Toda la prensa habla de la “guerra de las vacunas” entre la Unión Europea y la farmacéutica británica AstraZeneca. No han pasado ni dos meses desde el Brexit y, tal como era de prever, ya han retornado las históricas y viejas rencillas entre ingleses y continentales. El nacionalismo en cualquiera de sus expresiones y formas es la guerra. El nacionalismo enfrenta y divide. El nacionalismo solo trae violencia y miseria. O como decía Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. Estaba cantado que las filosofías euroescépticas y ultrapatrióticas de Boris Johnson solo traerían problemas, no hay más que echar un vistazo a los tabloides sensacionalistas de Londres para comprobar cómo las desavenencias comerciales entre Bruselas y las multinacionales del Reino Unido a cuenta de los contratos para la distribución de las vacunas se están vendiendo como una pugna patriotera a cara de perro entre el imperialismo de Su Majestad, God Save The Queen, y los jerarcas de la UE, a los que los caricaturistas de la prensa trumpista y eurófoba de Johnson siempre pintan como unos codiciosos vampiros con colmillo afilado y largas garras dispuestos a chuparle la sangre a los británicos. “¡Europa nos quiere robar las vacunas!”, reza un titular amarillo, en tipografía gigante, de esos que tanto gustan a la siempre chovinista e infantilizada opinión pública anglosajona.
A esta hora se sabe más bien poco sobre los contratos firmados con AstraZeneca. Bruselas debe mejorar en transparencia e información a sus ciudadanos, que tienen derecho a saber cuánto estamos pagando por las vacunas, qué plazos se han dado para la entrega y cómo se hace la distribución. Es decir, las condiciones mínimas del acuerdo. Pero más allá de que sea cierto que ha faltado luz y taquígrafos en todo este asunto y de que la Comisión Europa sigue siendo un constructo político que para muchos europeos desafectos queda demasiado lejos, conviene no olvidar que detrás del conflicto hay un fuerte componente político: el nacionalismo de un Gobierno como el de Johnson que sin duda ha aprovechado el incidente para lanzar una intensa campaña de propaganda y vender ante su ciudadanía que el Brexit estaba plenamente justificado y que las vacunas son cien por cien inglesas, de modo que los pigs españoles, portugueses, italianos y griegos no le van a hacer chantaje a su flotilla de farmacéuticas, orgullo de los Siete Mares en el proceloso océano de los mercados ultraliberales.
En cualquier caso, si es cierto que Bruselas firmó la entrega de 81 millones de dosis y ahora la compañía con sede en Cambridge solo asegura entre 17 y 31 millones, estaríamos ante un caso flagrante de estafa que debe ser defendido en los tribunales. Italia ya ha anunciado que emprenderá acciones legales y los demás países europeos toman nota. En un hipotético juicio no solo debería dirimirse si ha habido incumplimiento contractual, sino lo que es mucho más importante: si de los retrasos en la distribución de las vacunas se han podido derivar desgracias humanas, ya que cada día que pasa sin los antídotos mueren miles de personas. No hace falta ser jurista para entender que aquí ha habido negligencia con resultado de muerte, un repugnante genocidio tramado por la dictadura de unas farmacéuticas que al desviar sus medicamentos a otros países mejores pagadores están especulando con algo tan valioso como es la vida humana.
Pero más allá de las cuestiones judiciales que estén por venir, también conviene poner el énfasis en otro aspecto importante: todos los proyectos de investigación de las vacunas cuentan con financiación de los Gobiernos, es decir importantes inyecciones de fondos públicos, dinero de todos los contribuyentes que ha servido para lograr el hallazgo científico en tiempo récord. Resulta indignante comprobar cómo tan valioso manantial de recursos estatales puede estar sirviendo ahora para que los piratas de los laboratorios, los nuevos Blake o corsarios de la medicina al servicio de Su Majestad, estén logrando un inmenso botín, pingües beneficios a costa de la desgracia mundial de la pandemia.
El inmenso escándalo de AstraZeneca sirve para concluir, una vez más, que cuando la economía se deja al albur del mercado el negocio se impone a la decencia; el dinero a la dignidad humana; y la rapiña a la solidaridad. La pandemia nos deja una gran lección que no debería caer en saco roto, y es que el Estado de bienestar está cada vez más debilitado ante el poder oligopolístico de las grandes corporaciones. Lo público debe recuperar el terreno perdido mediante una razonable política de nacionalización, o sea rescatar industrias antes vendidas al capital extranjero, reflotar empresas energéticas y de transportes y por supuesto aquellas que tienen que ver con la salud y la vida de los ciudadanos. Hoy mismo se ha sabido por el virólogo español Mariano Esteban que la vacuna española del CSIC empezará los ensayos clínicos con humanos en breve tras superar las pruebas con ratones y comprobarse que produce una respuesta inmune “más amplia y duradera” que otras. Hemos llegado más tarde que otros en esta loca carrera por doblegar al coronavirus pero quizá haya merecido la pena esperar. Si consiguiéramos autoabastecernos no tendríamos que depender de los bucaneros ingleses y además estaríamos seguros de que nuestras inyecciones son seguras y no nos dan gato por libre, en este caso crecepelo por vacuna. Ese es el camino: apostar por proyectos propios de investigación con dinero público y titularidad estatal como en los mejores tiempos del Estado de bienestar, antes de que llegaran las grandes corporaciones para imponer la ley de la selva.