Leer poesía, buena poesía, se entiende, no los malos versos de esos pésimos poetas que buscan encajar la rima a toda costa, como esos niños brutos que meten a martillazos una pieza cuadrada en un hueco redondo, no es un pasatiempo inocente e inofensivo, a veces leer poesía puede ser una actividad de riesgo que tiene sus consecuencias. Porque la poesía cuando es buena convoca por igual a ángeles y demonios, y nos lleva de la mano a lugares maravillosos a los que nunca habríamos llegado por nosotros mismos, pero también a otros lugares y vivencias a las que no queremos volver, ni siquiera pasar de puntillas, porque nos traen dolorosos recuerdos.
Hace unos días, este verso de William Wordsworth: “Los pinos, como nubes en el horizonte” me removió algo por dentro, la función de la poesía, del arte en general , es remover, agitar, el arte de verdad nunca deja indiferente. Y este simple verso del poeta romántico inglés me hizo recordar las nubes verdes de los pinos que había detrás de la iglesia de mi pueblo, una pequeña localidad de La Mancha toledana. Unos árboles que estaban desde hace más de cincuenta años en el huerto trasero de la iglesia. Un huerto delimitado por una reja. Allí habían crecido tres hermosos ejemplares de más de veinticinco metros de altura, cuyas inmensas copas sobresalían por encima de los tejados, y desde lejos semejaban exactamente eso: nubes en el horizonte. Vinieras de donde vinieras, podías ver esos majestuosos árboles que ya formaban parte del, y perdonen la palabra forastera, “Skyline” del pueblo. Hablo en pasado porque, por desgracia, esos pinos gigantescos ya no existen, fueron talados hace algunos años por orden del entonces cura titular de la parroquia. Y llevó a cabo la tala a pesar de la oposición de algunos vecinos que le pidieron que no lo hiciera o al menos dejara alguno para que aliviara con su sombra los cada vez más largos y cálidos veranos manchegos. “Déjame uno para poder poner el tractor a la sombra” le pidió un vecino al cura, pero éste se mantuvo inflexible y mandó talarlos todos. Hasta ahora sigue sin saberse por qué fueron talados porque el cura nunca dio explicación alguna. Igual creía que no debía darla como el que dijo aquello de “la maté porque era mía”.
Poco tiempo después, el mismo cura que puso el pulgar hacia abajo como un césar ordenando la muerte de los árboles, aprovechó los tocones para poner sobre ellos unas placas con frases cortas, consignas religiosas para tapar los feos y secos muñones que quedaron a la vista de todos. En una de ellas podía leerse: “Amaos los unos a los otros” o algo así, escribo de memoria. Aquella frase sobre el tronco muerto me pareció de una crueldad extraordinaria, una burla salvaje, una total indecencia, una absoluta desfachatez que alguien pusiera ahí esas palabras después de destruir un grandioso ser vivo que no hacía mal a nadie, muy al contrario regalaba belleza en forma de nubes verdes en el horizonte, además de ofrecer refugio a numerosos pájaros, dar sombra al tractor del vecino y a cualquiera que se pusiera debajo,
Por desgracia para todos, el cura arboricida, con su soberbia y su total insensibilidad, no es un caso aislado, en aquellas tierras no son pocos los arboricidas que están atentos para cortar, como si de una mala hierba se tratara, los árboles que nacen en sus tierras alegando que les “estorban” que, además de unos metros cuadrados de tierra, les roban alimento a las cuatro cepas que tienen cerca. Sin darse o sin querer darse cuenta que el beneficio que aportan es mucho mayor que el “perjuicio” porque atraen la humedad, la lluvia que tanta falta hace, además de, como decíamos antes, dar sombra y refugio a los animales que también tienen derecho a vivir. No valoran tampoco el gusto que da ponerse debajo de ellos a la hora de hacer un alto en la jornada de trabajo para comer o descansar.
No hace mucho una vecina mía, con el pretexto de que las raíces de los árboles levantaban la acera, tapó con cemento los alcorques de los árboles que había frente a su casa, con la intención de asfixiarlos, y no contenta con ello, de vez en cuando les echaba lejía, amoniaco y cuantos tóxicos encontraba. No se le pasó ni por un momento por la cabeza que esos árboles tenían más derecho que ella a estar donde estaban, porque cuando ella nació, los árboles, en este caso unas grandes y hermosas acacias, ya estaban allí. Por suerte, a pesar de los muchos intentos de esta mujer por acabar con ellos, han aguantado bien y, de momento, siguen vivos.
