La guerra civil española no acabó el 1 de abril de 1939, tal como anunció Franco en el último parte de guerra de los golpistas. El general triunfante, ya sin frentes bélicos, continuó su propia guerra para mantenerse en el poder, en una España de hambruna y miseria, mediante una brutal represión contra los defensores de la II República y todo aquel considerado enemigo del nuevo régimen.
Habían ganado la guerra y buscaban el control total de la ciudadanía, en un inmovilismo vigilado, evitando discrepancias públicas en un país que tímidamente iniciaba su despegue hacia un incipiente desarrollo, por lo que estaban empeñados en mostrar una imagen pacífica de calma social, como si hubiese una paz aceptada por un creciente y organizado movimiento obrero y una resistencia interna antifascista que evidenciaba las contradicciones del régimen totalitario.
El caso Julián Grimau, fusilado en 1963, les saltó en la cara sacándole todas las vergüenzas a un régimen dictatorial que preparaba para el año siguiente los actos propagandísticos y cuestionables de aquellos ficticios 25 Años de Paz, que solo implicaban a los serviles del franquismo. Las cada vez más frecuentes huelgas reivindicativas y las manifestaciones en la calle pusieron en alerta al régimen, que encontró en Julián Grimau a la persona sobre la que ejemplarizar su disposición a silenciar toda oposición callejera y un incipiente movimiento obrero organizado.
Todos los errores de su enjuiciamiento militar (dirigido y manipulado) y el ensañamiento, con una figura clave del Partido Comunista, hizo que se levantase un clamor popular en todo el mundo que cuestionó la fiesta que se preparaba en un país prensado bajo la bota del franquismo.
Luchadores contra la dictadura de aquel momento, como Víctor Díaz-Cardiel, obrero metalúrgico, dirigente de la Oposición Sindical Obrera y posteriormente de Comisiones Obreras y del PCE, fue uno de los últimos amigos (compañero) que estuvo con Grimau poco antes de ser detenido.
Víctor lo tiene claro: “Una de las medidas del franquismo para anular al movimiento obrero fue ejecutar a Julián. Una tremenda barbaridad porque lo mataron como una venganza, para avisar al cada vez más activo movimiento obrero, que había conseguido organizarse. El ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, que preparaba los actos propagandísticos de los 25 Años de Paz, fue el verdadero responsable de aquel asesinato, queriendo dar en Julián un escarmiento para que los trabajadores y el movimiento obrero no se movieran”.
Para Enrique Santiago, diputado y actual secretario general del PCE, no hay ninguna duda, “fue un asesinato institucional, siendo el franquismo el que, para cometerlo, violó sus propias leyes y el ordenamiento jurídico de la época”. Y tanto, habían pasado 24 años del final de la guerra civil y para ejecutar a Grimau tuvieron que reactivar los tribunales de excepción de la guerra, mientras retrasaban la formación de los nuevos y aprobados Tribunales de Orden Público (TOP). Es por este y otros casos por lo que desde las organizaciones memorialistas se pida la nulidad de las sentencias de los tribunales que activaron los crímenes del franquismo, entre ellos el de Julián Grimau.
¿Quién era Julián Grimau?
¿Pero quién era este comunista, el último fusilado por Franco tras la guerra civil? Como su padre Enrique, policía y masón, Julián Grimau estuvo desde el principio comprometido con la II República. Era el mayor de ocho hermanos, y en 1925, con solo catorce años, se puso a trabajar en el mundo editorial, a donde había derivado también su padre tras haber dejado, en 1922, el puesto de comisario de policía en Barcelona.
Una vez llegó la II República, Julián viajó a La Coruña para hacerse cargo de una librería y entró en la Organización Republicana Gallega Autónoma de Casares Quiroga, pero en 1934 ya estaba en Madrid, donde se afilió al Partido Republicano Radical de Martínez Barrio, quien le propuso entrar en los Servicios de Seguridad del Estado. Tras unas oposiciones, ingresó en la Brigada de Investigación de Madrid, pero iniciada la guerra civil decidió afiliarse al Partido Comunista. Pasó durante la guerra por Valencia y Barcelona y, como tantos españoles, tuvo que huir a Francia, ante la inminente victoria del ejército sublevado.
