La ultraderechista Marine Le Pen se acerca un poco más al poder en Francia. Según los primeros sondeos, Emmanuel Macron habría ganado las elecciones con un 58 por ciento de los votos frente al 42 de la candidata de Reagrupamiento Nacional. Aunque muchos aún no quieran verlo, la democracia liberal ha rozado el desastre, si bien es cierto que la movilización de los franceses ha salvado los muebles en la segunda vuelta de los comicios. La sensación que nos deja este domingo histórico es que si no cambian las cosas, si la política no da un giro radical para resolver los problemas reales de los ciudadanos, el nuevo fascismo emergente ganará con total seguridad dentro de cinco años. Tal es el avance imparable de la extrema derecha gala.
Por tanto, ha sonado la bocina para las democracias europeas, se han disparado todas las alarmas, y a partir de este instante comienza la cuenta atrás para tratar de evitar lo que parece inevitable: que la nueva ola neonazi que nos invade se alce con el poder en Francia, cuna de los valores humanistas ilustrados, esta misma década.
Anoche llamaba poderosamente la atención escuchar cómo algunos analistas políticos se jactaban de que Macron haya ganado por 16 puntos de diferencia sobre su adversaria. “No dramaticemos, hombre, el resultado no está tan mal. En la historia de Francia ha habido pocas victorias tan claras como esta”, repetía un tertuliano en cierta cadena de radio de ámbito nacional. Los que hoy hablan con esa alegría son los mismos ingenuos optimistas que hace casi un siglo definían a los nazis como “payasos de circo” que jamás llegarían al poder. Ciegos intelectuales que no entienden que el hecho de que un 42 por ciento del electorado esté buscando soluciones a sus problemas vitales en el posfascismo de nuevo cuño supone, ya de por sí, una inmensa tragedia como para irse llorando a la cama. La autocomplacencia de los demócratas siempre fue el enemigo más letal de la democracia.
Más allá de que nos quede el susto en el cuerpo, estas elecciones presidenciales dejan una primera consecuencia inapelable: la figura política de Macron ha entrado en franca decadencia, en declive, en modo crepuscular. El que hace cinco años llegó a la política francesa como un joven liberal de tintes gaullistas dispuesto a rescatar los valores republicanos ya no seduce a buena parte del electorado. Ha perdido el gancho, el tirón. Es más, cada vez un mayor número de ciudadanos votan con rabia contra él al considerarlo el gran culpable de la crisis, el gran símbolo de un neoliberalismo rampante que representa a las clases poderosas, a una Europa corrupta y a una élite política, financiera y cultural mientras la mayoría del pueblo no llega a final de mes. Macron gana estas elecciones, sí, pero lo hace agónicamente, pírricamente, arañando votos prestados de aquí y de allá, de una izquierda que vota con la nariz tapada y de otros partidos minoritarios que hoy le dan su confianza por miedo a la extrema derecha pero que probablemente ya no volverán a hacerlo nunca más. El dato de la abstención, la más alta desde 1969 en torno a un 28 por ciento, resulta abrumador y un síntoma claro de que la enfermedad de la desafección, la gangrena de la democracia, empeora por momentos.
Tras conocerse el resultado electoral, Le Pen se mostraba exultante en su cuartel general. “Somos cada vez más franceses”, afirmó dejando un titular espeluznante entre un mar embravecido de banderas tricolores. Cientos de simpatizantes recibían ayer a la líder ultraderechista como la auténtica ganadora de estos comicios mientras abucheaban a Macron sin ninguna piedad. Aquí ya no se respeta al rival político, lo faltón se impone, lo políticamente incorrecto se abre paso como la nueva moda. Un síntoma más de que los valores democráticos han saltado por los aires y que otra forma de entender la política, mucho más agresiva, mucho más radical, se abre paso con el odio como gran combustible ideológico.
Ni el más pesimista de los demócratas habría podido imaginar hace solo unos años que una heredera del populismo autoritario que invadió Europa en la Segunda Guerra Mundial podría regresar algún día para reclamar el trono de Francia, corazón de la democracia. Ha ocurrido. Esto no es un mal sueño, es real. Están aquí y están más fuertes que nunca. Ya no se trata de una panda de friquis nostálgicos de los regímenes totalitarios del siglo XX que sacan a pasear la esvástica por París en el Día de la Liberación, sino movimientos perfectamente organizados, bien financiados, sincronizados con otros partidos hermanos extranjeros y con un fuerte tirón entre los ciudadanos, que empiezan a verlos como alternativa seria a la democracia decadente. Millones de franceses que han llegado a la conclusión de que el sistema ya no les vale. Millones de ciudadanos que se sienten traicionados por los políticos, abandonados por Bruselas y furiosos con el establishment. Le Pen los ha cautivado con un discurso tan simplón como eficaz: venid conmigo, os voy a dar más poder adquisitivo, os voy a bajar los impuestos, os voy a jubilar a los 60. Y voy a echar del país a todo inmigrante que os quite el trabajo. ¿Dónde está la izquierda para contrarrestar ese programa populista de una fuerza arrolladora? Hace tiempo que no existe. Un auténtico drama que hemos aceptado como normal pese a que la historia nos enseña que allá donde el socialismo claudica el fascismo ocupa su lugar.
A esta hora la pregunta de si hay un 42 por ciento de fascistas en Francia ya es lo de menos. Lo más probable es que al suflé fabricado con la harina de la rabia se hayan ido sumando indignados de todo signo y condición. Le Pen ha conseguido aglutinar un movimiento nacional de amplio espectro en el que caben todos: precariado urbano, agricultores y ganaderos abandonados a su suerte (la Francia vaciada que también existe), jóvenes descarriados, chalecos amarillos, grupos antisistema. El pueblo desnortado que no ve futuro. Los parias de la famélica legión que llevan sufriendo lustros de traiciones y humillación. Los despojos humanos del sistema que ya no piensan en rojo. Votan ultra porque han perdido toda esperanza en que la democracia, tal como la hemos entendido hasta hoy, les dé una salida a sus callejones vitales. Votan Le Pen porque la señora de un rubio ario ha sabido envolverlos en la bandera nacional y narcotizarlos con palabras hermosas como orgullo, patria, nación, grandeza, autarquía, antiglobalización. La vuelta a un pasado supuestamente glorioso que se recicla y se recupera como falso mito de la historia.
Los partidos clásicos han saltado por los aires por su incapacidad de dar respuesta a las demandas de los ciudadanos. El partido socialista francés ha sido reducido a la insignificancia; los conservadores republicanos van por el mismo camino de la extinción. El tradicional eje izquierda/derecha que hasta ahora movía la política se ha partido bruscamente. El elector de hoy no vota a organizaciones concretas con ideologías determinadas, sino al charlatán/charlatana de turno que vende mejor el producto demagógico. Si algo ha quedado dramáticamente comprobado en estas elecciones francesas es que agitar el espantajo del fascismo, apelar al “que viene el lobo”, ya no funciona. Pedro Sánchez debería tomar buena nota de cara a lo que viene porque ese mantra no surte efecto entra las masas empobrecidas por la crisis, por la pandemia y por la guerra. Macron gana, es cierto. Pero hoy se ha firmado en Francia el certificado de defunción de la democracia. Y a algunos les parece poco menos que una anécdota. Ya no cabe ninguna duda: estamos perdiendo la batalla contra el fascismo.