Si, como decíamos al principio, leer poemas puede ser una muy agradable y a ratos maravillosa actividad, aunque no exenta de riesgo, leer los periódicos es entrar en un bien montado y preparado gabinete de sadomasoquismo donde cada noticia, cada reportaje, cada línea de una columna puede convertirse en la cola de un látigo que te arrea una y otra vez hasta dejarte la mollera en carne viva, como las espaldas de esos penitentes que salen en las procesiones de semana santa.
Dejando aparte el interminable e insoportable culebrón de la crónica política con unos partidos que parece que no saben o no pueden o no quieren hacer otra oposición al gobierno actual que representar una permanente murga entregada a agitar la crispación, a representar en sesión continua un vergonzoso esperpento que da mucha vergüenza ajena, lo más doloroso y hasta lacerante que podemos leer estos días en los periódicos, nos referimos, naturalmente, a los periódicos más o menos independientes y que todavía más o menos informan y no adoctrinan ni se han convertido exclusivamente en un vivero de bulos, son las noticias relacionadas con las víctimas de los abusos a manos de miembros de la Iglesia católica española.
En la portada de El País del domingo treinta de enero, aparecía la foto de cuatro víctimas de abusos sexuales a manos de miembros de la Iglesia católica española frente frente al Congreso de los Diputados. Una semana después, el domingo seis de febrero, el mismo diario El País volvió a poner en su portada otra fotografía de victimas de abusos por parte de miembros de la Iglesia, pero esta vez eran veinte los fotografiados. Y el periódico hablaba de decenas y decenas de víctimas más que se habían puesto en contacto con los redactores para contar su caso particular. Y todos los casos eran y son, con las circunstancias propias de cada uno, un mismo doloroso relato de sufrimiento, de amargura y desamparo que llevan encima como una insoportable carga desde el día en que un cura amparado en su poder, en su superioridad, en su impunidad, en su total y absoluto desprecio a cualquier principio, abusó de ellos.
“aquí estoy, este soy yo y sigo esperando justicia”
Está muy bien que aparezcan los rostros de las víctimas, que éstas se atrevan a decir: “aquí estoy, este soy yo y sigo esperando justicia”. Está muy bien que muestren sus caras para que se les conozca, que se vea que son personas de carne y hueso, no solo una interminable retahíla de agrios y humillantes testimonios, todos con sus distintas peculiaridades según la clase depredador sexual que les tocó en suerte, pero todos los relatos igualmente asquerosos y repugnantes y nauseabundos. Y todos ellos, las víctimas, con el mismo denominador común de seres profundamente heridos, pisoteados, machacados, humillados y hundidos, con la autoestima, la moral por los suelos, porque muchos se sienten de alguna manera culpables de los que les pasó. Y todos ellos también igualmente humillados doblemente por el agresor y por la Iglesia que no solo no ha querido saber nada ellos, sino que que ha amparado, protegido y mantenido a salvo al delincuente pederasta, cambiándole de parroquia para poner tierra de por medio, o escondiéndole durante años en alguna apartada oficina de algún lejano arzobispado. Sin duda es un gran paso adelante que las víctimas dejen de sentir vergüenza de mostrar su imagen, porque la vergüenza donde debe de estar en el lado de los verdugos y los que les cobijan, amparan y protegen, que pasan a ser cómplices necesarios de estos agresores.