Con su padre estuvo recluido en el campo de Argelès-sur Mer, en la costa mediterránea francesa, hasta que, en una de las expediciones para llevar a los exiliados españoles a América, pudo embarcar, en noviembre de 1939, gracias al SERE, con su padre y otros 900 españoles republicanos, en una de las expediciones del barco Lasalle, que en tres semanas de travesía lo llevó desde Burdeos a la República Dominicana del dictador Leónidas Trujillo, que cobraba 500 dólares por cada refugiado español que llegaba a la isla.
Allí estuvo dos años antes de pasar a Cuba, donde volvió a trabajar en una editorial, y se encontraba en México, cuando en 1947, acabada la II Guerra Mundial, volvió a Francia, siendo elegido miembro del Comité Central del PCE, “ejerciendo -según su familia- labores burocráticas que no le gustaban”. Allí en París conoce a su mujer Ángela, 19 años más joven, con la que tiene dos hijas, Lola y Carmen, quienes dejan de ver regularmente a su padre cuando, en 1957, el Partido Comunista le encarga volver a la clandestinidad en España, tras la detención de algunos de los principales dirigentes del PCE en el interior, entre ellos Simón Sánchez Montero (alias Vicente Sáinz), con la misión de la reorganización del movimiento obrero, entrando en contacto con el hábil y escurridizo Francisco Romero Marín (El Tanque, quien solo pudo ser detenido en 1974, aunque llevaba en la clandestinidad desde 1956), con Jorge Semprún (alias Federico Sánchez, quien llegaría a ser ministro de Cultura en 1988), con Marcelino Camacho (el histórico dirigente de CCOO) y con el sindicalista Víctor Díaz Cardiel, entre otros.
Cada año, en julio o en agosto, volvía a Francia para ver a su familia, siendo su última foto familiar la de las vacaciones de 1960, en Crimea (URSS). Inicialmente se movió entre Sevilla y Barcelona, pero en 1961 recaló en Madrid actuando como Emilio García (tendría varios alias), donde se ocupó de la reorganización de las células comunistas del mundo obrero. Instalado en un domicilio donde ya habían estado otros dirigentes comunistas, en la calle Concepción Bahamonde, número 5, muy cerca de la Plaza Manuel Becerra, donde cambiaría drásticamente su destino.
Sin embargo, cuando fue detenido vivía en otro domicilio madrileño, en la calle Pedro Heredia, junto a un matrimonio que sufriría drástica represión tras la detención de Grimau. Lo curioso es que Grimau estaba en ese momento muy preocupado por la crisis del Caribe, por la instalación de misiles en Cuba, “como si España pudiera hacer algo sobre ese conflicto entre EEUU y la URSS” y aunque tenía previsto visitar a su familia, a la que llevaba dos años sin verla, decidió quedarse en Madrid, “por la caída de varios camaradas”. Lola, su hija mayor, lo recuerda para Diario16, como una persona de buen carácter, amable, que las llevaba, a ella y a su hermana Carmen, de paseo, al cine y al teatro y que, con su mujer Ángela, solía ir a la URSS. Sus hijas -cuenta Lola- “vivíamos en la ignorancia. Tuvimos una infancia feliz porque no sabíamos nada y porque creíamos que era representante de comercio en Marsella y por eso tardábamos en verlo”.
La detención de Grimau
El régimen estaba loco por detener a la cúpula del cada vez más activo movimiento comunista y obrero, en un momento de grandes huelgas en España (Asturias, País Vasco, Cataluña…) en pleno inicio del desarrollismo económico, lo que demostraba que la oposición al franquismo no estaba del todo derrotada, y le tendió una trampa con la ayuda de un comunista detenido unos días antes, Víctor Lara.
Tenía que irse de vacaciones, pero se quedó en Madrid, en plena “crisis del Caribe”. Había estado aquel día con Víctor Díaz Cardiel, representante sindical del sector del metal, trabajador en Euskalduna, y por la tarde, en la Plaza Manuel Becerra de Madrid, se vio con Víctor Lara, a quien notó nervioso al entregarle papel para que pudiera utilizado propagandísticamente. No sabía que su camarada comunista fue a su encuentro acompañado de la policía. Era el 7 de noviembre de 1962 y tras despedirse de Lara, Julián Grimau tomó un autobús casi vacío, el número 18, donde solo estaban él y varios policías de paisano de la temible Brigada Político-Social. Lo bajaron poco antes de llegar a Cuatro Caminos y Julián gritó que lo detenían porque era comunista. Los policías que lo detuvieron dijeron que Grimau “mantuvo una actitud decidida y sin manifestar el menor miedo declaró que iba a hablar muy poco”.
