Miguel Bosé, orgullo de negacionista

12 de Abril de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Había despertado expectación la entrevista de Jordi Évole con Miguel Bosé y la cosa no defraudó. Una historia de sexo, drogas y rock and roll siempre vende mucho en la televisión, sube a tope las audiencias, y el que fue una de las grandes estrellas de nuestro panorama musical venía dispuesto a abrirse en canal en el diván del avezado y menudo psicoanalista del periodismo. Del dolor nace la genialidad, y Évole ha sabido sacarle partido a esa especie de narcolepsia que padece desde hace años para reinventar el género de la entrevista. Con su estilo directo y enrollado, el hipnoterapeuta de La Sexta crea el clímax propicio hasta contagiar al personaje de una cataplexia similar a la que él sufre, un trance o sueño narcótico, de modo que a partir de ahí el paciente ya lo larga todo del tirón y se consuma la catarsis o curación por el habla. Ese es el momento que Évole elige para sacar la tablet de la mochila, ponérsela delante de las narices al entrevistado y mostrarle las imágenes o reminiscencias de su vida de antes, sus episodios biográficos más polémicos, sus traumas existenciales del pasado. La técnica es brutal y nadie que se haya sentado ante el lacaniano Évole sale de la sesión siendo la misma persona.

En cualquier caso, Miguel Bosé estaba predispuesto a la hipnosis desde el principio. Llevaba largos años apartado de su público español (por lo visto ahora vive como un cartujo en una especie de retiro interior en México) y tenía ganas de contar su verdad. No rehuyó ninguna cuestión, al contrario, habló de todo, de su alejamiento voluntario del mundo del espectáculo, del juicio que mantiene con su expareja, Nacho Palau, de la pugna por la custodia de los hijos, de la difícil relación con el padre-mito, el torero Luis Miguel Dominguín, en fin, más de lo humano que de lo divino, que eso quedará al parecer para una segunda entrega. “He tenido años salvajes en los que descubrí la parte oscura que todos tenemos: drogas, sexo a lo bestia, sustancias (…) Llamé a unos amigos de madrugada y les dije: ‘Quiero ir de fiesta’. Esa noche me tomé mi primera copa y me metí mi primera raya, que me duró una semana, me salió baratísimo”. Y ahí fue donde Don Diablo empezó a ser exorcizado y afloró el hombre atormentado que está pidiendo a gritos que le quieran y le ayuden para superar sus fantasmas, sus neuras y sus fobias.

La historia de la celebrity que lo tiene todo y acaba cayendo en desgracia por culpa de su mala cabeza siempre es una garantía de éxito en el gran circo catódico. La tele es como ese Saturno del cuadro de Goya que devora a sus hijos, un monstruo que destruye juguetes rotos con tanta facilidad como los crea (véase Rocío Carrasco). Pero, sin duda, esta vez la audiencia no se sentó delante de la pantalla para empaparse de las miserias humanas y el descenso a los infiernos de una leyenda de la música como es Bosé. El espectador buscaba razones, motivos, causas de ese trombo mental o extraña transformación del divo en negacionista de la pandemia. Y una vez más, ha quedado claro que el fenómeno, la enfermedad de nuestro tiempo, no tiene explicación lógica o racional. “Hay un plan urdido que no se quiere que se sepa. No es pensar que estoy en posesión de la verdad, es la verdad. Soy negacionista, es una postura que llevo con la cabeza bien alta”, dice el icono pop, al que le vendría bien una charla de tú a tú con el sensato José Coronado.

¿Pero cómo demonios se come que un hombre de la cultura y la personalidad de Bosé se deje arrastrar por las monsergas y bulos de las redes sociales hasta creer que nos han convertido en un rebaño de crédulos del virus y en víctimas de un macabro plan internacional? ¿Cómo explicar que alguien viajado como él pueda caer en esa descabellada teoría de la conspiración que habla de cuatro poderosos millonarios (Soros, Gates y los Clinton) que mueven los hilos del mundo mientras se beben la sangre de los niños? ¿Es producto de todo lo que se ha metido en el cuerpo, de tantas adicciones que dejan secuela, de tantos años salvajes y “sexo a lo bestia” como él mismo dice? ¿O es puro postureo y disfraz para relanzar una carrera artística que últimamente ha empezado a declinar? En cualquier caso, llama la atención que Bosé le tenga más miedo y respeto a una vacuna que a los dos gramos diarios que se enchufaba para funcionar, como también sorprende que se le dé cancha televisiva a un señor que desprecia la ciencia y que se aferra a una ideología peligrosa que mata más que el propio virus.

El expediente Bosé no es sino uno de tantos. Cada día son más los ciudadanos que se ven atrapados en ese mundo delirante y friqui que viene de la mano de corrientes políticas tóxicas para la humanidad como el trumpismo neofascista destructivo y letal. El negacionismo tiene mucho que ver con la degradación de la política y la democracia; con la crisis de valores y la decadencia de la posmodernidad; con el retorno de la superchería y el medievalismo supremacista; con la incultura y el desconocimiento de la ciencia; con el terror milenarista, el poder de las sectas y otras muchas causas y factores que sería imposible enumerar aquí.  

Cómo ha caído Bosé en la paranoia del negacionismo es algo que el terapeuta Évole deja para una segunda entrega (mejor dos tazas que una para sacarle todo el jugo y toda la publicidad posible a la gallina de los huevos de oro) y que promete ser apasionante. De momento, ya se ha desentrañado un enigma que nos tenía a todos desconcertados: la voz chamánica, cavernosa y de ultratumba de Bosé no es impostada ni tiene por objetivo parecer más pedante, meter miedo al personal o llamar la atención, sino que es fruto de un trauma emocional. A ver si al final va a resultar que todo, incluso el negacionismo cerril y obtuso, se reduce a un simple problema de desamor que ha destruido un corazón sensible, frágil, romántico. Ya lo dijo Balzac: el amor aborrece todo lo que no es amor.Sea como fuere, la terapia Évole va dando resultado.  

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