La inflación se ha disparado hasta niveles no conocidos desde los años ochenta. La gasolina se ha convertido en un bien de lujo y muchos españoles ya han optado por dejarse el vehículo en casa y tirar de bicicleta, patinete eléctrico o coche de San Fernando (un ratito a pie y otro caminando) para acudir al trabajo cada día. Algunos alimentos se han puesto en niveles prohibitivos y llenar la cesta de la compra se ha convertido en un problema irresoluble, un auténtico sudoku.
Somos los europeos con los salarios más bajos de toda Europa, así que toca tirar de ahorros (los que los tengan) para llegar a final de mes. Algunos sectores como los transportistas, agricultores, ganaderos y pescadores no aguantan más. Ganan dinero quedándose en casa, lo cual demuestra que el concepto pobreza se ha transformado de forma radical en el siglo XXI. Se preparan drásticos ERE, que no ERTE, ya que muchos empresarios sienten alergia por el escudo social y lo que les pide el cuerpo es despedir a mansalva para ahorrar en costes laborales. Un ajuste duro, salvaje, parece inevitable. Tal que ayer, sin ir más lejos, se lo dejó caer Garamendi a Yolanda Díaz con una seria advertencia en tono brusco y faltón: “Si no permite despedir, que monte una empresa ella”. Fue un claro aviso a navegantes, la constatación de que el gran capital ha puesto la diana en el Gobierno de coalición y no parará hasta derribarlo.
Atrás quedan los tiempos de los supuestos pactos entre los agentes sociales. Se impone la confrontación pese a los llamamientos de Pedro Sánchez a la unidad de todos para hacer frente al desafío de la guerra en Europa, la guerra de Putin a todo gas. La ultraderecha organiza asociaciones y movimientos patronales por doquier (paso previo a la fundación de un gran sindicato vertical de corte franquista) y la llama del descontento social prende en todas partes. Cada día hay una movida nueva en las calles, cada minuto surge un salvapatrias con banderita de España en la gorra de béisbol, altavoz en mano y chaleco amarillo dispuesto a hacer puntos como violento piquetero. Arribistas que nunca fueron a la universidad pero hacen carrera rápida para ganarse un carguete en cualquier ministerio en cuanto llegue Vox. Agitadores profesionales a los que les importa un bledo los problemas de los trabajadores. Cayetanos con el Mercedes bien aparcado en el garaje del chalé adosado, trepas con la cuenta corriente saneada y nutrida. Hablamos de gente que nunca leyó a Marx ni tiene conciencia de clase, la mayoría fieles de las derechas autónomas que odian el sindicalismo clásico de izquierdas y que con el manual populista, un eficaz lenguaje taurino/tabernario aplicado al mundo obrero y algo de labia atraen a las masas empobrecidas de cada gremio y las arroja contra el Gobierno. Una nueva revolución neoliberal con tintes fascistas se está cociendo desde abajo.
El país está en la UCI, con respiración asistida, mientras Sánchez propone un urgente plan de choque, a la desesperada, para hacer frente a los efectos de la crisis de proporciones cósmicas. Sin embargo, pese a las buenas intenciones del Ejecutivo progresista (no se puede negar que se preocupó de dotar de un escudo social a las clases humildes durante la pandemia) todas las medidas dictadas por el Consejo de Ministros parecen insuficientes y saben a poco. La maquinaria propagandístico/demagógica de la derecha es demoledora, aplastante, bestial. ¿Cómo se puede desmontar el argumento de que el Estado se está forrando con los impuestos mientras el pueblo pasa hambre, un bulo infame que hasta Núñez Feijóo va propalando por ahí? Imposible. Al final, de una manera o de otra, se acaba instalando la idea de que los españoles están siendo vilmente cosidos a impuestos mientras aumenta el gasto en burocracia, en asesores, en chiringuitos y mamandurrias socialcomunistas (en realidad una gran mentira, ya que nuestro país presenta una de las tasas de presión fiscal más bajas de toda la UE).
Bajar impuestos es un mantra exitoso que cala entre la gente como el más corrosivo de los venenos. “Si te va mal, obrerete, es porque tu Gobierno te asfixia con las facturas. Vótanos a nosotros y te libraremos de esa esclavitud”. Ese mensaje dirigido a una familia con todos sus miembros en paro y que ya no tiene para comer es pura dinamita social. De aquí a las próximas elecciones, PP y Vox van a hacer de la bajada de impuestos el gran ariete capaz de derribar al Gobierno. Obviamente, nunca dirán cómo piensan sostener las prestaciones sociales, las pensiones, la sanidad, la educación, las carreteras y los transportes. El colmo de esta derecha surrealista es que exige pagar menos impuestos al tiempo que reclama ayudas del Estado a los sectores arruinados. Tan liberales para unas cosas, tan intervencionistas para otras. Ahora bien, si se reduce la presión fiscal, ¿quién va a pagar los servicios públicos, el Hermanísimo de Ayuso con sus tajadas y contratos chanchullo? Todo es una farsa ultraderechista. Detrás de cada huelga patronal, detrás de cada algarada callejera montada por el sindicato de camioneros voxista no hay más que un intento por terminar de liquidar lo poco que queda de Estado de bienestar. Ayer, en las Cortes, Gabriel Rufián dejó en evidencia, con un chiste puñal para la historia del parlamentarismo patrio, cuál es la estrategia de Vox: “Cada vez que alguien como usted, señor Abascal, llama a la huelga, yo le escucho. Usted lleva 45 años en huelga y hay que escuchar a los profesionales”. El mandoble dialéctico, que ni Will Smith, llegó después de otro zasca antológico: “Si se hubiera instruido a la gente en Filosofía, ustedes no tendrían cuatro millones de votantes”. Fue un soberbio dos por uno.
Bien mirado, solo hay una fórmula para salir de este colapso económico que promete ser la madre de todas las crisis, y la ha puesto encima de la mesa el analítico Íñigo Errejón: o se suben los impuestos a los ricos ya, como ha hecho Biden, o se aplican duros recortes siguiendo el manual Rajoy. No hay más. Sánchez tiene la última palabra. Ahí se verá hasta dónde llega su cacareado rojerío.