Según el reloj del fin del mundo, la humanidad se encuentra a solo cien segundos de la medianoche, es decir, a cien segundos de su extinción total. La invasión de Ucrania planeada por Rusia ha desatado el pánico en todo el planeta. Nunca la posibilidad de un conflicto nuclear estuvo tan cerca como lo está hoy. Y ya lo dijo Einstein: no sabemos con qué armas se peleará en la Tercera Guerra Mundial, pero la cuarta “será con palos y piedras”.
¿Estamos al borde de un apocalipsis atómico todavía evitable, según pronostican algunos? ¿O quizá la última contienda mundial ya haya comenzado, tal como sugiere en sus desesperados mensajes de socorro el presidente ucraniano Volodímir Zelenski, mientras Occidente se niega a reconocerlo? La civilización humana se enfrenta a un hombre imprevisible como Vladímir Putin, un líder político que guarda las cartas bajo la manga sin que nadie sepa cuál va a ser su próxima jugada. ¿Qué pretende, anexionarse Ucrania por la vía de la fuerza y de los hechos consumados, como ya hizo en su día con Georgia, Chechenia y Crimea, y quedarse ahí de momento? ¿O estamos solo ante la primera fase de una operación de mucha más envergadura consistente en avanzar hacia el oeste de Europa, dando rienda suelta a las ansias expansionistas, hasta que Rusia recupere los territorios perdidos del antiguo imperio zarista según los mapas del año 1900? En el primer caso nos encontraríamos ante una guerra probablemente corta, localizada, regional, pero muy destructiva. En el segundo supuesto todo formaría parte de un plan mucho mayor, la invasión de la Europa oriental, ya que después de Ucrania vendrían otros estados que figuran en la lista negra de Putin, países a los que el presidente ruso considera “traidores” por haberse pasado al bloque aliado occidental como las repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania), Moldavia, Polonia, Hungría, Bulgaria y Rumanía, entre otros. Es decir, aquellos viejos sistemas comunistas que durante la Guerra Fría estuvieron bajo la órbita de la URSS. Las amenazas del Kremlin han llegado a poner en la diana incluso a Finlandia y Suecia, dos naciones que Moscú considera enemigas por sus vinculaciones con la OTAN. Obviamente, de consumarse un ataque contra cualquier miembro de la Alianza Atlántica, se activaría el famoso artículo 5 de su tratado fundacional (un ataque contra un socio supone un ataque contra todos) y la Tercera Guerra Mundial sería inevitable.
Desde que comenzó la invasión de Ucrania el pasado 24 de febrero, las cosas no le han ido demasiado bien a Putin. El líder ruso estaba convencido de que una guerra relámpago, como la que lanzó Hitler sobre Polonia en 1939, sería suficiente para doblegar a sus odiados vecinos. En unos pocos días, sus tropas brindarían victoriosas en Kiev. Sería un paseo militar donde las ciudades ucranianas irían cayendo, una tras otra, como endebles piezas de dominó. No ha sido así, Putin calibró mal sus fuerzas. La capital del país invadido ha presentado una brava y feroz resistencia a pesar del violento asedio de los tanques rusos que cercaron la ciudad. Los abnegados kievitas no solo han sido capaces de organizar una defensa numantina haciendo acopio de armas, víveres y medicamentos para soportar varios meses bajo las bombas y morteros, sino que han logrado reforzar su ejército con milicianos extraídos de la población civil y voluntarios de las brigadas internacionales llegados de todos los rincones del mundo. Más de dos millones de habitantes de la capital prefirieron quedarse en sus casas antes que emprender la huida hacia la frontera con la UE, a la que se calcula han llegado ya más de tres millones de refugiados. Un dramático éxodo como no se veía en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, un cada vez más enrabietado Putin lanza indiscriminados ataques contra los civiles ucranianos en otras localidades como Jersón, Odesa o Mariúpol, poblaciones completamente cercadas donde miles de personas agonizan en medio del frío, sin luz, sin comida y sin agua. Mariúpol va camino de convertirse en la Sarajevo de esta guerra, una ciudad de la que llegan noticias confusas sobre un horror solo equiparable al de los campos de exterminio nazis. Un gueto de muerte y destrucción donde la gente muere en sangrientos bombardeos contra las colas del pan, contra escuelas y hospitales de maternidad. Las víctimas de los proyectiles y la desnutrición pueden contarse ya por miles. Los cadáveres se apilan por doquier. En un solo ataque contra el teatro de la ciudad, que había sido habilitado como refugio, más de trescientas personas quedaron sepultadas bajo los escombros.
