El anterior artículo finalizó con las “esencias” sacando la patita. Uno no piensa que exista una esencia de la catalanidad. Tal esencia, producto de un romanticismo nacionalista, es tan falsa que se puede rebatir, simplemente, conversando con unas cuantas personas y pidiéndoles que la expliquen. Caer en la elevación de una esencia de algo identitario es como creer que todas las mujeres son iguales por ser mujeres, o que todos los negros lo son por el hecho del color de su piel. El hecho distintivo de ser catalán, pues, no es el color de su piel, no es su religión, ni siquiera es su lugar de nacimiento ni su lengua materna ni su apellido, es la voluntad de reconocerse con el derecho a elegir (tanto sea a favor como en contra, y acorde con la mayoría de sus conciudadanos en este territorio) un Estado que nos asuma con todo lo que significamos, no como un adorno, y con naturalidad y sin complejos. El parecer de uno es que, si hemos decidido legislar la sociedad mediante la política, si hemos decidido otorgarnos representatividad mediante los Estados, lo importante es la voluntad política de qué debe significar ese Estado y qué (y a quién y cómo) debe representarlo.
Durante muchos años se ha creído, en Cataluña, que había un peso histórico que impedía que, esta naturalidad y voluntad “catalana”, se insiriese en el Estado España. La Guerra Civil, pero, sobre todo, 40 años de dictadura fascista centrada en el modelo capitalino (de corte castellana) de la españolidad, eran origen de la creencia que se requería un tiempo para, digamos, la aceptación de ese “hecho diferencial”. Así puede entenderse la inmensa mayoría de catalanes partidarios de la Constitución de 1978 (aparte de que no había tantas alternativas...). Y, así, también se entiende el gran apoyo al PSC, cuyo discurso se basaba en la paciencia, la voluntad de comprensión y entendimiento y en un intento de integración (y, aquí sí, y no en ERC, hay que ver cierta condescendencia altiva, e ingenua a su vez: la del socialista catalán, ahora trasladado a los “Comuns”, que vienen a decir que los españoles “ya lo entenderán”, como si fueran tontos). Todo ello, mediante una explicación que no deja de ser justificativa, como, en el fondo, son los artículos en castellano de un servidor. Un PSC, sigamos, que era republicano, federalista y partidario del derecho a la autodeterminación
(al menos, hasta aproximadamente 2014, que es cuando tal concepto empieza a ser peligroso y se abandona). Lo que sea ahora o fuera antaño el PSOE, se lo dejo a ustedes.
Prosigamos: al pujolismo ya le iba bien todo ello, pues concentraba toda reivindicación en una práctica puramente monetaria en su partido (el “peix al cove” catalán), permitiéndoles homogeneizar el poder y otorgando, así, carta blanca para la corrupción (lo mismo que sucedió para PSOE y PP en ámbito estatal). Pero resulta, oh sorpresa, que por muy tacaños que sean los catalanes, muchos de ellos, incluso de derechas o de izquierdas, que querían vivir su catalanidad no como un adorno de la españolidad reinante, fueron percibiendo que, en la capital, izquierda o derecha española no diferían tanto: ambas estaban supeditadas a esa corte capitalina. Ya, ni siquiera, se podía negociar, pues toda promesa y todo pacto sucumbía al diáfano hecho de poseer todo poder y capacidad última de decisión; es decir, el incumplimiento de lo prometido pasó a ser la norma. Entonces, el “golpe” jurídico del recorte del Estatut, sumado al desnudo de la mentira de Zapatero (“aprobaré el Estatut...” etcétera) y por ende de la izquierda española, que se las daba de honesta, no fue un detonante, sino un punto de inflexión: la única manera de vivir la catalanidad sin que fuera un adorno, pasó a ser un Estado propio. Y el independentismo empezó a subir como nunca antes lo había hecho, tanto por la izquierda como por la derecha. Hoy en día, Cataluña es la única comunidad del Estado España que se rige por un Estatuto no refrendado por sus ciudadanos. Toma ya hecho diferencial. Para esto, sí.