Un coche policial lo llevó hasta la Dirección General de Seguridad (DGS) en la Puerta del Sol de Madrid. En su falso DNI de ese momento figuraba que se llamaba Emilio Fernández y portaba unas 13.000 pesetas que Díaz Cardiel le había pasado por la mañana, de las cotizaciones recaudadas. Le entregaron un papel para su declaración y escribió: “Declaro ser miembro del Comité Central del Partido Comunista de España y me encuentro en Madrid para el cumplimiento de mi deber como comunista. No diré nada más”.
Su destino quedó trazado cuando la policía supo que Julián Grimau durante la guerra había ejercido de policía en la Brigada de Investigación Criminal, en Barcelona. Ya uno de los policías le soltó: “a ti pronto te vamos a matar”. No hubo que esperar mucho para el primer intento. Los interrogatorios en la Dirección General de Seguridad, en la actual sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol, en una habitación semioscura, los policías comenzaron a golpearlo brutalmente intentando conseguir nombres y datos sobre la actividad clandestina, en un momento clave de la formación de las primeras Comisiones Obreras.
Al día siguiente, su cuerpo terminaría siendo arrojado desde una altura de unos seis metros, cayendo al callejón de San Ricardo, la parte trasera de la DGS. Grimau, al que se le negó pronta asistencia letrada, solo pudo encontrarse con su abogado civil, Amandino Rodríguez Armada, 22 días después de ser detenido, a quien refirió los detalles que hoy conocemos.
Recordaba que lo amenazaron con una pistola y recibió un fuerte golpe en la cabeza. Su compañero de partido, Francisco Romero Marín, leía en la edición de ABC, del 9 de noviembre, que un individuo de nombre Emilio Fernández Gil, miembro del Comité Central del PCE, “antes de ser interrogado se arrojó por el balcón del despacho en que se encontraba -en la planta entresuelo- y cayó al callejón de San Ricardo. El herido fue conducido al Equipo Quirúrgico, instruyéndole las correspondientes diligencias, que fueron remitidas al juez de instrucción de guardia”. Era, en palabras de Francisco M. Erice Sabarés, “la primera pieza de importancia que se cobraba el régimen tras muchos meses cargados de sinsabores”, por las continuas huelgas y los efectos del llamado “contubernio de Múnich”, celebrado en junio de 1962, cuando se reunió la oposición al franquismo en la ciudad alemana pidiendo el fin de la dictadura y libertades democráticas para España. La imagen del franquismo ya estaba muy cuestionada internacionalmente y la detención de Grimau supuso nuevas críticas al régimen a la vez que aumentaba la solidaridad con el detenido.
¿De veras intentó suicidarse? ¿Cómo es posible que un hombre vigilado, custodiado, rodeado de policías, pudiera abrir una ventana de doble hoja, con tres cristales cada una, situada en altura a un metro cuarenta del suelo y cerrada con su falleba y se tirase voluntariamente al vacío? Porque, tal como se indicó en el informe médico forense, realizado por Manuel Martínez Selles, el suicida no presentaba ni equimosis (hematomas), ni arañazos o heridas por cristales rotos, sino heridas propias de una caída de altura considerable que no pudo acabar con la vida de Julián Grimau.