Putin está dando muestras de un sadismo, una crueldad y un instinto asesino propios de los peores genocidas del siglo XX como Hitler, Stalin, Mussolini o Franco. ¿Se sentará algún día en el banquillo de los acusados de la Corte Penal Internacional para ser juzgado por sus horrendos crímenes de guerra y contra la humanidad? Parece difícil, cuando no imposible. La Fiscalía del tribunal ha anunciado la apertura de una investigación de oficio contra la Federación Rusa, pero todas las cancillerías saben que en realidad estamos ante un brindis al sol, ya que para enjuiciar al sátrapa y a sus enloquecidos generales primero habría que dictar una orden de detención contra todos ellos y nadie en su sano juicio puede llegar a pensar que se le podrá poner el cascabel a ese gato. Un psicópata acorralado es capaz de cualquier cosa y todo hace temer que Putin pueda llegar a apretar el botón nuclear, llegado el caso, antes de perder su guerra o de caer en manos de los jueces occidentales. Su cara a cara con el presidente norteamericano, Joe Biden, que ha llegado a calificarlo como “carnicero criminal de guerra”, no es sino una fase más dentro de la escalada dialéctica previa a un posible enfrentamiento militar entre ambas superpotencias.
El plan del líder de Rusia parece perfectamente establecido. Nada más cruzar la frontera ucraniana puso en estado de máxima alerta a sus bases y submarinos nucleares, un movimiento táctico inédito que muestra el grado de agresividad de Putin. Desde ese preciso instante, siete mil ojivas atómicas con base en distintos puntos de la geografía rusa como Kaliningrado apuntan directamente hacia Europa y Estados Unidos. Al mismo tiempo, la OTAN reaccionaba con otra maniobra de disuasión bastante similar que recordó a los peores tiempos de la Guerra Fría. Para terminar de hacer más real la amenaza, el ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Serguéi Lavrov, advirtió de que, en el caso de desatarse una Tercera Guerra Mundial, implicaría el uso de “armas nucleares” y sería “destructiva” para ambos bandos. Desde la crisis de los misiles de Bahía de Cochinos de 1961, cuando un desembarco de fuerzas opositoras al régimen castrista y de Estados Unidos obligó a la Unión Soviética a decretar el estado de máxima alerta, el homo sapiens no había estado tan cerca de su completa autodestrucción. Según Ulrich Kühn, estratega de la Universidad de Hamburgo (Alemania), la probabilidad de que Rusia use armas nucleares “es extremadamente baja, pero no es cero, es real, e incluso podría aumentar. Esas cosas podrían suceder”.
Cada hora que pasa, el Kremlin tensa un poco más la cuerda sin importarle si ello puede suponer un agravamiento de la crisis hasta rozar una confrontación directa con Occidente. La vieja técnica soviética de escalar el conflicto al máximo para después “desescalar”. Es evidente que Putin ve el “ataque nuclear como una estrategia viable”, según su nueva doctrina militar, como demuestra el hecho de que no le tiemble el pulso a la hora de llevar la guerra hasta la mismísima frontera polaca, a escasa distancia del territorio de la Unión Europea. Rusia ha lanzado varios misiles contra distintas localidades situadas al oeste de Ucrania. Uno de los artefactos llegó a explotar en las proximidades de Polonia. Apenas veinticinco kilómetros separaron al mundo de la Tercera Guerra Mundial. Cualquier error, escaramuza o accidente puede terminar detonando el apocalipsis. La escalofriante ofensiva del ejército invasor sobre las centrales nucleares de Chernóbil o Zaporiyia puede provocar un escape radiactivo en cualquier momento, lo que obligaría a intervenir a la comunidad internacional. En concreto, el violento ataque contra la planta de Chernóbil (que ya sufrió el peor accidente de la historia en 1986, causando miles de muertos y enfermos de cáncer) es ilustrativo de la tragedia de proporciones cósmicas que puede llegar a ocurrir. Los soldados de Putin se lanzaron sobre el complejo energético sin reparar en el peligro que corría el sarcófago que recubre el reactor siniestrado hace 36 años y que aísla el material radiactivo altamente contaminante. Durante la operación militar de los comandos de Putin se produjo un apagón y un incendio que pusieron en grave riesgo toda la instalación. Además, unos 200 técnicos de la planta fueron tomados como rehenes y obligados a trabajar sin descanso y en condiciones lamentables para mantener la seguridad en el complejo de Chernóbil. Días después, las tropas rusas estuvieron a punto de ocasionar un nuevo accidente al tomar Zaporiyia, la planta nuclear más grande de Europa. En la actualidad, Ucrania cuenta con cuatro centrales y 15 reactores: dos en Jmelnitski, cuatro en Rivne, tres en Ucrania Sur y seis en Zaporiyia, según los últimos datos del operador ucraniano Energoatom. La batalla por el control de la energía atómica en el país invadido puede terminar con un escape de radiactividad que sería letal para la raza humana.