La inmigración es un arma política que tradicionalmente ha utilizado la extrema derecha para amplificar las ansiedades económicas de la ciudadanía («vienen a quitarnos nuestros empleos»), los temores culturales de las poblaciones mayoritariamente blancas («vienen a reemplazarnos») y las preocupaciones políticas específicas de los ámbitos más conservadores («van a llevar a la bancarrota nuestro estado de bienestar»). La diferencia es que la extrema derecha de hoy no sólo utiliza la retórica antimigratoria, sino que usa a los propios inmigrantes como armas.
No se trata sólo de aquellos que vienen de África, de Latinoamérica o de Oriente Medio. La carne humana utilizada por la extrema derecha como arma también es blanca. El país que ha acogido a más ucranianos es Alemania. La ira por el trato que el Estado dispensa a estos refugiados fue un factor importante en la victoria electoral de los neonazis de Alternativa por Alemania en Turingia y en su segundo puesto en Sajonia y Brandeburgo.
Las formaciones de la extrema derecha mundial odian la diversidad. Creen en la uniformidad política, preferentemente en el gobierno unipersonal. También favorecen la homogeneidad étnica y religiosa. Mantienen opiniones antiinmigrantes aunque signifiquen un suicidio económico para sus países. Es un hecho que, por ejemplo, Europa necesita la migración debido a la caída de las tasas de natalidad en descenso. Lo mismo ocurre con Estados Unidos y la mayor parte de Asia. Pero eso no ha impedido que estas fuerzas políticas pretendan construir muros, erijan obstáculos burocráticos e, incluso, expulsen a personas.
Lo que reclama la extrema derecha es exactamente lo mismo que aplican los regímenes autocráticos que no han dudado en recurrir a las expulsiones para deshacerse de minorías demonizadas y cargar a sus vecinos problemáticos con la afluencia de inmigrantes.
El ejército de Myanmar, por ejemplo, planeó una campaña de intimidación y violencia contra la minoría rohinyá que envió a 800.000 personas desesperadas a través de la frontera hacia Bangladesh. Israel ha apoyado un movimiento violento de colonos que ha expulsado a los palestinos de sus tierras en Cisjordania. Turquía invadió Siria en 2019 y trató de expulsar a los kurdos del territorio vecino para interrumpir la cooperación transfronteriza con los kurdos en Turquía.
El uso de los flujos migratorios como arma es también una forma de antiglobalismo. Según las mentes perturbadas de la extrema derecha, los gobiernos occidentales están tratando de transformar sus sociedades mediante el movimiento LGTBI, mensajes feministas y campañas pro democracia. Argumentan que estos movimientos emancipadores socavan los «valores occidentales» de la familia y la nación.
Estos movimientos acusan a los migrantes de ser vectores de la globalización, pero los arquitectos de la globalización nunca han apoyado la libre circulación de personas a través de las fronteras. Los sirios desesperados por abandonar un país en guerra, los rohinyas expulsados por un ejército genocida, los nicaragüenses que escapan de la represión política: todos ellos son peones en una partida de ajedrez que la extrema derecha pretende jugar contra las «élites liberales» y los «globalizadores». En realidad, los movimientos ultras utilizan a los inmigrantes como armas en su guerra contra el derecho internacional y la dignidad humana.