Lo sintieron vivo y lo llevaron al Hospital Central Penitenciario de Yeserías, en el distrito de Arganzuela de Madrid. Lo operan quitándole una parte del lado izquierdo frontal, el más afectado por su impacto con el suelo, lo que le ocasionó un aplastamiento cerebral, además de presentar fracturas en las muñecas e inmovilidad de los miembros inferiores. El día anterior, en la DGS, cuyo director era Carlos Arias Navarro, uno de sus torturadores, el corpulento doctor alicantino Vicente Sentí Montagut, lo amenazó mientras se armaba con un guantelete (manopla rígida), preguntándole “¿cómo quiere que te golpee, como policía o como médico?”. Grimau se lo contó a su abogado Amandino Rodríguez, tras identificar a Sentí, como el último rostro que recordaba en el interrogatorio y el primero que veía en el Hospital. “¡¡¡Caramba cómo le han dejado a usted!!!”, dice que le dijo. En su doble vida, era el jefe del Departamento de Traumatología de Yeserías, en donde había acabado el suicidado. Curiosamente a este personaje llegarían a darle la Medalla al Mérito Penitenciario y, sin saberlo, fue compañero de Ángel Sopeña Díaz, ginecólogo de la cárcel de mujeres de Yeserías y miembro del PCE en la clandestinidad.
Las diligencias de aquel intento de suicidio, sin siquiera darle audiencia al acusado, fue sobreseído por el juzgado de Instrucción N.º 8, el 25 de febrero de 1963, cuando el destino de Julián Grimau ya estaba decidido en otro tribunal. De hecho, para justificar su detención y enjuiciamiento, el Ministerio de Información y Turismo, encabezado por Manuel Fraga Iribarne, inició una campaña indicando que “en unos días daremos un dossier espeluznante de crímenes y atrocidades cometidas personalmente por este caballerete”, dossier aún hoy desconocido.
Más aún, a punto de crearse los nuevos Tribunales de Orden Público, de carácter civil, se decidió retrasar su puesta en funcionamiento para que Julián Grimau pudiera ser juzgado por un tribunal militar en procedimiento sumarísimo. A pesar de su denuncia sobre las torturas sufridas, el detenido no tuvo ningún examen pericial médico ni se comprobaron los detalles de su supuesto intento de suicidio.
Juicio político amañado por un tribunal militar
En febrero de 1963, Grimau es trasladado a Carabanchel, donde sigue su recuperación, aislado en la enfermería de la prisión y desde allí escribe una carta por semana a su mujer Ángela y a sus dos hijas, que residían en París. Su encuentro, el 30 de marzo, con el juez instructor, el coronel Eymar, le dejó claro que les interesaban más los llamados “delitos de guerra” que los propios de su actividad clandestina como dirigente comunista. Cinco meses después de su detención, en abril de 1963, sin avisar, se abrió el proceso judicial. El Ministerio de Información, ante el escándalo que se abría por el procesamiento, aclaró el 16 de abril, que contrariamente a lo que se decía, “el procedimiento ni estaba terminado ni sería requerida la pena de muerte”.
Solo dos días después, el 18 de abril, se abrió la Sala de Audiencia con los asientos llenos de policías de paisano, militares y funcionarios que impedían que la sala se completara con el público que aguardaba para entrar al juicio. Aún así, hubo juristas y observadores internacionales. La visión de los que vieron a Julián Grimau lo hacen diciendo que estaba de espaldas, custodiado por “dos guardias civiles armados de fusiles con sus bayonetas”. Julián, según el testimonio del abogado francés Georges Lederman, que asistió al juicio, estuvo dos horas contestando a todas las acusaciones, hablando de su vida de obrero y de militante comunista.
Sostiene el abogado francés que negó los crímenes de los que la acusación le hacía responsable: “no he cometido los actos de que se me acusa, mi conducta es clara, jamás he maltratado a nadie, jamás he torturado, mis sentimientos me prohíben la crueldad y me inspiran el respeto de las personas humanas”. Y también aclaró sobre su supuesto intento de suicido, que había sido víctima de violencia y que no había querido suicidarse. Aprovechó su declaración pública para mantenerse en su compromiso político con la República, “porque es la que mejor defiende y asegura los intereses del pueblo que encarna la verdadera democracia”. Y si estaba en el Partido Comunista era “porque defiende los intereses de los trabajadores”, señalando que el Partido Comunista quiere la reconciliación nacional y quiere ayudar a establecer en España un gobierno democrático”. En tiempos en los que las huelgas se sucedían, reconoció la utilización de la huelga, “pero la huelga pacífica”. Su argumento final, “mientras pueda, lucharé como comunista para instaurar la democracia en mi país”. No hubo ningún testigo presencial, solo versiones de cosas oídas, afirmaciones indirectas de supuestas actividades represivas del acusado durante su estancia en Barcelona.
