La historia de la discriminación sexista en el fútbol es solo una parte más de la represión que, desde tiempos ancestrales, ha ejercido el poder del varón. Mujeres y hombres siempre sintieron interés por el deporte. Ya en la Antigua China (año 2.500 antes de Cristo), se practicaba una especie de juego de pelota llamado tsu chu, que consistía en patear el balón a través de una pequeña red abierta hasta anotar con cualquier parte del cuerpo, excepto las manos. Las mujeres participaban al igual que los hombres. Más tarde, en la Europa del siglo XII, existe constancia de que ellas también practicaban juegos similares, especialmente en Francia y Escocia, aunque en esa época empezaron las primeras prohibiciones.
La Revolución Francesa supuso la consagración de los derechos humanos, abriendo una puerta a la esperanza a la dignidad de la mujer, pero hubo que esperar hasta 1892 para asistir al primer partido de fútbol. Se dice que se celebró en Glasgow, aunque no quedó testimonio gráfico de ese hito. Antes, a lo largo de la década de 1880, las mujeres ya habían jugado a este deporte, aunque al margen de cualquier tipo de organización oficial o federativa. En realidad, el primer club femenino (el British Ladies Football Club) se fundó en el año 1894 por Nettie Honeyball, una activista por los derechos de la mujer, mientras que el primer partido se celebró en Londres el 23 de marzo de 1895, según reconoce la FIFA en la actualidad. El British Ladies organizó un encuentro entre los equipos del North y el South en el campo del Crouch End Athletic. Cerca de 10.000 espectadores asistieron al histórico evento, que acabó con la victoria por 7 a 1 del North.
El feminismo comenzaba a materializarse en conquistas sociales concretas como el derecho al sufragio, a la participación política y a los derechos laborales. Nettie Honeyball quiso demostrar que la mujer podía emanciparse practicando deporte al igual que los hombres, es decir, que no solo estaba capacitada para votar y asumir responsabilidades políticas en el Parlamento, sino que contaba con las mismas condiciones físicas y mentales que los varones para tomar parte en competiciones como el atletismo, el tenis y cualquier otra modalidad. Conquistando el fútbol, la última barrera de poder patriarcal, la plena igualdad de género estaría más cerca, pensaba la gran pionera futbolística.
Sin embargo, desde ese mismo momento el machismo del siempre elitista varón blanco anglosajón movió sus hilos para cerrarle el paso a la mujer a un coto que consideraba privado y así, en 1902, la Federación Inglesa de Fútbol prohibía a sus integrantes competir contra combinados femeninos. Se había puesto en marcha toda una maquinaria política, mediática y científica en la que no faltaron bulos, prejuicios absurdos y mentiras de todo tipo, como que el cuerpo de la mujer no estaba preparado para el deporte, que el fútbol provocaba malformaciones en los fetos, que solo las lesbianas y descarriadas podían sentir pasión por un balón (se tachó de marimachos a las jugadoras) e incluso que ellas (por la propia psique y constitución biológica del sexo débil) jamás podrían alcanzar un nivel técnico balompédico similar al de los hombres. Según estas ideologías machistas, un partido de mujeres era algo más propio de un espectáculo de barraca de feria que una competición deportiva seria.
Entre 1917 y 1921 el fútbol femenino se convirtió, de la mano del equipo de las Dick Kerr Ladies, en un fenómeno de masas, congregando a más espectadores en los estadios que los hombres. Esto no gustó al patriarcado, de modo que en 1921 la Federación inglesa prohibió, por ley en todo el Reino Unido, que los clubes prestaran sus estadios para la práctica del fútbol jugado por mujeres. La prohibición duró hasta 1969, cuando la propia federación decidió crear una liga femenina. Ya en 1971, la UEFA encargó a las diferentes federaciones que impulsaran esta modalidad deportiva allá donde fuese posible. Fue así como el balompié jugado por mujeres llegó a países como Italia, Estados Unidos o Japón, donde comenzaron a crearse ligas profesionales. En 1982 echó a andar la primera competición internacional con el Campeonato Europeo para Equipos Representativos de Mujeres de la UEFA. Suecia fue la campeona al alzarse con el triunfo en 1984.
En España, tras la corta experiencia de la Segunda República, donde la mujer trató de incorporarse a la actividad deportiva en pie de igualdad con los hombres, la dictadura de Franco cortó por lo sano cualquier tipo de avance por la igualdad. El NODO, órgano de propaganda del régimen, emitía documentales tratando de ridiculizar y humillar a la mujer. En uno de los informativos sobre un partido de fútbol femenino, la voz en off llega a soltar comentarios tan sarcásticos e hirientes contra las jugadoras como este: “La única nota optimista es que cuando se casen, si se casan, cambiarán este juego por una batería de cocina”. Y en cierta ocasión, durante un partido entre las selecciones de España e Italia, las cámaras del NODO apuntaban descaradamente, y sin pudor, a los traseros de las futbolistas, una de tantas agresiones sexuales que quedaron impunes.