Más allá de lo bien o de lo mal que se haya hecho lo del 1-O, más allá de la violencia policial jaleada y condecorada por el Estado España y sus medios, más allá incluso de los presos políticos y de los exiliados, este Estado ha dejado claro, clarísimo, que no piensa permitir ninguna disidencia al coste que sea. Y, también, que no hay nada que hablar ni negociar más allá de la catalanidad como adorno. Y esto es así porque dispone del poder para no permitirlo, aspecto que nos recuerda las relaciones coloniales basadas en la imposición. No digo que Cataluña sea una colonia, qué va, ya les gustaría a muchos líderes independentistas, es muchísimo más complejo.
Hablando de los líderes independentistas, que suelen usar un “nosotros” los catalanes. ¿A cuáles se refieren? También lo son los que votan al PP y que cuelgan una bandera española
en el balcón, por pocos que sean (díganme por qué Albiol, del PP, no debería ser considerado catalán). Que a unos nos agrade o no, es irrelevante. Solamente hay un “nosotros” que valga, y es el conjunto de manos que introducen el voto en una urna. El que, estando en su derecho, no hace ese gesto, es el que decide estar al margen del “nosotros” (en este caso, serían todos aquellos que deciden no votar en las elecciones catalanas). Así pues, el “nosotros” se decide con el gesto de votar. Pero, una vez más, esa crítica a los gobiernos independentistas con mayoría absoluta de que no gobiernan en interés de “todos” los catalanes, es falaz: ¿acaso un gobierno de mayoría absoluta de Ciudadanos con Arrimadas hubiera gobernado por el interés de “todos” los catalanes? ¿Acaso el Estado España gobierna para el interés de los catalanes cuando prohíbe su lengua en el Congreso? Parte del problema de los líderes independentistas es que no pueden sacarse de las espaldas todo el peso de los siglos XIX y XX: hablan de un Estado catalán como un destino, como un fin al que llegar, cuando deberían percibir que, para aunar de una manera libre los habitantes de Cataluña, tendrían que hablar de un principio, de una creación. ¿Queremos ser libres para decidir o queremos “rescatar” una idea de país histórico que ya jamás coincidirá con la realidad? Tal absurdidad sería la misma que pretender definir un inglés del siglo XX / XXI acorde a lo que era un inglés en el siglo XVII. Nadie duda que, por ejemplo, Hanif Kureishi (escritor y guionista) sea inglés, pero ¿encajaría en “lo inglés” del siglo XVII?
Descartando esencias y raíces como un falso aglutinamiento nacional, pero ante un Estado que niega e impide que vivamos de una manera completa parte de nuestra identidad, solamente queda, pues, un camino: preguntarse los catalanes (todos) entre ellos, asumiendo que la única alternativa es la confrontación con el Estado España (y no con los españoles) en manos de esa élite capitalina. Y exponer a la sociedad catalana las posibilidades, los costes, y que esta decida de una manera democrática, pero, sobre todo, haciéndose responsable de su decisión. Ya sé que muchos me hablarán de Podemos o de los Comuns (Colau: <<el cambio en España es posible>>), pero, uno disiente: los hechos demuestran lo contrario y parece un deseo irreal basado en una izquierda nostálgica que nunca tuvo la pretensión de llegar a ser aquello a lo que aspiraba.
La creación de un Estado, es una apuesta de futuro, y debe implicar a los jóvenes más que a nadie. Estos jóvenes (que usan tan poco el catalán como lengua vehicular, véase el artículo
anterior), hay que empoderarlos políticamente, integrarlos de una manera activa en la reivindicación. Cabe recordar algunas pequeñas “revoluciones” de los años 60’ y 70’ del siglo pasado, cuando los jóvenes acabaron diluyendo su influencia al enfocar la política desde un punto de vista romántico, muy elevado e idealista, en detrimento de la política diaria y pragmática, que es la que acaba decidiendo las cosas. Más en nuestros tiempos, que la sofisticación de la sociedad de consumo sirve para que el establishment intente convertir cualquier reivindicación en un acto superficial de consumo, diluyendo así su fuerza y oportunidad de transformación. Se requiere, pues, más actividad en los estudiantes con conciencia política.