Ahí estaba Julián Grimau, frente a un tribunal lleno de irregularidades que ya había decidido su destino. Como abogado defensor le denegaron a su abogado civil y le pusieron a Alejandro Rebollo, capitán del cuerpo jurídico militar y activista de Acción Católica, a quien solo le dieron tres días para preparar la defensa del acusado, “en un proceso/farsa -apunta su hija Lola- que se celebró en la Casa del Reloj”, un edificio que perteneció a los Servicios Centrales del Matadero y Mercado Municipal de Ganados, muy cerca de la cárcel de Yeserías.
Las acusaciones como ponente fueron realizadas por el comandante Manuel Fernández Martín, un reconocido represor franquista, y un falso abogado y médico, como se descubriría más tarde, quien se empleó a fondo en lo que sería su último acto de servicio antes de descubrirse el pastel de sus inexistentes titulaciones académicas.
Las acusaciones se sucedían con bases muy endebles. El abogado defensor, el capitán Rebollo, iría refutando las falsas imputaciones y recriminó que pudiera usarse como instrumento de prueba un panfleto apócrifo del propio Ministerio de Información y Turismo que dirigía Fraga Iribarne, entregado a miembros de la prensa extranjera y utilizado en el juicio, para más inri “sin pie de imprenta y hecho a multicopista, donde las hipotéticas víctimas son personas que no hacen manifestación alguna… son terceras personas que dicen que oyeron decir”.
Ninguna acusación concreta; es más, el capitán Rebollo insiste en que el delito, de haberlo, ha prescrito, “por aplicación del Código de Justicia Militar de 1890”. Rebate la rebelión militar y por tanto no compete al Consejo de Guerra juzgarlo de acuerdo con el Decreto de 21 de septiembre de 1960 y no se prueba que Grimau haya atentado contra el orden público, “sino, como ha aclarado el acusado, es miembro del Comité Central del Partido Comunista y ha vuelto a España para cumplir una misión”.
Y sin embargo, cuenta Lola Grimau, “gracias a esa falsificación de títulos Fernández Martín ejerció en el juicio de mi padre el cargo de fiscal, el único del cuerpo jurídico del ejército para el que se necesitaba ser abogado”. Grimau estaba condenado de antemano. Un juicio político amañado por un tribunal militar en el que el ponente señalaba al tribunal el rumbo de la sentencia. Así lo hizo este impostor, que sería incluso más tarde condenado por ello y apartado del ejército, por los miles de juicios en los que participó como fiscal o ponente desde el fin de la guerra, en 1939, bajo la Ley de Responsabilidades Políticas.
Pocos se salvaron de las miles de sentencias a muerte que se produjeron. Es uno de los motivos por lo que la familia reclama la nulidad de este juicio que le ha sido denegada en varias ocasiones, un vicio legal y formal que no ha servido para reabrir y anular el proceso. Ni siquiera, en 1978, el año de la Amnistía, cuando su mujer Ángela pudo regresar a España, encontró apoyo en el PCE dirigido por Santiago Carrillo, quien contestó que no era el momento para plantear el caso Grimau.
“Mi padre -dice Lola- fue en ese momento del inicio de esta democracia, una incómoda moneda de cambio. Ni entonces ni ahora hemos encontrado una respuesta institucional positiva”. No prosperaron los primeros intentos del abogado asturiano, Antonio Masip Hidalgo, ni los dos siguientes de la propia viuda ante la jurisdicción militar, ni el de Javier Moscoso, como fiscal general del Estado, quien, ante la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo, en 1989, planteó el vicio formal de que en aquel juicio no existió entre los miembros del Consejo de Guerra que condenó a Grimau, ningún letrado licenciado en Derecho, ni siquiera el fiscal ponente. Aún así, el Tribunal Militar alegó que no existían nuevos datos para reabrir el caso. Y ahí sigue la familia, 60 años después, luchando por un acto de justicia para reabrir el proceso, a pesar de la Ley de Memoria Democrática, de octubre de 2022, que declara nulos los juicios franquistas.
