en ellos era nuevo excepto su nombre: eran vacunas.
Surgieron entonces los primeros escépticos: médicos y científicos mostraron dudas al respecto de la eficacia de estos fármacos y advertían de posibles riesgos derivados tras su administración.
Inmediatamente después de que las agencias otorgaran la autorización condicionada para el uso de estos fármacos, los diferentes gobiernos del mundo establecieron, de manera completamente novedosa, el mismo protocolo para su administración en masa: primero serían los sanitarios y los ancianos, por su grado de exposición y por el riesgo que corrían respectivamente, los que tendrían la posibilidad de beneficiarse de estos tratamientos; luego se irían administrando a los diferentes grupos etarios en sentido descendente. Siempre de forma completamente voluntaria.
De forma paralela al inicio de la administración en masa de estos productos, aquellos escépticos llenos de dudas fueron, de manera también novedosa y a golpe de campaña mediática, tildados de negacionistas y antivacunas: las vacunas eran la única forma de superar la pandemia, eran seguras y, además, eran imprescindibles. Los gobiernos aseguraban que la pandemia finalizaría al alcanzar un 70% de la población “completamente inmunizada” a través de la administración de dos dosis que presumían de una eficacia de más del 95%.
Tal fue el acoso, que alguno de estos escépticos aceptó inyectarse “la de fregar”, eso sí, sin querer restar valor, “Dios me libre”, a la inyección recibida puesto que “La que me hubieran puesto a mí me daba igual. Si me hubieran dicho otra, pues otra, imagino que son parecidas”.
Aparecía entonces Galileo ante el tribunal de la Santa Inquisición abjurando del heliocentrismo con un «Eppur si muove» entre los dientes, que en el siglo XXI podría traducirse como: «No es convencido, hay que ponérsela, la convicción no es convicción.»
La campaña de vacunación voluntaria fue mutando: la eficacia disminuía, el número de personas “completamente inmunizadas” aumentaba y la voluntariedad comenzaba a desaparecer.
Hoy, un año después, los escépticos son censurados, ridiculizados y perseguidos en medio de una nueva oleada de contagios que afecta también a esos “completamente inmunizados” que ya están recibiendo una tercera dosis. Afortunadamente, podemos observar que la letalidad de la enfermedad se está reduciendo en todo el mundo y eso abre la puerta de la esperanza; unos dicen que gracias a las vacunas y otros, tras observar la disminución de la letalidad en territorios con tasas de vacunación bajas, mascullan entre dientes: «Eppur si muove».