España siempre ha visto una amenaza seria y potencial en Marruecos. Amigo y rival; cliente y proveedor; socio y competidor a partes iguales, el país del norte de África ha sido, históricamente para los españoles, un motivo de recelo, de desconfianza y por qué no decirlo, una amenaza. En el imaginario colectivo hispánico, como un mito fantástico e imposible, siempre ha estado el temor a una nueva invasión como la acaecida en el año 711, cuando las tropas de Tariq atravesaron el Estrecho de Gibraltar para ocupar la Península Ibérica durante casi ocho siglos. Aquella vieja frase castellana, “no hay moros en la costa”, define a la perfección el sentimiento de prevención que los españoles han albergado, desde tiempos inmemoriales, hacia sus vecinos del sur.
Por su parte, los marroquíes siempre se han sentido el hermano pobre de la familia, los desheredados de la historia que miran a España como la puerta de entrada hacia el soñado y próspero paraíso europeo eternamente negado. Conflictos diplomáticos, guerras comerciales y militares, contenciosos por la pesca, escaramuzas fronterizas, trifulcas patrioteras, crisis migratoria, desencuentros religiosos y por encima de todo el contencioso sobre Ceuta, Melilla y Canarias, jalonan la historia de una coexistencia entre ambos países que no siempre fue pacífica.
Hoy, las relaciones entre España y Marruecos han llegado a un punto crítico sin precedentes. La avalancha de inmigrantes sobre la frontera de Ceuta ocurrida en el mes de mayo y promocionada por el régimen de Rabat (que de forma irresponsable abrió las puertas de la verja) ha supuesto un grave incidente internacional que pudo desembocar en algo más serio y dramático. Las tristes imágenes de miles de marroquíes (muchos de ellos niños) lanzándose al mar y nadando de forma agónica hacia la playa ceutí de El Tarajal han dado la vuelta al mundo y han provocado una auténtica conmoción global.
La crisis del lunes negro, ese 17 de mayo de 2021 que pasará a la historia de la infamia, tuvo su origen en un progresivo y lento deterioro de las relaciones diplomáticas entre la monarquía marroquí y el Gobierno de España. La gota que colmó el vaso fue el traslado de Brahim Ghali, líder del Frente Polisario y del movimiento independentista saharaui, a un hospital español en La Rioja semanas antes de estallar el conflicto. La airada y desproporcionada reacción de Mohamed VI, rey de Marruecos, no se hizo esperar. Las fuerzas de seguridad marroquíes encargadas de la vigilancia en la frontera con Ceuta recibieron la orden de abrir la puerta de la valla, generándose una auténtica catástrofe humanitaria. Fue la respuesta de un monarca que, pese a su aparente intento por conducir a su país por la senda del aperturismo, los modos occidentales y las maneras democráticas, hace tiempo que se comporta como un sátrapa, reyezuelo o dictador.
En efecto, la situación política y económica por la que atraviesa Marruecos es ya insostenible. Los presos políticos malviven en cárceles insalubres; el pueblo solo piensa en salir del infierno de la pobreza, lanzándose a un éxodo migratorio suicida; y las reformas políticas democratizantes no terminan de cuajar, en buena medida porque el rey ostenta grandes poderes como la disolución del Gobierno, la jefatura religiosa y el control del Ejército. La renta per cápita del país en 2019 ascendía a 2.932 euros anuales (ocho euros al día, puesto 132 en el ranking de las economías mundiales) y todos los informes internacionales alertan de la penosa calidad de vida que soportan millones de marroquíes. En ese escenario de sequía, pandemia, miseria y paro crónico, a nuestros vecinos no les queda otra que jugársela en el mar en busca de una vida mejor en Europa.
Así las cosas, Mohamed VI ha encontrado un arma eficaz en sus reivindicaciones históricas contra España: la explosión demográfica materializada en forma de inmigración descontrolada. Cuando al rey alauí no le parece oportuna una decisión del Gobierno español, abre el grifo migratorio para crearle un problema de seguridad nacional al envidiado vecino; cuando las aguas se calman y obtiene lo que quiere de Madrid, de la UE o de Estados Unidos, cierra la puerta de la valla. Esa es la política exterior inhumana, injusta y cruel que, a falta de un plan de modernización y progreso para el país, practica el autoritario gobernante marroquí. La utilización de personas desesperadas como arietes humanos para conseguir fines políticos constituye la peor cara del oscuro régimen de Rabat. El gobernante no duda en arrojar al mar a sus ciudadanos (hombres, mujeres o niños), poniendo sus vidas en grave peligro, si con ello consigue doblegar a la España que, en cumplimiento de los mandatos de la ONU, sigue apostando por un referéndum de autodeterminación del pueblo saharaui, algo a lo que Mohamed VI se niega en rotundo.