Julián Grimau García fue acusado, 24 años después del final de la guerra en los frentes, de rebelión continuada y de pertenecer a una represiva cheka, la de la Plaza de Berenguer el Grande, en Barcelona, argumentos ambos fácilmente rebatibles, como hizo valientemente el capitán jurídico Alejandro Rebollo Álvarez-Amandi, quien a pesar de las amenazas y presiones recibidas desmontó ante el tribunal una inexistente rebelión continuada, ya que el acusado salió de España en 1939 y no regresó hasta 1957, y no estuvo en ninguna cheka, sino como policía, cargo obtenido por oposición, al servicio de la República, siendo que él mismo manifestó no haber participado en ninguna tortura o asesinato ya que iba en contra de sus propias convicciones morales. La abogada, María Luisa Suárez, presente en el juicio, alabó la defensa realizada por Rebollo, “bien argumentada jurídicamente, con una hermosa oratoria, lleva de humanidad”. Acusaciones infundadas, pues el propio Partido Comunista había renunciado años antes a la lucha armada y apostado por una política de reconciliación. Pero el destino estaba trazado en un juicio sin ninguna garantía jurídica y sin pruebas directas y firmes, en un intento de legalizar lo que fue un asesinato político. El abogado británico R. G. Freeman, presente también en el juicio, declaró: “asistí, no a un juicio, sino a un crimen premeditado.
"Fraga se empeñó en dar un escarmiento"
Condenado a muerte por una ley retroactiva sobre comportamientos políticos, Julián Grimau, en la madrugada del 20 de abril de 1963, con solo 52 años, fue sacado de su última celda en Carabanchel y conducido a un campo de tiro próximo donde le esperaba el pelotón de fusilamiento formado por soldados de reemplazo, ante la negativa del jefe de la Guardia Civil de Madrid a formar el pelotón.
Tan de madrugada que fueron los faros de los coches los que iluminaron la escena de la descarga, que no pudo acabar con Julián Grimau, al que un tembloroso teniente dio el tiro de gracia. Su abogado, Alejandro Rebollo, en aquel instante de solo 28 años (seria en democracia diputado en dos legislaturas, director general de Renfe y Correos, entre otros cargos), recibió de Grimau, poco antes de ser fusilado y acompañarlo la última noche en capilla, el agradecimiento por la valentía de su defensa y le entregó una foto con dedicatoria, “Gracias mil por su defensa, con verdadero afecto y respeto”, con fecha 20 de abril 1963. El capitán Rebollo la tarde anterior recibió el aviso de presentarse en la prisión con el uniforme de gala para presenciar la ejecución ante la que no había apelación posible. Lo acompañó en sus últimos instantes dejando testimonio de que Grimau se enfrentó a la muerte con dignidad, sereno, sin gritos ni aspavientos y no quiso que le vendaran los ojos.
La familia se enteró dos días después. Lola Grimau, su hija, lo recuerda con claridad: “nos regalaron a los dos días unas bicicletas para amortiguar el momento. Hoy lo tenemos claro, mataron a mi padre por haber sido policía y por estar organizando el movimiento obrero. Con el TOP no lo habrían fusilado, solo lo hubieran condenado a 30 años de cárcel, pero Fraga se empeñó en dar un escarmiento. Este fue un crimen de Estado y por eso exigimos una reparación de Estado, que no hemos obtenido”.
El clamor mundial de repulsa fue tan enorme que llegaron miles de cartas de personalidades de todo el mundo pidiendo clemencia a Franco, del Vaticano, del propio Jrushchov, de Kennedy, de la reina Isabel II de Inglaterra, de Francia, de Italia, de Alemania… y en el interior Menéndez Pidal, Azorín, Zubiri, Laín Entralgo, Bergamín, Aranguren, todo fue en vano y el insidioso Manuel Fraga, incluso en sus memorias publicadas en 1980, trató de justificarse diciendo que recibió “una montaña de radios y telegramas por el caso Grimau, el dirigente comunista conectado con graves acciones de las chekas durante nuestra guerra”, todo porque según él, “la organización comunista internacional funcionó con su acostumbrada precisión y la campaña tuvo una fuerza enorme”. Y Franco, en su Consejo de Ministros, que firmó la ejecución de la sentencia, advirtió que todo el revuelo se olvidaría en días. Ni siquiera los ministros del Opus Dei, el de Hacienda, Navarro Rubio, o el de Comercio, Alberto Ullastres, o de Industria, Gregorio López Bravo, fueron capaces de seguir las propuestas de la recién aprobada encíclica de Juan XXIII, Paz en la Tierra (Pacem in Terris), “un documento de amor y convivencia que debería obligar a los portaestandartes de la cristiandad”. Otros ministros del momento, fueron responsables de la última firma: el teniente general Agustín Muñoz Grandes, vicepresidente del Gobierno; el de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, quien avisó de las repercusiones internacionales; el de Gobernación, Camilo Alonso Vega; el de Trabajo, Jesús Romeo Gorria; el ministro de la Presidencia, Luis Carrero Blanco; el secretario general del movimiento, José Solís Ruiz o el propio Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, más otros diez ministros que ratificaron “la condena ejemplarizante”.
