Lo catalán como adorno (primera parte)

19 de Diciembre de 2020
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Tomemos una persona española al azar, de un lugar al azar del territorio que comprende una sola lengua o cultura (la española). Como cualquier persona, se puede hacer muchas preguntas. Desde ¿quién soy yo? a ¿soy guapo/a o feo/a? ¿Me gustan los hombres o me gustan las mujeres o ambos? En general, nos hemos de trasladar a otras zonas para que esta persona se pregunte, también, ¿soy española, otra cosa, o ambas? Mayoritariamente, esta última pregunta solamente tiene sentido formulársela cuando uno habita en unas zonas determinadas. Una de estas zonas, es Cataluña. En muchas encuestas se analiza esto, porque mucha gente, desde hace muchos años, se pregunta ¿soy española, catalana, o ambas?

Un español de, por ejemplo, Badajoz o Soria, pertenece a un territorio donde esta pregunta (ser español o no) generalmente es inexistente y/o innecesaria: se siente arropado en un nivel tan alto de asimilación por el Estado que, ni siquiera, es necesario ser consciente de este sentimiento. Pero, la persona que sí se lo plantea (ser español o catalán o ambos) y, sobre todo, la que se responde como perteneciente a una minoría (catalana), se encuentra ante un Estado que le niega. La “generosidad” del Estado sí que permite la opción de sentirse catalán, además de español, siempre y cuando el componente de catalanidad sea un adorno (por tanto, un detalle minoritario) de la españolidad (un imperativo mayoritario). Decisiones como que en el Congreso esté prohibido hablar en catalán, vestidas con el discurso de que el español es la lengua común, esconden el hecho que esta catalanidad y su lengua son un mero adorno solamente válido para la tribu del noroeste de la península. Valga decir que ya casi nadie dice, de la lengua mayoritaria, “castellano”, un triunfo para la extensión de una Castilla eminentemente madrileña que muchos descubren gracias a las certeras y verídicas palabras de Ayuso <<Madrid es España y España es Madrid>>. Pero no se deberían sorprender: hace siglos que es así.

Como decía antes, la persona catalana puede responder que se siente catalana, española o ambas. Y ese “ambas” no permite una igualdad de condiciones o reciprocidad (entre lo catalán y lo español), sino que exige que lo catalán sea un adorno. Pero esa respuesta (catalán, español...) es muy limitada: uno puede añadir chino, musulmán, gambiano o lo que

le dé la gana a la respuesta, en función de su identidad personal. Pero nos ocuparemos más adelante; de momento, nos centramos en la cuestión política Cataluña / Estado España.

Pongamos que en ese territorio (Cataluña) donde habita la minoría de cultura y lengua catalana, se plantean que prefieren crear un Estado propio donde tal condición no sea un mero adorno. Imaginemos, ya que es gratis, que un 94% de esos habitantes así lo desea. ¿Les parecería que tienen derecho a ello? Según la tesis de que tal territorio pertenece a España y que, por tanto, deben tomar tal decisión todos los españoles, ustedes pensarían que ese 94% de catalanes no tiene este derecho. Aunque fueran exactamente el 100%, es igual. Por estadística, usted, si es un lector de fuera de Cataluña, seguramente piensa así, pues este es el planteamiento de PP, C’s, PSOE, Vox, que reúnen la inmensa mayoría de votantes españoles. Ahora bien, supongamos que usted es votante de uno de estos cuatro partidos pero que no congrega con todos sus planteamientos (puede pasar), y opina que, si el 94% de catalanes desease formar ese Estado, tienen derecho a ello. Bien, veamos por qué esos cuatro partidos no quieren pronunciarse así: si fueran el 91%, ¿continuarían teniendo derecho? ¿Y si son el 84%? ¿Y el 68%? ¿Cuál es la cifra que, con una persona más o una persona menos, decide que esa comunidad de habitantes tiene derecho o no? Se trata de una pregunta muy incómoda, que comporta dos consecuencias que no se desean afrontar: 1) Preguntar a los catalanes para ver cuántos son (referéndum) y 2) reconocer que ellos tienen el poder de decisión. Ambas cuestiones, en el fondo, ya suponen asumir que esos catalanes “no son iguales” a la persona de Badajoz o de Soria del ejemplo anterior.