Marruecos y el Sáhara
Desde el siglo XV, los españoles sintieron atracción por el litoral del Sáhara Occidental. En 1476 Diego García de Herrera, señor de Lanzarote, hizo edificar un fuerte que bautizó como Santa Cruz de la Mar Pequeña, que sería destruido más tarde por el sultán El Wartassi en 1527. Lo que en principio iba a ser un puerto de la Corona española para el transporte de esclavos africanos se acabó convirtiendo, a partir del siglo XVIII, en una fuente importante de caladeros de pesca.
En 1860, la Guerra de África terminó con victoria española en la batalla de Tetuán, de modo que en el tratado de paz se insertó un artículo sobre el control español del Sáhara. La región fue reclamada por España en 1884, durante la conferencia de Berlín, y las tropas hispanas siguieron colonizando el interior de la zona. Finalmente, el jefe saharaui y sultán de Adrar el-Tmarr firmó una carta sometiéndose al protectorado, pero Sagasta dejó de notificar el acuerdo a la comunidad internacional y la soberanía quedó en el aire. Mientras tanto, Francia consolidaba sus intereses en algunas zonas saharauis.
Es evidente que la explosiva cuestión del Sáhara Occidental ha sido el detonante de la grave crisis desatada estos días entre España y Marruecos. Una vez más, un territorio mal descolonizado se ha convertido con el tiempo en un foco de conflicto internacional. El embrión del problema se remonta, cómo no, a los años del franquismo. Ocupado por unas decenas de miles de nómadas y unos cuantos kilómetros cuadrados de tierra controlable, en principio aquel terruño o trozo de tierra en el desierto no parecía suponer el mayor de los problemas para Franco. Hasta que Marruecos logró su independencia política de Francia y de España en 1956 y se descubrieron importantísimos yacimientos de fosfatos en la zona. Desde ese mismo instante, Rabat dio inicio a su ofensiva para revindicar un territorio que siempre ha considerado vital para construir su proyecto del Gran Marruecos.
En 1963, Franco apoyó las reivindicaciones del país vecino respecto a su frontera con Argelia, pero nunca consiguió una colaboración efectiva y sincera del rey Hassan II. Ese fue el comienzo de una larga historia de desencuentros, recelos y deslealtades entre españoles y marroquíes. Entretanto, en 1967, la Organización de las Naciones Unidas recomendaba la descolonización del territorio mientras Mauritania también reclamaba sus supuestos derechos territoriales en el Sáhara Occidental.
Un año más tarde, en 1968, el espíritu nacionalista del pueblo saharaui germinaba en el Frente Popular de Liberación de Saguia el Hamra y Río de Oro (Frente Polisario). Para curarse en salud ante posibles episodios insurreccionales, el Gobierno español optó por incluir el Sáhara como una provincia más de su estructura administrativa y territorial. De alguna manera, los saharauis dejaban de ser un pueblo colonizado para convertirse en parte del Estado español, pero tras siglos de abandono ya era demasiado tarde para crear un espíritu nacional en aquel olvidado pedazo de tierra.
La guerra por la liberación emprendida por el Frente Polisario no había hecho más que comenzar. La insurrección de El Aaiún o matanza de Zemla de 1970 se saldó con varios muertos y decenas de detenidos. El conflicto se agravaba por momentos hasta que Estados Unidos decidió intervenir. El 21 de agosto de 1975, Washington ponía en marcha un proyecto estratégico secreto de la CIA, financiado por Arabia Saudí, para arrebatarle la provincia del Sáhara a España. Lógicamente, la idea de aumentar su poder de influencia geoestratégica en un área que se presumía rica en petróleo, gas, hierro y fosfatos bastó para terminar de convencer a la Administración estadounidense de que debía meterse en el avispero saharaui.
