“No hubo ningún muerto en territorio español”, aseguró Grande-Marlaska tratando de descargarse de cualquier tipo de responsabilidad en el sangriento salto a la valla de Melilla del pasado 24 de junio, en el que fallecieron veintitrés personas subsaharianas. Para defender su infame gestión en este truculento episodio, el titular de Interior llegó a utilizar eufemismos, más propios de regímenes autoritarios que de democracias liberales, como “no se ha producido ningún hecho trágico en suelo español” (la frase recuerda mucho a aquellas mentiras de Federico Trillo sobre el desastre del Yak-42). Es evidente que el ministro ha mentido, y no una, sino varias veces.
Hoy, numerosas investigaciones llevadas a cabo por medios de información nacionales e internacionales y oenegés demuestran que sí hubo víctimas en nuestro lado de la frontera bajo custodia de la Guardia Civil. Al reportaje de la BBC, en el que queda en entredicho la actuación de los agentes españoles, se suma ahora otro comprometido dosier publicado por un consorcio internacional de periodistas en el que participa El País, Le Monde y Der Spiegel –suscrito por la organización Lighthouse Reports– y que vendría a demostrar graves irregularidades durante la represión policial de la avalancha humana sobre la verja. El escándalo ha llegado ya al Parlamento Europeo poniendo contra las cuerdas la credibilidad de Marlaska.
Estas nuevas pesquisas aportan documentos y testimonios de primera mano que hablan de personas aplastadas en el lado hispano de la frontera, de heridos abandonados a su suerte y sin recibir atención de ningún tipo pese a que en la zona había asistencia médica, de cadáveres cambiados de sitio, y de una pasividad intolerable de nuestra policía fronteriza mientras las fuerzas marroquíes apaleaban sin misericordia a los migrantes. Para mayor vergüenza, la parcela en la que ocurrió el penoso incidente es propiedad del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana con domicilio social en el Paseo de la Castellana, o sea que la emergencia era de absoluta competencia española. Marlaska se ha quedado sin argumentos, sin coartadas, completamente en cueros.
La Europa opulenta, a la que le suele importar bastante poco lo que ocurre en la frontera sur española, empieza a tomar conciencia y a conmoverse con el crimen masivo que tuvo lugar aquel día negro en Melilla. Mientras el asunto no dejaba de ser una cuestión doméstica de nuestro país, Marlaska controlaba la información y conseguía transmitir una versión oficial que nada tenía que ver con la realidad de los hechos. Sin embargo, cada día aparecen nuevos datos, nuevas declaraciones de víctimas y nuevas verdades que han hecho del caso un escándalo mundial y que vienen a desmontar el mecano de falsedades que había construido el titular del departamento de Interior. Los ecos del fiasco llegan ya hasta Bruselas.
Tapar un asesinato es imposible, eso lo sabemos por la novela negra clásica, pero tratar de camuflar varias muertes y decenas de heridos es un delirio que extrañamente ha salido de la cabeza de un juez, de alguien que debería velar por el cumplimiento de la ley y de los derechos humanos. ¿Por qué lo ha hecho? Lo lógico ante un drama humano de semejantes proporciones hubiese sido abrir una investigación en profundidad y hasta sus últimas consecuencias, pedir interrogatorios a todos los agentes que presenciaron aquella masacre, cortar cabezas, comparecer voluntariamente en el Parlamento tantas veces como fuese necesario hasta aclarar el suceso y, en definitiva, arrojar luz y taquígrafos sobre uno de los episodios más oscuros, terribles y macabros de nuestra historia reciente. Si un Estado que se supone democrático decide mirar para otro lado mientras se da caza al africano pobre y desnudo como en las peores dictaduras totalitarias, ya todo está perdido. Pero, pese a que Marlaska es un jurista de reconocida competencia, un profesional del Derecho que se sabe al dedillo el Código Penal y los convenios internacionales de defensa de las libertades, se optó por tirar tierra encima del incidente y aquí paz y después gloria. El Ministerio del Interior prefirió echarle el muerto al régimen de Rabat y que fuesen los gendarmes de Mohamed VI los que, como en el argot policial suele decirse, se comiesen todo el marrón. Ese fue el grave error de un ministro que, en lugar de buscar la verdad, se cerró en sus propios miedos personales y aquí es donde llegamos al meollo de la cuestión. En lugar de comportarse como un juez de instrucción incansable en la búsqueda de la autoría de un delito prefirió actuar como un siniestro burócrata al servicio de la maquinaria del Estado y de sus propios intereses políticos.
Cuando era magistrado, a Grande-Marlaska jamás le tembló el pulso a la hora de aplicar la ley y se reveló como un hombre íntegro, valiente, incorruptible. Así que, en este punto, cabría preguntarse si en el trance de la valla de Melilla que ha venido a cruzarse en su carrera profesional, tras su salto a la función pública, le ha podido la presión de los poderes fácticos sobre sus espaldas. Desde hace tiempo, buena parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado de este país han caído en la esfera de influencia de la extrema derecha de Vox y ven a Marlaska como un ministro que no es de los suyos, como un rojo bilduetarra amigo de podemitas, como un traidor a España. Da la sensación de que el ministro ha hablado más en nombre de algunos intrigantes mandos que tiene a su cargo que en nombre de la verdad. Si lo hizo por miedo a una sublevación interna, malo; si lo hizo por razones puramente pragmáticas y de Estado (dejar que el caso se enfriara hasta olvidarse), peor. Ante cualquiera de ambas hipótesis solo le queda una salida: presentar una higiénica y digna dimisión. Lo que ha ocurrido aquí es muy grave, ninguna broma, ya que se están dirimiendo responsabilidades por la pérdida de vidas humanas, aunque para algunos esas vidas sean de segunda categoría, de parias del Tercer Mundo a los que a nadie importa, de espectros de la pobreza que ahora se revuelven contra la mentira y la manipulación clamando justicia.