En el siglo XXI, la violencia machista no solo se ejerce en la calle, en el hogar o en la esfera laboral. El espacio digital, teóricamente concebido como un lugar de conexión y expresión libre, se ha convertido también en un campo de batalla para miles de mujeres que cada día son víctimas de formas de agresión específicas: amenazas, ciberacoso, chantajes sexuales, difamación, difusión de contenido íntimo sin consentimiento, y otras tantas violencias que encuentran su caldo de cultivo en la impunidad que ofrecen las redes sociales, los foros anónimos y las plataformas de mensajería.
La violencia digital contra las mujeres no es un fenómeno aislado, anecdótico o “menos grave”. Es una manifestación más de las estructuras patriarcales que persisten en la sociedad y que se reproducen con brutal eficacia en el entorno online. Lo que antes sucedía en el espacio físico, ahora también ocurre en el digital. La diferencia es que muchas veces el agresor no necesita estar cerca para ejercer poder o causar daño.
Fenómeno al alza
Según datos del Ministerio de Igualdad, un 45% de las mujeres jóvenes en España ha sufrido algún tipo de violencia digital por razón de género. Entre las más comunes se encuentran el acoso persistente por redes sociales, los mensajes sexuales no solicitados (sextorsión), la suplantación de identidad y la publicación de imágenes íntimas sin consentimiento. El fenómeno afecta de forma especialmente grave a mujeres jóvenes, activistas feministas, periodistas, políticas y mujeres con una alta exposición pública.
A nivel mundial, un informe de ONU Mujeres advierte que el 73% de las mujeres ha sido expuesta o ha experimentado alguna forma de violencia en línea. Las consecuencias son múltiples: miedo, ansiedad, depresión, cierre de cuentas, abandono del espacio público digital y, en casos extremos, tentativas de suicidio. La violencia digital genera silencios. Obliga a muchas mujeres a retirarse de la conversación pública por miedo a las represalias. Y eso es profundamente antidemocrático.
Más allá de lo técnico
Las plataformas digitales han sido durante años renuentes a implementar mecanismos de moderación eficaces frente a la violencia machista. Twitter (ahora X), Facebook, Instagram o TikTok han sido denunciadas en múltiples ocasiones por su lentitud a la hora de eliminar contenidos abusivos o bloquear cuentas agresoras. A menudo, las víctimas no solo no encuentran respaldo, sino que se enfrentan a procesos de denuncia complicados, revictimizantes y, en muchos casos, ineficaces.
Pero el problema va más allá de la tecnología. La violencia digital contra las mujeres no es una cuestión meramente técnica ni puntual: responde a patrones sociales de misoginia que encuentran en el anonimato de internet un espacio cómodo para actuar. La red no crea machismo, pero sí lo amplifica. Los agresores saben que tienen pocas probabilidades de ser sancionados. Y eso les da alas.
Impunidad
Esta forma de violencia tiene una difícil persecución legal. En muchos países, incluida España hasta fechas recientes, no existía un marco jurídico claro para tipificar estos delitos. La Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual introdujo avances importantes, como la penalización explícita de la pornografía no consentida y del acoso reiterado por vía tecnológica.
No obstante, persisten numerosos vacíos. Por ejemplo, no todas las formas de violencia digital son reconocidas como tales en el Código Penal, y muchas víctimas se encuentran con que sus denuncias son archivadas o consideradas “conflictos privados”. El acceso a la justicia, además, se ve dificultado por la falta de formación de muchos operadores jurídicos y por la lentitud de los procedimientos. El Estado aún no cuenta con protocolos específicos de atención a víctimas de violencia digital, ni con campañas de sensibilización a la altura del problema.
Impacto psicológico y social
La violencia digital no se queda en la pantalla. Las consecuencias psicológicas son tan devastadoras como las de cualquier otra forma de violencia machista. El aislamiento social, la pérdida de autoestima, la desconfianza hacia el entorno y los síntomas de estrés postraumático son comunes en mujeres que han sufrido este tipo de agresiones.
SLB, de 21 años, nos relata su experiencia tras haber sido víctima de una campaña de acoso en Twitter después de denunciar a un profesor por comentarios sexistas. “Durante meses tuve miedo de abrir el móvil. Me llegaron amenazas de muerte, correos con pornografía violenta y fotos manipuladas con mi cara. Lo denuncié junto a mis padres, pero la policía me dijo que no podían hacer nada si no se identificaba a los autores”, afirma. Como ella, miles de mujeres se enfrentan cada día a un doble castigo: el de la agresión y el del abandono institucional.