Planes de Washington
Finalmente, los planes de Washington llegaron a oídos de los servicios de inteligencia españoles, que informaron rápidamente a su Gobierno. Para entonces, el monarca alauí ya había visto en la enfermedad del dictador español y en la debilidad de la dictadura una buena oportunidad para lograr sus aspiraciones. De hecho, en 1969 Hasán II ya se había apoderado de Ifni y en una entrevista con el yerno de Franco, Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, le transmitió su intención decidida de ir también a por el Sáhara e incluirlo como territorio soberano marroquí. En ese momento el régimen franquista, al que se le había declarado otro incendio colonial en Guinea, estaba dispuesto a acceder a un referéndum para que fuese el pueblo saharaui quien se pronunciara sobre su futuro como nación.
La comunidad internacional presionaba para que Franco solucionara de una vez por todas el espinoso asunto. Por una parte, los países africanos denunciaban la anacrónica situación sin resolver del colonialismo español, un bochorno para el Gobierno de Madrid cuando el mundo se encontraba a las puertas de los años setenta. Era evidente que la propia Administración franquista no se daba demasiadas prisas en poner en marcha los mecanismos legales, nacionales e internacionales, para normalizar la región en su tránsito hacia la descolonización.
En medio del clima de tensión en el norte de África, estalló un nuevo motivo de controversia entre Madrid y Rabat: la pugna por los caladeros pesqueros en aguas jurisdiccionales marroquíes. A Franco se le ocurrió que quizá se podía apaciguar los ánimos del rey de Marruecos poniendo en marcha una cierta autonomía para el Sáhara Occidental e incluso promovió la creación de un partido político de ámbito local (la Unión Nacional Saharaui) todo un avance para un dictador que sentía auténtica alergia a la democracia. En el caso de que la idea hubiese prosperado, la organización podría haber servido como herramienta o brazo político de España para defender sus intereses en el área. Pero no fue así.
El 6 de octubre de 1975, los servicios de Inteligencia del Ejército español informaron al Gobierno de Franco sobre los planes de Estados Unidos sobre el Sáhara Occidental y pidieron que se actuara en consecuencia. En esos días, el Tribunal de la Haya avalaba la propuesta de celebración de un referéndum de autodeterminación para el pueblo saharaui, lo cual terminó de enervar los ánimos del rey de Marruecos, que al temer ante la posibilidad de perder la codiciada pieza pasó de inmediato a la ofensiva. Fue entonces cuando se organizó la Marcha Verde, un gran movimiento ciudadano formado por 350.000 personas, además de 25.000 militares, para ocupar el Sáhara occidental. Marroquíes lanzados como escudos humanos para reclamar su soberanía nacional en ese territorio.
El 6 de noviembre de 1975 la Marcha Verde traspasaba la frontera internacionalmente reconocida en la zona. El episodio alcanzó tintes prebélicos y por un momento la comunidad internacional temió la posibilidad de que estallara una guerra entre España y Marruecos. En una conversación con Don Juan de Borbón (padre de Juan Carlos I), y con Franco ya agonizante, Hassan II comunicó a nuestro país cuáles eran sus verdaderas intenciones: “Dígame qué otro momento sería mejor para plantear la cuestión saharaui”, le dijo amenazante.
Con Franco en su lecho de muerte, la entrada en escena de Juan Carlos iba a cambiar el curso de la historia. El conflicto armado entre españoles y marroquíes parecía inevitable cuando el príncipe español (que decidió tomar las riendas diplomáticas casi con plenos poderes) pidió la mediación de Henry Kissinger, secretario de Estado estadounidense, para que intercediera ante Hassan II. A las pocas horas ya se había firmado un pacto secreto por el que España se comprometía a entregar el Sáhara Occidental a Marruecos a cambio del total respaldo de Estados Unidos a su proyecto de transición a la democracia. Ese fue uno de los precios que hubo que pagar para consolidar la reinstauración borbónica en nuestro país.
El 26 de febrero de 1976, tras los Acuerdos de Madrid, España abandonaba su codiciado protectorado tras siglos de dominación mientras que el Frente Polisario, apoyado por Argelia, emprendía la guerra en pos de su liberación nacional. Empezó a correr la sangre. Marruecos llegó a bombardear a la población saharaui con napalm y fósforo blanco, un macabro incidente conocido como el genocidio de Um Draiga que nunca fue investigado. Y, una vez más, los campos de refugiados como el de Tinduf se convirtieron en parte del paisaje.