No obstante, si la mayoría de la sociedad catalana prefiere (por las razones que sea) ser una autonomía más y adornada con esa singularidad de “lo catalán” (un poco el señor catalán de La Escopeta Nacional de Berlanga), que así sea. Pero, si la mayoría decide que tal alternativa va reduciendo a cenizas eso que no viven como un adorno, sino que forma parte indisociable de ellos, y desean un Estado propio que sea consecuente con ello, no les quedará más remedio que echarse la responsabilidad a sus espaldas: quien ostenta el poder, jamás, jamás, lo cedió alegremente. Y, para ello, es necesario que los políticos independentistas se expliquen de una manera honesta, sin utopías nacionalistas ni engaños del País de las Maravillas. No queremos un país fantástico o más rico, queremos el nuestro, que nos represente. La libertad de los que deciden en democracia, solamente es libertad cuando son conscientes de aquello que deciden.
Entrados ya en el “conflicto” puro y claro, lo que convierte esa singularidad de lo catalán en un problema y, consecuentemente, en tal conflicto, no es la singularidad en sí, sino que esta sea imposible e incompatible con la manera en que el Estado España ha sido forjado, y que es la misma en la que (todavía) se sustenta. Una imposibilidad e incompatibilidad que cada vez más catalanes ven como inamovible, y que a los de izquierda obnubila la solidaridad con Podemos (la única izquierda española) pues sabemos que, sin Cataluña, harto imposible será una transformación en España (y ahora omito “Estado”). Porque somos hermanos, o primos, o lo que sea, pero algo somos, aunque no seamos lo mismo. Aunque cada vez menos pensamos que sea nuestra responsabilidad cambiar España cuando el precio a pagar es un
Estado que te desprecia, te insulta y te pega (1-O), mientras una parte de la población lo jalea y, otra, calla.
Es cierto que cambiar esta incompatibilidad antes referida supondría una transformación de toda la estructura del Estado España. Y es de tal calibre que entraría en contradicción con los estamentos de poder establecidos: monarquía, ejército, cuerpos policiales, judicatura, medios mayoritarios y, sobre todo, las élites financieras y económicas (donde no excluyo unas pocas élites catalanas, más bien risibles, a día de hoy, de lo que aparentan). No es que la catalanidad, si se desea que deje de ser un adorno, se enfrente o sea antagónica a la españolidad de ese ejemplo de la persona de Soria o Badajoz del primer artículo, sino que comporta inevitablemente un Estado España diferente, incluso, tal vez, con otro nombre. Y ello, de ninguna manera se va a permitir. Ni se va a ceder un centímetro, como ya han comprobado en sus carnes políticos y activistas (por pacíficos que sean, es igual) independentistas catalanes. Pensar que una puntual necesidad aritmética parlamentaria en el Congreso, como actualmente, es una puerta que se abre, es de una inocencia o irresponsabilidad injustificable.
Pero hay que tener políticos y ciudadanos que no confundan la realidad. Es decir, que Cataluña es lo que es, y no lo que a uno o al otro le gustaría que fuese. Me refiero a que el soporte al independentismo está estancado alrededor de un 45 – 49%. Un servidor no niega que le encantaría que estuviese sobre el 88%, pero no es así. Hay muchas cosas que no son como nos gustarían, generalmente la mayoría de ellas. Pero un deseo no es un hecho, y no puede obviarse (tal como se hizo post 1-O por ambos bandos) o acabarás tropezando con la realidad. Tal argumento, suele encantarles a los unionistas o a la izquierda española, pero suelen obviar dos consecuencias del mismo: por un lado, que tal argumento debe remarcar que los partidarios del statu quo en Cataluña, tampoco suman la mayoría, y, por otro lado, que los partidarios de solucionar esta complejidad mediante un referéndum “sí” suman la mayoría absoluta. Es decir, que desde España y desde los unionistas catalanes, también se mira la realidad como les gustaría que fuera, y no como es. Al respecto, también añadir que el apoyo a la independencia se ve “estancado” solo, y solo si, se contemplan los últimos años. Si se abre, ni que sea un poquito, el abanico temporal, se podrá apreciar como su crecimiento es sostenido. ¿El techo? Ni idea.