Carmen Arce, Kubalita, una de aquellas bravas pioneras que sufrió en sus carnes el escarnio machista promovido por el régimen de Franco, recuerda cuando, antes de un partido con la Selección, nunca sonaba el himno de España. De esta manera, la Dictadura demostraba la vergüenza que sentía hacia ellas. Kubalita y sus compañeras tuvieron que enfrentarse no solo a las vejaciones e insultos de los hombres de sus familias y a la propaganda franquista, sino a la Sección Femenina de la Falange, que de cuando en cuando se presentaba en los estadios para impedir por la fuerza la celebración de los partidos. “Me duele ver todas esas imágenes”, asegura Kubalita en un reportaje para La Sexta Columna, donde muestra orgullosa una camiseta de la Selección que la Federación Española de Fútbol le entregó recientemente en un emotivo homenaje.
Las Ibéricas F.C., aquella nefasta película española dirigida por Pedro Masó en 1971, pasó a la historia como documento gráfico de la humillación con la que el régimen sometía a la mujer española, esclavizada al rol de ama de casa, madre y esposa sumisa. Las Ibéricas fue una comedia ligera que respondía a los cánones del casposo cine español de la época y a los valores machistas imperantes en los años setenta, ya en los estertores del franquismo. El argumento no podía ser más rancio, ya que trataba en tono supuestamente humorístico y frívolo las peripecias que las mujeres de un equipo femenino tenían que soportar para que sus novios y maridos las dejasen jugar al fútbol. El filme, considerado por la crítica como la peor película de la historia del cine español, no ayudó a la integración de la mujer. Estaba claro que el fútbol era la válvula de escape de los maridos que se divertían con los amigotes en el bar o en las gradas, mientras ellas quedaban al cargo de la casa y los hijos. La humillación y ridiculización de la mujer era constante, no solo en el cine, también en otras expresiones artísticas como la música, como demuestra la letra de aquella vieja y conocida canción de Rita Pavone (“¿Por qué por qué, los domingos por el fútbol me abandonas...?”), convertida en amargo lamento de toda una generación de mujeres reprimidas.
Viejas estructuras
Hoy, tras 48 años de democracia y de lucha por la liberación de la mujer, la situación ha cambiado radicalmente. Aquella España de estadios rebosantes de hombres pasó a la historia. Los campos de fútbol se llenan de espectadores y espectadoras, el fútbol femenino apasiona a millones de hinchas, la televisión retransmite partidos de ambos sexos y se avanza en la igualdad. Sin embargo, persisten comportamientos anacrónicos y trogloditas, los últimos coletazos de un sistema en decadencia. Así, el beso en la boca que el presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), Luis Rubiales, propinó a la jugadora Jenni Hermoso durante la ceremonia de entrega de trofeos del Mundial de fútbol femenino, ante las cámaras de televisión que retransmitían el evento para más de 1.000 millones de espectadores, ha sacado a la luz lo peor del deporte español: un machismo soterrado, recalcitrante y todavía arraigado. El episodio (completado con esa bochornosa imagen de un Rubiales desatado tocándose su miembro viril en el palco de autoridades, en presencia de la Reina Letizia y la infanta Sofía) ha provocado un auténtico terremoto social, político y deportivo en todo el planeta. Lo que queda del escándalo es un presidente de la Federación Española de Fútbol suspendido durante tres meses por la FIFA, un Gobierno Sánchez desbordado pese a haber denunciado los hechos ante el Tribunal Administrativo del Deporte (TAD), una Justicia a remolque de los acontecimientos y unos medios de comunicación internacionales trasladando la imagen de España como un país machirulo donde cualquier dirigente puede agarrar a una empleada por la cadera y plantarle un “pico” en los labios, como dice el propio Rubiales.
El caso, que en las primeras horas Rubiales trató de reducir a una simple anécdota sin importancia magnificada por los “gilipollas, tontos del culo y pringaos”, ha movilizado a millones de mujeres en todo el mundo en un nuevo movimiento sin precedentes que bajo el eslogan “Se acabó” –similar a aquel Me Too contra los agresores sexuales de Hollywood–, ha cuajado en una oleada de indignación y denuncia contra el abuso de poder, la discriminación sexista y el machismo en el deporte. Todo eso y mucho más nos deja la resaca del caso Rubiales. Nos deja escenas esperpénticas, como esa Asamblea Extraordinaria celebrada el 25 de agosto en la sede de la Ciudad del Fútbol de Las Rozas, que el gran jerarca del fútbol español convocó con urgencia con un único objetivo: que sus palmeros, aduladores, corifeos y estómagos agradecidos de la junta directiva (entre los que colocó estratégicamente a sus dos hijas para aumentar el poder dramático del momento) lo ratificaran en el cargo siguiendo los modos y formas del peor dictador de una república bananera (espeluznante ese minuto de la vergüenza en que un exaltado Rubiales, ya fuera de sí, llega a repetir hasta cinco veces que no piensa dimitir). Nos deja una opereta con tintes berlanguianos, como ese episodio protagonizado por la madre del presidente, que en un arrebato de pasión desmedida hacia el hijo caído en desgracia decidió encerrarse en una iglesia de Motril para llevar a cabo una huelga de hambre tan corta como vodevilesca. Y nos deja, en fin, el paisaje arrasado, casi de tierra quemada, de un fútbol español que por lo visto no hizo la Transición a la democracia en su momento (o la hizo solo aparentemente, es decir, en falso y de cara a la galería) y cuyas estructuras caciquiles aún ancladas en el franquismo han saltado definitivamente por los aires.