En las últimas elecciones de las principales democracias occidentales, los partidos de izquierda han encadenado resultados por debajo de sus expectativas, incluso verdaderas catástrofes, encendiendo las alarmas dentro del progresismo. Esa curva descendente no obedece únicamente a coyunturas puntuales, sino a un conjunto de desequilibrios estructurales que erosionan su conexión con las clases medias y trabajadoras. Entre desconfianzas internas y desafíos externos, la izquierda navega en aguas turbulentas sin encontrar un rumbo compartido, mientras su base de votantes apuesta por opciones más conservadoras o, directamente, por la extrema derecha.
Desde la crisis de valores que sigue a la pandemia hasta la emergencia de nuevas demandas sociales, el espacio progresista ha perdido parte de su apelación tradicional. La nefasta gestión de la recuperación económica, marcada por un alza de precios y la moderación en el gasto público, ha dejado en evidencia la dificultad de articular propuestas redistributivas convincentes sin ahuyentar al electorado moderado. En paralelo, la fragmentación interna, con múltiples candidaturas y rupturas territoriales, dispersa el voto y dificulta un relato cohesionado.
La izquierda ha tropezado, además, con la paradoja de la sobreexposición. Los conflictos por cuotas de poder dentro de los partidos, salpicados por disputas de liderazgo y filtraciones a la prensa, han alimentado la imagen de desgobierno. Ese ruido mediático contrasta con la silenciosa eficacia de gobiernos de coalición transversales más pragmáticos capaces de combinar medidas sociales con estabilidad administrativa. La retórica radical, en ocasiones comprensible como reacción a un panorama social desigual, encuentra eco en los activistas, pero resulta áspera para ciudadanos que aspiran a soluciones concretas a su día a día.
Otro factor determinante es el viraje cultural del electorado joven. Aunque los menores de 35 años mantienen posiciones progresistas en temas de derechos civiles y cambio climático, sus prioridades económicas y laborales van más allá de la retórica clásica. La precariedad, el acceso a la vivienda o la digitalización demandan propuestas innovadoras que los partidos de centro y más conservadores (tanto de corte tecnocrático como populista) han sabido canalizar mejor. En este contexto, la izquierda tradicional aparece anclada en categorías del siglo XX, sin la agilidad necesaria para adaptarse a una realidad social hiperconectada.
Tampoco ha ayudado la oleada de desinformación que circula por redes y mensajería privada. Bajo la etiqueta de “corrupción progre” o “impuestos inasumibles”, desde la extrema derecha se difunden campañas automáticas que socavan la reputación de políticas que, en muchos casos, aún no se han aplicado. La dificultad para contrarrestar estas tramas con fact‑checking real y agradecido por el público refuerza la sensación de desprotección ante un sistema mediático fragmentado.
El último pulso decisivo pasará por la capacidad de rearmarse ideológica y comunicativamente y, sobre todo, salir del dogmatismo y el sectarismo para afrontar soluciones de gobierno con otras formaciones más conservadoras que frenen el auge de la extrema derecha. La formalización de nuevos espacios de confluencia, capaces de aglutinar sindicatos, movimientos sociales y tecnócratas, podría marcar la senda. Pero para revertir la caída de apoyos, será imprescindible que la izquierda recupere dos hábitos olvidados: escuchar sin prejuzgar y demostrar con realidades tangibles que sus políticas mejoran la vida cotidiana, más allá de discursos inspiradores que manipulan cifras, como sucede con el gobierno de Pedro Sánchez.
La izquierda se enfrenta a un reto de autenticidad y eficacia. No basta con señalar los males del sistema: debe renovar su propuesta con concreción y transversalidad, reconectar con los ciudadanos en su diversidad y demostrar que la justicia social no es una idea lejana, sino un proyecto viable y cercano. Solo así podrá volver a recuperar ese pulso político que en el pasado le otorgó mayorías sostenibles y capacidad de transformación.
Votantes de izquierda se van a la extrema derecha
La capacidad de captación de votantes de izquierda por parte de la extrema derecha se basa en varias dinámicas que están explotando con éxito las fisuras del progresismo. En primer lugar, estos movimientos recurren a una narrativa de victimismo que resuena entre las clases medias y trabajadoras afectadas por la globalización y la precariedad: presentan al “sistema político” y a las élites tradicionales (incluyendo a la izquierda institucional) como responsables de una pérdida de identidad y de oportunidades económicas. Al enfatizar la competencia entre nacionales y extranjeros por recursos escasos, logran arrastrar hacia su órbita a una parte del electorado obrero y joven que, pese a sus valores igualitarios, siente que la izquierda no defiende sus intereses más inmediatos.
En paralelo, la extrema derecha utiliza una estrategia de comunicación de alto impacto: mensajes breves, directos y emocionalmente cargados que florecen en redes sociales y aplicaciones de mensajería. A diferencia de los partidos de izquierda, que proponen complejos programas de redistribución o legislación laboral, sus adversarios simplifican la oferta política con dos o tres “soluciones mágicas” (control de la inmigración, reducción de impuestos, ley y orden) que resultan atractivas para quien se siente desbordado por un discurso político que percibe como demasiado técnico o lejano. Así consiguen erosionar la narrativa de justicia social: si la izquierda no explica en un lenguaje sencillo cómo sus políticas afectan a la vida diaria, el electorado busca respuestas efectivas en quien promete “volver a poner al trabajador primero”.
Además, la extrema derecha ha avanzado sobre temas que antes eran territorio casi exclusivo del progresismo: la defensa del pequeño comercio ante las grandes corporaciones, la protección del medio rural y el rechazo a la deslocalización industrial. Al hablar en clave de “patriotismo social”, es decir, construir un Estado fuerte que garantice empleo y servicios a los nacionales, desplazan a la izquierda de su terreno histórico, obligándola a defender no sólo la redistribución de rentas, sino también un relato de cohesión nacional que difícilmente encaja con un discurso globalista y cosmopolita.
Por último, la hoja de ruta de la extrema derecha integra un componente cultural muy potente: reclaman “reformas sociales” contra un “progresismo woke” que, en su versión más radical, vinculaban a las élites universitarias alejadas de la realidad de los barrios y pueblos. Señalando a la izquierda como aliada de las minorías más visibles (mujeres, LGTBI+, inmigrantes), logran un efecto de contraponer “identidad nacional” frente a “identidades fragmentadas”. De este modo minan la cohesión del electorado progresista y refuerzan la idea de que los partidos de izquierda han perdido la brújula de sus propias señas de identidad.