Para constituir un Estado (si no es una decisión de reyes con ejércitos o de potencias extranjeras) es necesaria una voluntad colectiva. Esta voluntad puede venir por razones religiosas (pienso en Pakistán) o étnicas (el máximo de antepasados comunes) o lingüísticas y culturales (Alemania e Italia, como Estados, son muy recientes). La idea de un Estado catalán suele partir de la voluntad de una cultura y su lengua, pues el apoyo histórico queda muy lejano. No obstante, aquí nos encontramos con esa diferencia entre la realidad y el “cómo le gustaría a uno que fuera la realidad”. La voluntad de la cultura y lengua catalana como vertebradora de un nuevo Estado, cojea en un aspecto, por romántica que sea vistiéndola de antaña historia: una gran parte de la sociedad catalana no se siente partícipe ni de la lengua ni de la cultura catalana (y otra parte, la asume como mero adorno). No dudo que todas las opciones son legítimas. Y no hay que olvidar que, cuando más ha crecido el independentismo no ha sido bajo la “senyera” (la bandera catalana) sino bajo la “estelada” (la bandera de la independencia política). De hecho, durante unos años hemos visto más “senyeres” (mezcladas con la rojigualda española) en las manifestaciones unionistas que en algunas independentistas. Esta curiosidad simbólica podemos relacionarla con el hecho de que el independentismo crece al traspasar la voluntad cultural, y pasa a ser una pura reivindicación política. Que haya muchos independentistas que viven la reivindicación desde la perspectiva eminentemente cultural (una “nación catalana”) no niega que haya otros tantos para los que esto no es necesario. Tienen otras razones (algunos económicas, otros por ver más posible un avance social), y todo se mezcla en una amalgama compleja y difícil de precisar. A algunos, les gustaría utilizar la independencia para transformar todo el sistema, otros se conformarían con que las decisiones no fueran ajenas a nuestra sociedad, y terminar con los palos a las ruedas que supone la legislación capitalina. Saber leer lo que “realmente” desea una sociedad tan compleja y llena de matices (y contradicciones) como la catalana, es muy difícil. Y quien lo hace, suele equivocarse. Un servidor, por ejemplo, estaba bastante convencido, mientras seguía el juicio del Procés, que tal ignominia, desfachatez y mentiras (algunas evidentes para cualquier catalán), causarían un aumento del independentismo, sobretodo proveniente de los Comuns o algún despistado del PSC. Pero la incidencia ha sido nula. Es decir, que me estaba convenciendo a mí mismo de “cómo me gustaría que fuera” la realidad, cuya terquedad acaba poniendo los deseos de todos en el limbo. Esto, suele pasarnos a casi todos. Antaño, tal discordancia entre la realidad y el
deseo de esta, solía encajarse a base de golpes, no de cincel sino de espada, y más tarde a tiro limpio. Pero se supone que, en la Europa del siglo XXI, la solución es votando. Pero, otra vez, la terca realidad: para el Estado España la solución es ejercer el poder hasta las últimas consecuencias, con el beneplácito de partidos de derechas y de izquierdas y de la mayoría de su población. Cabe recordar, y uno se auto-cita de un artículo de hace ¡más de 3 años! (https://unaoportunidad2017.blogspot.com/2017/11/8-el-ejercito-nacionalista.html), que, en noviembre de 2017, el general Fernando Alejandre Martínez, jefe del Estado Mayor de la Defensa, celebrando el Día de los Caídos por la Patria, hacía las siguientes consideraciones (la cursiva indica lo textual, los subrayados son míos):
- Que cumple con lo dispuesto en las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas: los miembros de las Fuerzas Armadas se sentirán herederos y depositarios de la tradición militar española.
- Que nuestra historia está repleta de ejemplos donde los militares españoles antepusieron su amor a España a cualquier otra consideración, contribuyendo con ello a que hoy, orgullosos de nuestro pasado, seamos una gran Nación.
- Que la historia demuestra que, llegado el caso, los españoles, y con ellos sus Fuerzas Armadas, sabemos defender nuestra Nación. Por ello, que nadie lo dude: siempre estamos preparados para (...) responder.
Estas declaraciones, como iban dirigidas a Cataluña, pasaron sin pena ni gloria, y ahora muchos se sorprenden con los chats de militares (“ex”) hablando de fusilar 26 millones de personas. La hipocresía de aquellos que ahora se escandalizan es que les importaba un rábano cuando afectaba a catalanes y, lo siento, esto es pura xenofobia o, al menos, intolerancia y menosprecio político (como el Tribunal Supremo que exige “reeducar” los presos políticos para que vayan a casa por Navidad. ¿No habíamos quedado que no se les condenaba por su ideología?).
