Convocar una Conferencia de Presidentes autonómicos el mismo día del sorteo de Navidad lo dice todo sobre la importancia que los políticos dan ya a la plaga de coronavirus. Nuestros dirigentes saben perfectamente que una sociedad aquejada de una profunda fatiga pandémica hoy estará pendiente de si el Gordo cae en La Palma (como manda la tradición cuando se trata de lugares afectados por cataclismos naturales), de si su décimo es el agraciado o si le ha tocado la pedrea. El 22 de diciembre es algo así como una válvula de escape para el pueblo asfixiado por problemas de todo tipo y es obvio que nadie va a prestar la menor atención a 17 tristes personajes que a lo largo de la crisis sanitaria han dado sobradas muestras de incompetencia política –más un presidente del Gobiernoque en esto del covid hace tiempo que no está ni se le espera–.
Para mayor sarcasmo, la reunión se celebrará por la tarde, cuando todos los informativos estarán hablando ya de ese pueblo perdido que de repente se ha visto agraciado por una lluvia de millones, de esa peña ciclista que se ha llevado un pellizquito de los bombos caprichosos y de ese padre de familia numerosa en poder de una modesta participación que le servirá para tapar goteras y hacer frente al atraco del recibo de la luz. A esa hora no habrá ni un solo español atento a si la cainita Isabel Díaz Ayuso se declara insumisa por fin, declarando la independencia de Madrid, o si el soberanista Pere Aragonès decreta el estado de alarma aunque solo sea para sentirse presidente de una república por un día. Es más, es tal el hastío y la rabia de los españoles con su clase gobernante que hoy más de un barrio (residencial u obrero, eso ya da igual) aprovechará para descorchar un arsenal de botellas de champán en plena calle y brindar a morro, sin mascarilla y sin guardar la distancia de seguridad, haciéndole un corte de mangas no solo al coronavirus sino a esa Conferencia de mudos y sordos en la que ya nadie cree porque de allí no saldrá más que un nuevo caos de medidas sanitarias que nadie entenderá y una jaula de grillos en la que cada cual hará la guerra por su cuenta en función de sus intereses particulares.
Tras dos años de pandemia ya deberíamos haber aprendido que el virus no entiende de fronteras, ni de partidos, ni de ideologías políticas, pero nuestros representantes regionales y estatales siguen comportándose como niños malcriados incapaces de mostrar siquiera un atisbo de responsabilidad y de sentido común. Podemos apostar, sin temor a equivocarnos, que la Conferencia de Presidentes acabará en un guirigay de normas, protocolos, instrucciones y recomendaciones que dará lugar a situaciones surrealistas y esperpénticas según el lugar. Así, mientras en una comunidad autónoma se podrá entrar a un bar de copas sin pasaporte covid, en otra limítrofe la Policía podrá sacar a rastras de un local a todo aquel insurrecto sanitario que invoque su sacrosanta libertad para hacer de su capa un sayo. Si en una ciudad se podrá circular libremente y sin mascarilla por la calle, en otra situada a tiro de piedra se castigará severamente al que lo haga. Y si en un pueblo las restricciones brillarán por su ausencia, en el de al lado se decretará el toque de queda y todo el mundo en casa a las once de la noche. Ya no es que haya 17 marcos jurídicos, como se estaba diciendo hasta hoy, sino que las medidas restrictivas irán por barrios y cada lugar será un microcosmos aislado del resto del mundo. Un despiporre político, un pitorreo organizativo.
Todo ese escenario digno de un frenopático se produce, conviene recordarlo, porque no existe una ley nacional que armonice el marco legal y porque, es justo reconocerlo, el Gobierno Sánchez hace ya tiempo que se desentendió de la pandemia, invocando la cogobernanza, delegando en las comunidades autónomas y en los Tribunales Superiores de Justicia y lavándose las manos al más puro estilo Rajoy. Lógicamente, tales gobernantes acaban calentando e indignando al ciudadano, que ya no entiende nada y con razón, de ahí que la Conferencia de hoy al español le interese lo mismo que un combate de sumo televisado de madrugada. Entre unos y otros han terminado por volver loco al personal y el colmo del disparate nacional es que dos días antes de Navidad aún no sepamos qué se podrá hacer y qué no a la hora de celebrar reuniones familiares y fiestas. La sensación de desgobierno, dejadez y cachondeo es el peor enemigo en la lucha contra una pandemia y esa batalla empiezan a perderla las sociedades democráticas, cada vez más erosionadas por las tensiones y conspiraciones de grupos siniestros empeñados en acabar con ellas.
Hace un año se le dijo a los ciudadanos de este país que a día de hoy habríamos alcanzado la inmunidad de rebaño con las vacunas, de modo que todo sería diferente. Sin embargo, llegado el soñado momento de la liberación, nos vuelven a hablar de confinamientos, de aforos limitados y de cenas familiares con las ventanas abiertas, exponiendo a los comensales a morir de una pulmonía que es casi peor que palmarla por el covid. Es cierto que la variante ómicron se ha presentado como un factor inesperado, un jarro de agua fría sobre una sociedad que había puesto todas sus esperanzas de alcanzar la ansiada normalidad estas navidades. Pero peor que el agresivo virus mutante ha sido la incompetencia de unos políticos que no han sabido o no han querido gestionar esta tragedia nacional con seriedad, con racionalidad y con sentido de Estado. Ese sindiós político lo ha olfateado el pueblo, que ya no cree en nada ni en nadie y toma las decisiones por su cuenta.
Durante un tiempo, este país dio toda una lección de comportamiento cívico, pero tras el espectáculo bochornoso que están ofreciendo los padres de la patria muchos españoles han terminado por obrar en consecuencia, individualistamente, enviándolos a todos a esparragar, como suele decirse. La paciencia del pueblo se ha agotado. Muchos van a reunirse estos días haciendo oídos sordos a las recomendaciones y sin escuchar los mensajes de alerta de expertos y gobernantes. Las familias se juntarán como siempre, cruzarán los dedos y a pasarlo bien. Ya llegará enero con la pedrea macabra de muertos, contagiados y hospitales saturados. Definitivamente, una patulea de políticos ineptos ha hecho que perdamos la fe en la democracia y en la ciencia y ya nadie va a hacerle caso al tal Tedros Adhanom Ghebreyesus por mucho que ese señor de la OMS nos advierta de que “es mejor cancelar que celebrar y estar de luto después”. Llegados a este punto de abandono y orfandad, y visto en qué manos estamos, solo nos queda darnos al copazo de cava y al gambón, brindar por los años vividos, disfrutar lo que nos quede y que sea lo que Dios quiera.