El despliegue de miles de militares de la Guardia Nacional y de 700 marines ordenado por el presidente Donald Trump para “proteger a los agentes federales de inmigración y los edificios” de Los Ángeles y otras ciudades de California ha reavivado un debate casi centenario sobre los límites del poder ejecutivo y la intervención militar en la seguridad interior de Estados Unidos.
No es ningún secreto que Trump admira a líderes como Vladimir Putin o a los jeques de los países del Golfo porque no tienen que rendir cuentas a nadie ni tienen el control parlamentario que puede frenar sus iniciativas. Es más, existe una secreta admiración hacia el régimen de los ayatolás iraníes. Esa es la razón por la que este segundo gobierno de Trump es el de la “venganza” y la de la toma del poder total por la fuerza de los hechos. ¿Cuántos cientos de miles de rotuladores con la punta gorda ha gastado ya en firmar órdenes ejecutivas?
Trump apoyó su decisión de desplegar tropas en una breve disposición del código federal que autoriza al presidente a desplegar exclusivamente a la Guardia Nacional (no a las tropas en servicio activo) para sofocar un “peligro de rebelión” o asegurar la ejecución de las leyes cuando las “fuerzas regulares” resulten insuficientes. Aunque la orden no califica expresamente las protestas como “rebelión”, su texto sugiere que los disturbios podrían evolucionar hacia esa amenaza.
Este recurso contrasta con la más conocida Ley de Insurrección de 1807, que faculta al presidente a emplear tropas federales para reprimir violencia doméstica o conspiraciones que socaven los derechos constitucionales. Hasta ahora, Trump ha eludido invocar este instrumento más contundente.
Prestigiosos juristas de las universidades de Houston y Georgetown señalan con claridad que la justificación oficial parece “un pretexto motivado por la política más que por necesidades concretas”. Advierten que, en caso de enfrentamientos entre la Guardia y manifestantes, la Casa Blanca podría aprovechar el caos para invocar la Ley de Insurrección y traer a las fuerzas armadas en activo a las calles, ampliando así el alcance militar contra ciudadanos.
Ex asesores legales de la Casa Blanca bajo presidencias republicanas denuncian que desplegar sin el aval del gobernador no es inaudito, aunque los ejemplos más recientes datan de 1965, cuando Lyndon Johnson envió tropas para proteger a manifestantes por los derechos civiles en Alabama.
Gavin Newsom, gobernador de California, calificó el despliegue de “ilegal” y anunció una demanda contra el Ejecutivo federal. “Es un abuso de poder: tendencias autoritarias, ego y mando y control”, denunció en MSNBC. Gobernadores demócratas de todo el país respaldaron su reproche en una carta conjunta, advirtiendo del “alarmante abuso de poder” que supone confrontar a militares con manifestantes.
Por su parte, Trump aseguró haber advertido personalmente a Newsom: “Le dije que tenía que encargarse de esto; si no, enviaría a las tropas”. Aun así, el mandatario insistió en sus mensajes en redes de que Los Ángeles “se ve muy mal” y reclamó mano dura contra los “insurrectos”.
Sin embargo, lo que está claro es que militarizar la calle al más puro estilo Putin es peligroso para la libertad y la democracia. El temor es que la mera presencia de soldados, aunque bajo mandato limitado, agrave la tensión y genere un círculo regresivo: más disturbios, más tropas, nuevas urgencias para invocar poderes extraordinarios. Es decir, una toma del poder absoluto que tanto añora Donald Trump.
Asimismo, se examina si los guardias nacionales han acompañado a funcionarios de inmigración más allá de sus cuarteles, lo que interpretan como un uso proactivo de la fuerza para reforzar operaciones migratorias.
El conflicto recuerda dos episodios clave: la intervención de Eisenhower en Little Rock (1957) y los envíos de Johnson en 1965. Tras el huracán Katrina (2005), la negativa de George W. Bush a desplegar la Guardia Nacional sin el visto bueno estatal derivó en una enmienda del Congreso (2007), que se derogó un año después ante la oposición masiva de gobernadores y juristas, devolviendo la ley a su redacción original.
El pulso entre la Casa Blanca y California marcará un hito judicial sobre los alcances presidenciales de despliegue militar interno. Mientras Trump advierte que “las tropas están en alerta máxima” y no descarta enviar marines, el litigio que presenta Newsom podría fijar límites definitivos: ¿resguarda la Guardia Nacional edificios federales o se convierte en una fuerza de choque contra el disenso civil? La respuesta definirá el equilibrio entre seguridad y libertades en la América del siglo XXI.