Ángela Campillo, su viuda, ofreció cuatro días más tarde una rueda de prensa en París, agradeciendo los esfuerzos por salvar a su marido y públicamente declaró que “el asesinato de mi marido es un acto político de venganza y de odio del general Franco…La realidad hoy es que un cuarto de siglo después de la guerra de España, cuando todos los españoles -no importa de qué lado hayan luchado- desean ardientemente que se restablezca en España un régimen de tolerancia y de paz, el general Franco desafía la conciencia nacional y universal continuando una política de guerra civil”. El padre de Ángela, militante del partido socialista, había sido fusilado durante la guerra sin ser sometido a juicio. El diario italiano L’Espresso titulaba “La guerra civil no ha acabado aún” (La guerra civile non é ancora finita) y el mismo Dionisio Ridruejo diría en Le Monde: “la guerra continúa, para Franco era como volver matar a todos los muertos”, tanto que muy poco después, en el verano de 1963, a pesar del dedo acusador internacional, la dictadura siguió sus procesos, siendo condenados a muerte a garrote vil los anarquistas veinteañeros Francisco Granado Gata y Joaquín Delgado Martínez, a quienes acusaron de poner bombas en la misma Dirección General de Seguridad y en la Delegación Nacional de Sindicatos, causando daños materiales y algunos heridos. Lo curioso es que ambos fueron detenidos por piropear a unas chicas en las proximidades del Palacio Real. El director general de Seguridad, Carlos Arias Navarro, que participó en los interrogatorios abofeteando a los detenidos, consiguió tras varios días de torturas que ambos reconocieran su filiación anarquista y se atribuyeran bajo amenazas ambos atentados, por lo que se encontraron con un inmediato Consejo de Guerra que los condenó a muerte por garrote vil, lo que fue ejecutado el 17 de agosto de 1963, solo dos semanas después de ser detenidos. Su conexión con Julián Grimau, se acentuaría cuando al paso de los años los tres cuerpos se encontraron en fosas de caridad del cementerio de Carabanchel. Años más tarde se conocería a los verdaderos ejecutores de aquellos atentados, Sergio Hernández y Antonio Martín, que consiguieron huir a Francia y allí confesaron los atentados. Por ello, las familias de los ejecutados luchan por la nulidad de la causa. Tampoco lo han logrado, pero la conexión con Julián Grimau va más allá, pues en la continuada reclamación de sus cuerpos se descubrió que habían sido secuestrados y ocultados durante años en el Cementerio de Carabanchel. El de Julián Grimau fue trasladado al Cementerio Civil de Madrid, en 1974, cuando a su mujer Ángela, residente en París, le dan solo 24 horas para retirar su cuerpo. Al morir Ángela, en 2019, sus cenizas se depositaron junto a su marido, en el Cementerio Civil, sin conocer la rehabilitación moral de su marido que tanto había pedido.
Una última reflexión sobre estos crímenes del franquismo. El filósofo y pensador alemán Walter Benjamin (judío y marxista), que murió huyendo del nazismo en la localidad española de Port Bou, en 1940, cuando solo llevaba 12 horas en España y había sido detenido en la Fonda Francia por la Guardia Civil, afirmaba que “ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si este vence. Y es ese enemigo que no ha cesado de vencer”. El fascismo sigue rondando sobre sus muertos y ni la democracia ha sido capaz de reponer su dignidad al no reconocer las irregularidades de tantos juicios.