Macron: cinco años de miedo, desigualdad y descontento social

23 de Abril de 2022
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Macron en un acto de campaña.

Aunque en los últimos cinco años se han sucedido importantes crisis y aunque el presidente de Francia, Emmanuel Macron, no puede presumir de ningún éxito real, su reelección este domingo parece el escenario más probable. La extrema derecha es poderosa, pero está dividida; buena parte del electorado burgués y conservador se inclina por Macron, al que se han unido numerosos caciques; por último, la izquierda es demasiado débil para imponerse, sobre todo porque, en estos cinco años, los partidos que mal que bien la conformaban se han enfrascado en debates y cada vez se han alejado más en cuestiones tan cruciales como la edad de jubilación, la planificación económica, el lugar de la energía en la matriz energética, las instituciones de la Quinta República, el federalismo europeo, la alianza con ­Estados Unidos, la guerra en Ucrania y otros asuntos.

Estas fracturas, según Le Monde diplomatique, no tienen visos de resolverse. En cualquier caso, la continuación de la guerra en Ucrania favorece a Macron, al movilizar la atención de los franceses sobre los esfuerzos diplomáticos de su presidente y no sobre el desolador balance de su quinquenio. El mandato de Macron, inaugurado con la supresión del impuesto sobre el patrimonio, una bajada del impuesto sobre beneficios de las empresas y una “reforma” del código laboral favorable a la patronal, y marcado por la revuelta –reprimida con extrema violencia– de los chalecos amarillos, ha concluido con la presentación de su programa en caso de reelección.

Las dos medidas clave –el retraso de la edad de jubilación de 62 a 65 años y la obligación de que los beneficiarios del ingreso de solidaridad activa (RSA, por sus siglas en francés) trabajen más de 15 horas semanales– suponen un nuevo golpe de timón a la derecha. La primera, que no responde a ninguna emergencia económica, va más allá de lo que exigían los empresarios el año pasado (jubilación a los 64 años). La segunda, presentada por el Gobierno francés como “una medida de justicia y poder adquisitivo”, proporcionará a la iniciativa privada mano de obra barata o gratuita, de forma que podrán no aumentar los salarios allí donde las ofertas de empleo tengan dificultades para encontrar solicitantes.

Además, como la vuelta de la inflación no se acompañará de una política de apoyo salarial, la mayoría de la población sufrirá una caída de su poder adquisitivo, ya que, de continuar la crisis, la estrategia del “cueste lo que cueste” se ocupará sobre todo de preservar los márgenes de las empresas amenazadas por una caída de la demanda. Las empresas del CAC 40 (el índice bursátil francés), valientemente defendidas por el Gobierno, obtuvieron unos beneficios históricos de 160.000 millones de euros en 2021. El control de los precios que rechaza Macron les impediría cargar sobre sus clientes el aumento de sus costes de transporte, del precio de las materias primas y la pérdida de sus mercados desbaratados por la guerra. Los dividendos de sus accionistas caerían, pero quizá esa posibilidad no sea el drama que el Estado deba atajar prioritariamente.

Un hipotético segundo mandato de Macron entrañaría todavía más riesgos para las clases populares, ya que sería el último. Sin el condicionante de unas elecciones, respaldado por una nueva mayoría parlamentaria a su medida, el proyecto liberal de Macron –el cual ha tenido que diferir parcialmente gracias al movimiento de los chalecos amarillos y debido a la crisis de la covid-19– no tendrá más obstáculos que los brutales shocks que se están amplificando.

En primer lugar, el de la guerra de Ucrania. Nadie puede predecir el alcance de las catástrofes derivadas de la agresión rusa: ni sobre el pueblo ucraniano, víctima de un ejército que supuestamente pretende liberarlo (3,5 millones de habitantes han huido del país y miles ya han perecido), ni sobre la población rusa, sometida al mismo tiempo a un régimen cada vez más feroz con sus oponentes, a fuertes pérdidas militares en el frente ucraniano y a las sanciones occidentales, a las que se suma una avalancha de prohibiciones y boicots que afectan indiscriminadamente a deportistas, artistas, clientes de Mastercard, abonados de Netflix y hasta restauradores rusos en el extranjero. Si el objetivo buscado es disociar al “amo del Kremlin” de su pueblo, el castigo colectivo no es la manera de lograrlo.

Las consecuencias del desastre ucraniano no se detienen ahí. El pasado 14 de marzo, apoyándose en el hecho de que el trigo (del que los dos Estados actualmente beligerantes son grandes productores), proporciona una parte importante de las calorías consumidas por la población del planeta, el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres, alertó a la comunidad internacional sobre “un posible huracán de hambrunas y un hundimiento del sistema alimentario mundial”. La situación es igual de sombría en el frente climático, tanto porque la política de rearme general en curso incrementará el consumo de energía y materiales no renovables (el ejército estadounidense genera por sí solo tantos gases de efecto invernadero como Portugal o Suecia) como porque la cooperación internacional requerida para una reducción general de la producción de combustibles fósiles resulta más improbable en tiempos de guerra. Refugiados, hambruna, clima, por no hablar del riesgo de escalada hacia un conflicto nuclear. Hay motivos suficientes para la pesadumbre de un mundo que todavía no había terminado con una pandemia y que percibe que la humanidad parece más alejada que nunca en su historia reciente de tener “una esperanza”.