El ser iguales o ser diferentes, es un tema muy peliagudo, porque se suelen confundir los ámbitos donde se plantea. Así, podemos convenir que, ante la justicia, todos hemos de ser iguales, aunque se acepte que, por ejemplo, la monarquía no lo sea. Ante la cuestión de la cultura propia y su extensión política, asumir este hecho diferencial de los catalanes antes referido, colisiona con la ideología de una España “una” o “única”, de aquellos que “sólo ven españoles” (y que, no obstante, gritan “a por ellos”, es decir, “los otros”). Es curioso que, pretender que se asuma que esos catalanes “no son iguales” a la persona de Badajoz o Soria, da lugar a acusaciones de supremacismo, xenofobia, etcétera. Más que nada porque, dentro de este ámbito de sentirse o no perteneciente a una comunidad, nadie se escandaliza que los finlandeses o griegos “no son iguales” a tal persona de Soria o Badajoz. ¿El error es que

los catalanes seamos bilingües? ¿Si no hablásemos y entendiésemos el castellano o español, entonces sería justificable? Pero bien, el escándalo como camuflaje de una irritación es que ven como una afrenta que la catalanidad deje de ser un adorno sumido en la españolidad mayoritaria, y que pretenda mirarles de igual a igual. Es esa mirada de igual a igual, y el trato que implica, lo que se rechaza (fácilmente demostrable con innumerables ejemplos, como las llamadas “embajadas catalanas” o el protocolo en algunas cumbres políticas). Avancemos.

El catalán está prohibido en el Congreso, esto ya lo saben. ¿Cómo va a representarnos, en el mundo, un Estado que menosprecia y niega nuestra lengua y cultura? Pues de la misma manera, menospreciándola: el Estado España es el primero en no desear el catalán como una lengua de la UE; es decir, que el catalanohablante use el español y se deje de adornos para las cosas serias (como en el Congreso), que para algo son bilingües. Es más, no sé si sabrán por los medios que se ha prohibido a las comunidades de Valencia, Baleares y Cataluña a que se comuniquen oficialmente en catalán entre ellas, obligándolas a hacerlo en español. Y si no lo sabían, deberían saberlo, a no ser que piensen, claro, que ello no les concierne, que no tiene que ver con ustedes, sino con “los otros”.

A menudo se habla de la riqueza, de la diversidad, lo multicultural del Estado. Tenemos ahí cierta deshonestidad, palabras vacías de contenido: en la mayoría del Estado España la diversidad lingüística y lo multicultural a nivel interno, es casi inexistente. Tal diversidad se limita a las zonas perimetrales (básicamente Galicia, País Vasco, Cataluña, Baleares y País Valenciano) y, de facto, el Estado trata su diversidad como un adorno, más preocupado porque fuera de esos territorios cada lengua (esa que “enriquece” tanto) no tenga ningún tipo de oficialidad y se circunscriba a su espacio, independientemente de si en el territorio vecino hablan la misma lengua o no. Sería inconcebible que un vasco fuera entendido en euskera al hacer un trámite en Badajoz o que fuera entendido un catalán en su lengua al hacerlo en Soria.

Bien, observemos de cerca ese grupo de personas que, ante la pregunta catalán y/o español, responden catalán. Pero lejos de centrarme en el análisis de la respuesta (se trató la diferencia entre identidad y pertenencia en el artículo https://diario16.com/identidad-y-

consumismo-en-la-sociedad-burbuja/ ) me gustaría centrarme en el porqué de la pregunta. Más que nada porque convendremos, supongo, que la persona de Soria no se plantea la pregunta si soriano o español. Al parecer de uno, lo que potencia esta pregunta es la imposibilidad e incompatibilidad de “ser” catalán en el Estado España (nada que ver con ser español “adornado” con cierta catalanidad).

Que el Estado España haya sido una extensión de la corte castellana y, ya des del siglo XX, una extensión de la élite capitalina, impele a aquel que se siente catalán a enfrentarse a esa pregunta. Es la vida diaria, la presencia del Estado en su cotidianidad, la que lo fuerza a uno a ello. Veamos una nimiedad: si uno, por ejemplo, desea hacer un trámite telefónico, usualmente se encontrará que no puede hacerlo en su lengua (la catalana) y que deberá cambiar a la española (la excusa de los robots lingüísticos que no entienden el catalán, es fantástica). La persona de Badajoz, nunca se topará con estas minucias cotidianas que causan que uno se plantee ciertas preguntas, pero al catalán que no vive su lengua y cultura como un simple adorno, sí. Y tal ridículo (supongo que para ustedes) ejemplo, es un simple granito de arena en ese enorme desierto de incomprensión que separa la concepción de lo que uno es, y desea ser, entre esa hipotética persona de Badajoz y, por ejemplo, un servidor.

¿Cuál es el hecho distintivo de un catalán que no desea vivir esta parte de su identidad cultural como un adorno? Pues, básicamente, que desea vivir de igual a igual como la persona de Badajoz, pero no puede, ni se le permite. Que su vida sea de igual manera que esa persona que no se ve continuamente impelida a cuestionarse si, aquel ente al que cede su representación (el Estado o país) realmente la representa o no.

