El avance colonial en Cisjordania no es únicamente un proyecto geográfico o estratégico; es, sobre todo, una herramienta de supervivencia política para Benjamín Netanyahu y la coalición ultraderechista que sostiene su gobierno. En un sistema político fragmentado, donde las mayorías dependen de pactos con partidos de fanáticos religiosos y ultranacionalistas, la expansión de asentamientos se convierte en la moneda de cambio más valiosa.
Netanyahu, acosado por juicios por corrupción y un historial de crisis políticas que lo han mantenido en el poder a golpe de pactos precarios, ha hecho del asentamiento en Cisjordania un activo electoral. Cada nueva carretera, cada autorización de viviendas, cada anuncio de anexión parcial refuerza su imagen como garante de la seguridad nacional y defensor de la identidad judía frente a “enemigos internos y externos”.
Más allá de la seguridad
La coalición que sostiene a Netanyahu no solo busca control militar. Los partidos de extrema derecha (como Sionismo Religioso, liderado por Bezalel Smotrich, o Poder Judío, de Itamar Ben-Gvir) ven en los asentamientos la materialización de un mandato bíblico. Para ellos, el territorio no es negociable: es un componente de identidad nacional y religiosa.
En ese marco, apoyar la expansión colonial no es un tema de pragmatismo, sino una prueba de pureza ideológica. Smotrich, hoy ministro de Finanzas, ha defendido abiertamente que “no existe pueblo palestino” y ha utilizado su cartera para canalizar fondos hacia proyectos de asentamientos. Ben-Gvir, desde Seguridad Nacional, alienta la proliferación de colonos armados como brazo informal de la soberanía israelí en territorios ocupados.
En la política israelí, los asentamientos en Cisjordania son mucho más que enclaves territoriales: son catalizadores electorales. La expansión de colonias moviliza a sectores clave del electorado, solidifica la coalición de derechas y, en el proceso, ha dejado arrinconada a la oposición centrista y laborista, que ya no logra articular un discurso convincente ni electoralmente rentable frente a la ola de nacionalismo territorial.
Movilización de la base
Los colonos y sus simpatizantes constituyen un bloque electoral disciplinado, con una tasa de participación superior a la media nacional. Sus demandas (construcción de viviendas, carreteras exclusivas, protección militar y legal frente a palestinos) encuentran eco inmediato en los partidos de la derecha y la ultraderecha, desde el Likud hasta Sionismo Religioso.
En cada campaña, la promesa de nuevos proyectos de asentamientos o la defensa intransigente de la “unidad de la tierra de Israel” funciona como una bandera de identidad. El votante colonizador no vota en clave económica o social: vota por la continuidad de un proyecto que percibe como existencial. En ese sentido, Netanyahu y sus aliados ultras han aprendido a convertir cada plan urbanístico en un instrumento de movilización política.
Aunque los colonos representan menos del 5% de la población israelí, su peso político excede con creces su tamaño demográfico. En un sistema parlamentario fragmentado, su voto disciplinado puede definir bloques enteros y decidir mayorías. Netanyahu lo sabe: garantizar el apoyo de los colonos significa asegurar la base de una coalición que luego puede sumar a otros sectores de derecha más pragmática.
Oposición acorralada
El resultado es una oposición en crisis. El laborismo, antaño artífice de los Acuerdos de Oslo, ha quedado reducido a la irrelevancia: su defensa de la solución de dos Estados ha perdido tracción entre votantes que ven esa fórmula como ingenua o muerta. El centro, representado por figuras como Yair Lapid, enfrenta un dilema: criticar abiertamente la colonización lo etiqueta como “débil” en seguridad y lo aleja de votantes moderados de derecha; pero guardar silencio lo vuelve indistinguible de Netanyahu.
El resultado es un electorado desviado hacia la derecha por inercia, en el que incluso partidos que no hacen de la colonización su eje central evitan confrontarla de manera frontal.
La ironía es que, en términos históricos, los israelíes no han votado contra la paz, sino contra la percepción de inseguridad. Cada estallido de violencia en Gaza o cada atentado en Jerusalén desplaza el centro de gravedad electoral hacia quienes prometen mano dura. Netanyahu y los partidos colonizadores han convertido esa dinámica en un ciclo político: más asentamientos, más tensión, más percepción de inseguridad, más votos para los defensores de los asentamientos.
El electorado israelí percibe, además, que las críticas de la ONU, de la Unión Europea o incluso de Washington rara vez se traducen en consecuencias tangibles. Esa brecha entre condena internacional y coste real ha reforzado la narrativa de la derecha: “Podemos expandirnos sin pagar ningún precio”. En el imaginario político local, las resoluciones en Nueva York o Bruselas valen menos que una carretera asfaltada en Samaria.
Mapa electoral inclinado
Así, el avance colonial no solo redibuja el mapa físico de Cisjordania: también ha inclinado el mapa electoral israelí. Mientras la derecha alimenta a su base con proyectos concretos y símbolos identitarios, la oposición se encuentra sin bandera clara, atrapada entre la irrelevancia y el miedo a ser tildada de “antipatriota”.
El resultado es que la colonización, lejos de ser un tema periférico, se ha convertido en la principal palanca de movilización política en Israel. Y mientras esa lógica prevalezca, cualquier alternativa de paz quedará no solo políticamente improbable, sino electoralmente inviable.
La colonización, además, genera un efecto de “hecho consumado” que ningún sucesor político se atreverá a revertir. Demoler asentamientos o desmantelar carreteras sería percibido como una traición nacional, castigada electoralmente. Así, cada avance en el terreno se traduce en un reaseguro político a futuro: incluso si Netanyahu dejara el poder, la infraestructura colonial seguiría funcionando como capital político para la derecha israelí.
Resonancia internacional y regional
Netanyahu utiliza este avance también como carta geopolítica. Frente a una comunidad internacional que se limita a condenar sin sancionar, su postura de desafío le da réditos internos: la imagen de Israel como Estado sitiado y permanentemente bajo escrutinio alimenta la narrativa de resistencia y legitimidad nacional. Dentro de su base, cada reproche de Bruselas o de Washington no debilita, sino que refuerza la idea de un líder dispuesto a “defender a Israel contra todos”.
Lo paradójico es que, en términos estrictamente estratégicos, el avance colonial erosiona la viabilidad de una solución de dos Estados, opción que, al menos en teoría, sigue siendo la única salida aceptada por buena parte del sistema internacional. Pero para Netanyahu y sus socios, esa inviabilidad es precisamente el objetivo: consolidar una realidad en la que Palestina no pueda aspirar a un Estado soberano, reduciendo la discusión a meras cuestiones de administración local bajo dominio israelí.
La colonización, entonces, no es solo un plan territorial. Es el combustible político que alimenta la permanencia de Netanyahu en el poder, cohesiona a la derecha religiosa y asegura que, gane quien gane en el futuro, el mapa sobre el terreno ya estará trazado a su favor.