A muchos les gusta decir (queda muy cosmopolita) que es un anacronismo la creación de nuevas fronteras. Aparte de los nuevos Estados creados en Europa en los últimos tres decenios (más de una quincena desde 1990; y, desde la misma fecha, la ONU ha pasado de 159 a 193 Estados), no hablamos de alzar un muro ni de poner alambradas como en Ceuta, sino de una independencia legislativa. Muchos de los que usan ese argumento de “las
fronteras anacrónicas”, lo hacen desde la seguridad de su frontera propia, y pocos aceptarían la disolución de la suya, por ejemplo, en un Estado Europa real, al cual se acogerían muchos independentistas catalanes renunciando a bandera, himno o lo que fuera. Son argumentos débiles que solamente esconden defender el statu quo y que nada cambie (porque les favorece). Otro argumento débil es aquel que señala la imposibilidad que cada pueblo se constituya en Estado, que habría miles y miles de Estados. Tal pensamiento es absurdo y lineal, y defiende el mismo statu quo mediante la hipocresía intelectual: estamos hablando de cuando hay una conciencia que empodera una voluntad colectiva de emancipación. Y eso se dirime votando. El hastío ante la hipocresía de los argumentos contrarios al referéndum, es razón para que los independentistas se pregunten qué demonios se pretende negociar en esa “mesa de diálogo” que se ha diluido en la niebla del coronavirus (como si no se pudiese reunir telemáticamente o salvaguardando las distancias y otras medidas de seguridad). Al otro lado, simplemente, no hay nadie que quiera negociar nada. Y esto, tal vez se pueda desvincular del apoyo a los presupuestos, pero, aun así, respecto a esta “mesa”, dudo que los votantes de ERC crean que es útil, sino que más bien votan a ERC por otras razones (la corrupción de CiU y sus últimas políticas neoliberales, tiene mucho que ver). Y el hartazgo crece, por mucho que la epidemia evite que sea visible; por mucho que la falta de una alternativa esconda que muchos piensan que tanto Puigdemont como Junqueras se equivocan, que ambas vías están condenadas al fracaso, seguramente, por razones opuestas.
No obstante, aun siendo mayoría (si se da el caso), aun abogando a la disidencia y la unilateralidad, salir a la calle no debe significar salir con un palo, piedra, espada o escopeta. Esto es lo que se ha hecho siempre, exactamente lo que ha llevado a las sociedades a relacionarnos mediante el poder de la fuerza y la violencia física, como la policía española el 1-O. Hay que encontrar otras maneras: no puede ser que, porque el rival político desee utilizar este único lenguaje, debamos complacerlo. En cierto modo, sería darle la razón y, precisamente, lo que pretendemos decirle es que “esta” no es ningún tipo de razón. Bastantes veces uno ha escuchado a catalanes sorprendidos por un aspecto de la sociedad española: que, aún condenando los años de violencia y terrorismo del independentismo vasco, han mostrado más respeto por éstos que por los catalanes. El menosprecio despectivo y la burla (Pujol enano, Puigdemont tocomocho, Junqueras osito, etcétera) se
dirigen hacia lo catalán como si el que rehúsa la fuerza y la violencia fuera un cobarde, algo peor que aquél que encara la lucha pistola en mano, que al menos asume eso tan varonil de la “hombría”, el “valor”, etcétera etcétera. <<No llores como una mujer lo que no supiste defender como un hombre>>.
El Estado no debe ser un papá, sino una casa. Una casa abierta donde los ciudadanos deciden qué muebles se compran y por cuánto, dónde se colocan y cómo. Al Estado casa capitalino (por extensión, España), los catalanes que no queremos vivir nuestra catalanidad como un adorno, no pertenecemos, claro, pero además desde allí nos dicen cómo debe ser nuestra casa, qué podemos comprar y qué no con nuestros recursos y esfuerzo, y dónde colocarlo y de qué manera. Si la mayoría de catalanes opinan que ya les está bien, poco más podemos hacer los independentistas que intentar convencerlos de lo contrario. Pero, si la mayoría desea no pertenecer al Estado España, o que este decida por nosotros, y prefieren la casa propia, decírselo a un muro pétreo pidiendo permiso no servirá de nada.
Un dicho catalán dice “Endavant les atxes”, que son los cirios que inician la procesión. Pues, si esta procesión es el famoso “Procés”, y las “atxes” son sus líderes, a la que seamos los independentistas mayoría, deberíamos cambiar el dicho: “Avancem les atxes”.