Ahora que se habla tanto de la “nueva normalidad” como el hecho de asumir comportamientos (por ejemplo, llevar mascarilla) que antes se consideraban anormales, me gustaría resaltar un aspecto que, no por el hecho de ser “usual” signifique que deba ser “normal”. Por ejemplo, un servidor habita en la provincia de Gerona: pues bien, me es del todo imposible pasar un solo día hablando en catalán con naturalidad sin tener que pasar al castellano porque alguien no me entiende. Ya no les digo cuando voy al área metropolitana de Barcelona o a la misma ciudad. Y no le pido a nadie que me hable en catalán, sino, simplemente, que me entiendan. Al derecho a que nos atiendan en catalán, ya hace años

que renunciamos, limitándonos a ese “que nos entiendan”. Esta anormalidad, que hemos asumido dada su asiduidad, se subraya por el hecho, para más inri, que desde la Capital- España y sus medios se dice que el español está en peligro, que somos intolerantes y tal y tal.

Sería deshonesto esconder que hay catalanes muy resentidos con aquellos que le dan la espalda a su cultura y lengua: los que llevando 30 o 40 años en Cataluña o, incluso, habiendo nacido aquí, se niegan a hablar en catalán y llegan a forzar que toda conversación se traslade al castellano o español. Pero no hay que confundir integrarse con cortar las propias raíces ni renunciar a ellas, ni tampoco ser “absorbido” por lo que desde afuera te digan qué debe ser tu identidad (y aceptarlo comporta un enojo con uno mismo al negarse en parte, y claro, por extensión un enojo con el mundo entero). Por ello uno piensa que la integración es un derecho, pero jamás una obligación. Por eso es un derecho de los niños en Cataluña aprender el catalán de una manera veraz y efectiva (para ello no es suficiente una asignatura de lengua, sino la inmersión para contrarrestar desde la potencia del español hasta la prohibición e intento de aniquilamiento de la lengua catalana durante los 40 años de dictadura, cuando se dobló la población con emigraciones castellanohablantes en pocos años). Del mismo modo, es un derecho aprender matemáticas, aunque algunos padres puedan pensar que no sirven para nada. Cabe tener en cuenta, también, que los inmigrantes del sur de España durante la dictadura que hubieran deseado integrarse en la cultura catalana (fueran muchos o fueran pocos) no tenían prácticamente ninguna oportunidad para hacerlo. De hecho, en este sentido, un niño que venga de Andalucía hoy en día, y que estudie bajo la política de inmersión lingüística, tiene más derechos (y oportunidades) que el niño andaluz que vino en los años 50. No obstante, los capitalinos del Estado España, lo ven al revés.

Pero es innegable que, en cualquier comunidad lingüística y cultural del mundo, la no integración o el rechazo directo de otras comunidades lingüísticas, crea un resentimiento. Creo que el gran aumento de votos de Ciudadanos, en su momento, fue en parte por el temor de muchos catalanes a una “venganza cultural” sobre su españolidad, pues es cierto que muchos se definen como “españoles en Cataluña”. Y, siendo cierto, no es ni bueno ni malo. Lidiar con ello, exige una honestidad y sinceridad que, a día de hoy, no se da entre los

políticos independentistas, que deberían entender que, si en un Estado catalán estas personas tienen que tener cabida, también para la reivindicación política han de tener su espacio. Porque no es una contradicción ni una absurdidad que catalanes que se sienten españoles puedan aceptar ser ciudadanos de un Estado catalán. Se puede sentir la pertenencia a ese Estado y, en abril, ir a la fiesta en Sevilla o Santa Coloma, o ir el viernes a la mezquita. Hay que separar, en cierta medida, la identidad de cada uno de la pertenencia política a un Estado que sea la casa de todos. Pienso ahora en el rapero-poeta catalán de Banyoles, Daura Mangara, tan catalán como un servidor, pero en su caso con una identidad enriquecida por su cultura familiar de origen africano. El error, al parecer de uno, es elevar si Mangara se siente “identitariamente” más catalán o más gambiano, o a qué debe renunciar para ser una cosa u otra: es absurdo, la identidad es personal, y es responsabilidad de cada uno lidiar con su propia complejidad. La elevación social debe producirse cuando una falta de derechos o el racismo impiden vivir esa identidad individual elegida con libertad. Yo no sé ustedes, pero uno no quiere una persona que deba renunciar a su “gambianidad” para ser catalán (y tampoco renunciar a la catalanidad para ser español), pero tampoco que deba cerrarse para conservarla, como un acto de defensa, perdiendo todo aquello que podría recibir y que podría dar. Palabras fáciles para hechos difíciles. Y uno opina que la reivindicación independentista catalana debe permitirlo (que se pueda conservar la gambianidad o españolidad de uno): de la misma manera que uno puede sentirse catalán y/o gambiano y desear, o no, una república catalana (por las razones que sea), también podría desearse ésta república permitiéndole al individuo mantener su identidad española. Más política y activismo, menos romanticismo identitario. En este aspecto, parte de la sociedad catalana va muy por delante de sus políticos, sean estos independentistas o unionistas. También, al parecer de uno, esta visión permitiría mitigar el racismo existente (no digo eliminar porque los tentáculos del racismo van mucho más allá de esta reivindicación).

