Esa clase de periodismo que nos machaca con el culebrón Mbappé mientras se olvida de Teresa Perales

02 de Septiembre de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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El periodismo olvida a nuestros atletas paralímpicos.

Ed Asner interpretó a Lou Grant, el periodista más famoso de la historia de la televisión. Sarcástico, íntegro, tierno, profesional, riguroso, incorruptible, su personaje marcó a varias generaciones de niños televidentes de los que salieron algunas hornadas de buenos periodistas. Quién no ha escuchado alguna vez aquello de yo soy periodista gracias a Lou Grant. Asner falleció el pasado viernes en su casa de California a la edad de 91 años. Nos deja el recuerdo de una televisión mucho más ingenua pero más nutrida de valores y por supuesto el homenaje a un periodismo de investigación clásico, romántico y nostálgico en el que no había ordenadores sino máquinas de escribir que repiqueteaban como metralletas en la noche trepidante de las redacciones envueltas en nubes de tabaco y aroma a whisky. El misticismo de un periodismo honesto, aguerrido e insobornable que quizá, a fin de cuentas, solo existió en nuestra adolescente imaginación.

Hoy, la prensa es la antítesis del personaje del honrado redactor jefe encarnado por el gran Asner en la añorada serie de nuestra juventud. Todo es espectáculo y entretenimiento, vodevil, tuit rápido y debates faltones entre tertulianos que gritan mucho y divulgan poco. La proliferación de panfletos digitales nos ha devuelto al periodismo de trincheras, la búsqueda de la verdad importa poco, la sobreinformación de baja calidad lo satura todo y las noticias se elaboran deprisa y corriendo, casi siempre mal.

Y en medio de esta degradación periodística general propia del vertedero maloliente del Mar Menor, el periodismo deportivo se ha convertido en lo peor de lo peor. Durante los meses de verano nos han estado bombardeando con el supuesto fichaje de Kylian Mbappé, el jugador del PSG deseado por el Real Madrid. La cosa se ha dado por hecha tantas veces que la afición madridista ya preguntaba cuándo podía ir a la tienda a comprar la camiseta de su nuevo ídolo. Y es que la no-noticia se había convertido en noticia con el animoso apoyo de los grandes grupos mediáticos especializados en la venta de humo entre anuncio y spot.

En realidad, el caso Mbappé ha sido un inmenso fake, una culebra estival que ha servido para vender mucho Marca y para refrescar los marchitos índices de audiencia de los chiringuitos veraniegos televisivos aún a sabiendas de que no había exclusiva porque el jeque del PSG no estaba dispuesto a vender al nuevo mesías merengón. El tal Al-Khelaifi, propietario del club parisino, tiene dinero por castigo y aunque Florentino Pérez le hubiese ofrecido el Bernabéu, la Castellana con las Torres Kio y un maletín con mil millones de euros de regalo, la respuesta del magnate catarí habría sido la misma: Mbappé no se vende. Los nuevos camelleros y mercaderes del fútbol mundial son así, no dirigen clubes deportivos sino embajadas de países árabes podridos de petrodólares que no necesitan el dinero de nadie, entre otras cosas porque el mundo entero les pertenece y la pasta es solo un pasatiempo para ellos. Mal futuro tiene el deporte si cae en manos de esta gente sin escrúpulos y sus clubes-estado que se saltan las leyes del fair play financiero (con la complicidad de la UEFA) para convertir la competición futbolera en un casino de Abu Dabi con ruletas, piscinas rebosantes de champán y harenes de mujeres bailando la danza del vientre.      

Periodismo basura

La gran mentira del fichaje de Mbappé vendida por entregas, noche y día y con programaciones especiales en radio y televisión, habrá sido un gran negocio para algunas empresas periodísticas pero una gran tragedia para este país, ya que mientras se hablaba de la vida y milagros del astro parisino, de los entresijos del fichaje cifrado en 200 kilos y del grano que le había salido al jeque en el trasero, se celebraban los Juegos Paralímpicos de Tokio, el deporte de verdad, la competición auténtica y sin adulterar, historias de hombres y mujeres que conviven con la tara física y el dolor en su lucha conmovedora por superarse a sí mismos y batir un récord mundial. En ese grupo de verdaderos héroes casi anónimos está la nadadora zaragozana Teresa Perales, que mermada por una lesión en el hombro izquierdo ha tenido los ovarios de conquistar la plata en los 50 metros espalda. Con 45 años y los huesos molidos tras años de competición, Perales lleva acumuladas 27 medallas olímpicas (que se dice pronto) y está a un paso de igualar al legendario Michael Phelps. Indudablemente, Perales se ha ganado a pulso la condición de mejor deportista española de todos los tiempos (al menos le han dado el Princesa de Asturias) y debería ser el primer referente para nuestros niños, que harían bien en mirarse en ella como en un espejo educativo para aprender la gran lección de la existencia humana, que no es otra que la vida es lucha, como decía el viejo Eurípides, y que no se trata de triunfar y tener mucho éxito, sino de resistir porque quien resiste gana, como decía Cela.

Las gestas deportivas de Teresa Perales y sus compañeros de la delegación paralímpica ocupan un suspiro en el telediario de las tres y a veces ni eso. Los medios les dan el segundo tiempo, los minutos de la basura del noticiero, lo que dura un hipócrita titular para justificar que aquí, en España, somos muy solidarios y muy concienciados con las minorías y no discriminamos a nadie. Lamentablemente, los ídolos de barro de la juventud desnortada de hoy no son nuestros valientes atletas con discapacidades físicas, mentales o sensoriales, con amputaciones, con ceguera y parálisis cerebral que se lanzan a la piscina para jugarse la vida en unas olimpiadas, sino un pájaro como Mbappé que ha decidido vivir encerrado en la jaula de oro de un califa, la youtuber choni de turno o el macarra de piel curtida y engrasada que lo petan en Instagram. En esta epidemia de idiocia social tiene mucha culpa la prensa de hoy, que encumbra a los mediocres y olvida a los verdaderos dioses del Olimpo. Si viviera Lou Grant, no lo permitiría.

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