Remontarse a la génesis de la crisis ucraniana no solo es útil para comprender cómo se ha llegado hasta aquí, sino también –y sobre todo– para reflexionar sobre la manera de salir de ella. Siempre se está tentado de buscar en el curso de los acontecimientos una justificación a posteriori de las propias advertencias del pasado. Sin embargo, algo es seguro: hace seis meses, nadie imaginaba que el Ejército ruso invadiría el conjunto del territorio ucraniano. Ni siquiera el presidente Volodímir Zelenski.

En todo conflicto donde existe la posibilidad de una escalada nuclear el poder se concentra en manos de un hombre –rara vez se trata de una mujer–. “La disuasión soy yo”, resumía François Mitterrand; “es el jefe del Estado quien decide”. Rememorando la crisis de los misiles de Cuba, Robert Kennedy, hermano del presidente de los Estados Unidos del momento, resumió lo que habría podido suceder en octubre de 1962: “Entre las catorce personas implicadas [en la decisión estadounidense], todas de gran valía (…) había seis que, en mi opinión, habrían volado por los aires el planeta si hubieran sido el presidente de Estados Unidos”.

No es sorprendente que una crisis internacional de esta gravedad haya influido en las elecciones presidenciales francesas. Lastrados por campañas poco convincentes y por sondeos que les auguran resultados paupérrimos, los socialistas y ecologistas han tratado de apoderarse del asunto para recortar la importante distancia que les separa de Mélenchon. Aunque el candidato de La Francia Insumisa (LFI) enseguida señaló su oposición a la agresión decidida por el presidente Putin –llegando a dedicar unas semanas más tarde su gran mitin parisino del 20 de marzo “a la resistencia del pueblo ucraniano contra la invasión rusa y a los rusos valientes que luchan contra la guerra y la dictadura”–, su postura hostil a la OTAN, por lo demás perfectamente legítima, se asimiló a un deseo de debilitar las democracias y de convertir a los franceses, en palabras de Anne Hidalgo, en “vasallos de China y Rusia”. En la misma entrevista, la candidata socialista no dudó en tildar a Mélenchon de “agente” que habría “servido a los intereses de Putin en lugar de a los de Francia, tratando de quitarle hierro a lo que el régimen ruso ­preparaba contra Europa y nuestros modelos democráticos” .

Muy inspirado también, el candidato ecologista Yannick Jadot le ha atribuido al de LFI la idea de que “Ucrania debía desaparecer en provecho de Rusia”. ¿Cómo imaginar en algunas semanas o meses acciones conjuntas y acuerdos entre ellos contra los últimos proyectos de demolición social, si la guerra en Ucrania continúa dominando la agenda política? En cambio, una convergencia entre la derecha y la extrema derecha podría revelarse más fácil, ya que la primera ha hecho suyos en gran medida los principios xenófobos y la obsesión por la seguridad de la segunda, mientras que esta se ha acercado al programa económico liberal de la primera.

Semejante perspectiva vuelve todavía más preocupante la situación de las libertades públicas. Durante el mandato de Macron, la obsesión por la inseguridad, el terrorismo, el contagio vírico y el temor a la guerra han favorecido una “estrategia de choque” antidemocrático y han alentado a un presidente autoritario a gobernar mediante el miedo. La crisis de la covid-19 permitió banalizar las medidas de control social en nombre de la lucha contra la enfermedad al punto de que, el pasado mes de julio, la Defensora del Pueblo francesa (Défenseure des droits) manifestó su preocupación por que “personas privadas puedan encargarse de controlar la situación sanitaria de los individuos y por lo tanto su identidad. Se llega finalmente al control de una parte de la población por otra parte de esta”. La medida acaba de levantarse pero la relativa calma con la que fue recibida sugiere que esa innovación tiene un gran futuro por delante. Porque casi siempre que es posible una usurpación de las libertades públicas gracias a un nuevo dispositivo tecnológico, esta se produce, se perpetúa y con demasiada frecuencia apenas suscita reacciones. Señalar tu estado civil para cualquier cosa, tener que comunicar tu fecha de nacimiento para tomar un tren, tu número de tarjeta de crédito para votar en unas “primarias ciudadanas”, todo ello se ha generalizado durante la presidencia más “iliberal” de la Quinta República. Y hasta el estallido de la guerra en Ucrania, el debate político estaba ­dominado por los temas de la inmigración y la inseguridad, vehiculados por candidatos que no eran todos ellos de extrema derecha.

El despliegue de vehículos blindados de la gendarmería nacional contra manifestantes pacíficos, la disolución de colectivos de solidaridad con Palestina, como el de Toulouse, al que rápidamente sucedió un procedimiento idéntico contra un grupo antifascista de Lyon, la persecución policial y judicial contra los chalecos amarillos ha generado en una vida cada vez más sometida al ­régimen del estado de emergencia. No solo en Ucrania hay que defender las libertades. La repetición del escenario de hace cinco años –una segunda vuelta entre Macron y ­Marine Le Pen– indica que los franceses no van por buen camino.

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