De todos modos, respecto a las políticas lingüísticas, cabe recordar un aspecto de la “transición”: en parte, esta significó actuar como si no hubiera pasado nada, de modo que el alzamiento militar y el golpe de Estado, la posterior Guerra Civil y los 40 años de dictadura fascista, devienen algo velado, una ligera manchita que salió gratuita para todos aquellos que la soportaron (convertidos, por arte de magia, en fervientes demócratas). Tal posición,

impide entender muchas cosas del presente, y una de estas es que la mayoría de catalanohablantes recuerdan perfectamente la imposición de la castellanización y el intento de acabar con su cultura. No sería de extrañar que los que critican tanto la política lingüística que intenta que se recupere la lengua catalana, sean los mismos (desde la derecha y desde la izquierda) que consideran la Transición como “modélica” y que relativizan tanto la etapa anterior a ésta.

Respecto a la “recuperación” del catalán, un ejemplo personal. Dado que un servidor no puede permitirse comprar los libros que lee, usa el servicio de bibliotecas de la Generalitat. Consulto en la web mi historial de lectura y cuento que, ciñéndome a los libros de ensayo traducidos, este año tomé prestados 31, de los cuales 25 son en castellano y 6 en catalán, así que en lengua catalana apenas un 20%. Tengan en cuenta que, en caso de existir, siempre elijo la versión catalana, por tanto, el 80% de libros no tienen esta alternativa. Lo curioso es que muchos de los traducidos al castellano, lo son por traductores catalanes, y sus editoriales también. El peso del mercado, claro. ¡Pero luego nos llaman supremacistas si intentamos proteger nuestra pequeña cultura de tal peso! Este ejemplo, pueden trasladarlo al cine, revistas, canales de TV, o intenten visionar una peli de Netflix en catalán (la capacidad de contrapeso del uso lingüístico de TV3, ha quedado diluida en apenas unos años, pero sigue siendo vista como un demonio).

Ahora bien, cuidado los independentistas románticos que crean que esto se soluciona mágicamente con la creación de un nuevo Estado catalán. Ni mucho menos. La debilidad del catalán tiene mucho que ver con razones económicas, pero también sociales, como que los catalanohablantes renunciamos a nuestra lengua con una facilidad asombrosa (aunque sepamos que el interlocutor deba entenderla), malinterpretando términos que van desde la “educación” al “provincianismo” (cuando es mucho más provinciano el que rehúsa a su propia lengua ante una mayor). Pero, precisamente, no seré yo quien lance la primera piedra. Tomando (y manipulando) una frase del angloghanés Appiah sobre las clases sociales, y para decirlo de otra manera: un castellanohablante, en Cataluña o España, nace en la línea de meta; un catalanohablante, en Cataluña nace en la línea de salida y, respecto a España, no existe (aunque se le permite el adorno folclórico).

La indignación (activa) se confunde y diluye en el hartazgo (pasivo) de tal manera que no sorprende lo siguiente: el último estudio de hábitos lingüísticos (en los territorios monolingües, ¿ustedes hacen estudios de hábitos lingüísticos?) señala que la población que tiene el catalán como lengua habitual, apenas son el 36% sobre el total. Si continúan pensando que al castellano se le persigue, sepan que, en el área metropolitana de Barcelona, apenas el 19,6 % de jóvenes (de 15 a 29 años) usa el catalán como lengua de intercambio social, que no tiene nada que ver con la que consideran su lengua. (Datos aquí)

Estos jóvenes (con un porcentaje catalanohablante que, curiosamente, es similar al de libros de ensayo que un servidor ha encontrado en catalán en las bibliotecas de la Generalitat) todos ellos, educados bajo la infame ley de inmersión lingüística catalana, nazi y xenófoba como ya saben, y que les venden como una agresión a su esencia española (en Soria o Badajoz). “Esencia” española, digo, y podría hablar también de la catalana. Para ello, ante la falsedad de las “esencias” y la razón de argumentar una apuesta por la unilateralidad (en caso de que la mayoría de la sociedad catalana desee independizarse), pasamos a la segunda parte del artículo.

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