Dice El País del pasado domingo seis de febrero que en otros países de nuestro entorno como Francia, Bélgica y Alemania existen comisiones de investigación formadas por representantes del gobierno, de los partidos políticos y de la misma Iglesia que colaboran en la inmensa tarea de hacer justicia, de procurar la reparación de las víctimas y poner a los pederastas a disposición de la justicia para que sean juzgados. ¿Y aquí en Celtiberia Show se ha creado la correspondiente comisión de investigación?. Nada de eso. Aquí, una vez más y las que quedan, somos diferentes. Aquí la Iglesia, salvo honrosas excepciones de algunos de sus miembros, respira otro aire que se parece más al aire estancado y enrarecido de los cirios, velones e incensarios del Concilio de Trento que al del siglo XXI en el que estamos. Esto es otra cosa. Y eso a pesar de las recomendaciones del Papa Francisco, un hombre bueno que pidió perdón en su día por tantos y tantos casos de abusos que según sus palabras, le avergonzaban profundamente, pero aquí ha tropezado en duro. Aquí no se escucha a un Papa al que algunos altos representantes de la Iglesia católica española le consideran un “rojo” y por lo tanto no están dispuestos a obedecerle. No acatarán nunca a un Papa como éste, que habla con total claridad y dice que hay que buscar la verdad aunque duela, y hay que impartir justicia y esa justicia pasa por depurar todas las responsabilidades, y hacer la debida reparación a las víctimas que ya está tardando, y mucho. Pero esas, más que recomendaciones, órdenes papales, aquí han pinchado en hueso, porque ni la misma Iglesia y la Conferencia Episcopal, su máximo órgano directivo, ni los partidos políticos PP y Vox, fieles servidores de la Iglesia más rancia, están por la labor no solo de formar parte de esa imprescindible comisión de investigación, sino que se oponen con todas sus fuerzas a que exista tal cosa. Y se defienden, como suelen, atacando, disparando a ráfaga con todas sus armas, que no son pocas ni livianas porque, como todos sabemos, la Conferencia Episcopal cuenta con un enorme poder mediático que no para un momento de lanzar sus proyectiles verbales, de momento, señalando con su dedo acusador a todos los que se atreven a abrir la boca para pedir justicia, una justicia que, como decimos ya llega tarde. Y a todos aquellos que se atreven a criticarles, aunque sea una crítica moderada y constructiva, no tienen ningún reparo en acusarles de querer acabar con la Iglesia, nada menos. De querer destruirla utilizando las malas artes del maligno. Otra vez el demonio, el maligno que, una vez más, se ha transmutado, no olvidemos que Satanás tiene el poder, la capacidad de disfrazarse como Mortadelo, en el gobierno social comunista, terrorista, chavista, satánico, diabólico e infernal que, además de su pestilente tufo a azufre, no deja de asomar por todas partes su filoso tridente, sus retorcidos cuernos, sus afiladas pezuñas, su negro y enmarañado pelaje cabrío.
Al ver fotografiadas a las víctimas, nada me habría gustado más que tener delante a los miembros de la Conferencia Episcopal Española para decirles que levanten las alfombras de una vez, que abran puertas y ventanas, descorran los visillos, las cortinas y persianas, aparten las mamparas y los biombos para que entre el aire limpio y la luz al último rincón donde se refugian como sabandijas los curas pederastas. No les escondan más, no les cambien de parroquia, déjense de hacerse ustedes las víctimas, de decir que se quiere hacer una causa general contra la Iglesia, de que hay oscuros intereses que buscan destruir la Iglesia, dejen de echar cortinas de humo, de acusar al oscuro poder de Satán, del demonio porque el demonio, y eso lo bien lo saben ustedes, son los miembros de la Iglesia que han cometido esos abusos, esos horribles delitos que ustedes han tapado de forma sistemática. Dejen de actuar a la defensiva, de echar balones fuera, no pierdan tiempo echando las culpas al maligno o a esos “oscuros intereses” y atiendan con urgencia a las víctimas. Céntrense en ellas, ampárenlas, ofrézcanles con total generosidad, interés y empatía, la comprensión, el calor humano, el cariño, la ayuda que necesitan. No recurran a la fea e inútil estrategia de la permanente crispación que practica la oposición política en el parlamento y allá donde van. No se contagien de esa burda maniobra. Ustedes son otra cosa, ustedes tienen que ser otra cosa. Ya es tarde, el mal esta hecho, las vidas de las víctimas fueron, son y serán siempre unas vidas rotas, sumidas en el dolor y el sufrimiento. Dónde está la piedad, dónde el hambre y sed de justicia, dónde la humanidad, dónde las enseñanzas de ese Cristo al que dicen seguir, dónde la compasión, el compromiso, la identificación con las víctimas, siempre con las víctimas y nunca con sus verdugos.
Hagan caso a su jefe, aunque no les guste. Inviertan en ayudar a las víctimas parte del dineral que han amasado y están amasando a través de las miles de inmatriculaciones, que no es otra cosa que ir a un notario y poner a nombre de la Iglesia bienes de todo tipo, desde la mezquita de Córdoba a cualquier inmueble, edificio, construcción, finca, terreno, manzana, parcela, solar, local, garaje, huerto, granja, quintería, cortijo y hacienda de cualquier pueblo o ciudad española. Por cierto que solo de la Mezquita de Córdoba recaudaron el pasado año más de quince millones de euros que no declaran ni tributan es decir, limpios de polvo y paja por la venta de entradas a razón de once euros por persona y veintitrés la visita guiada con acceso prioritario. Empleen parte de ese abundante caudal que engorda a diario sus bien provistas arcas para ayudar a las víctimas. No olviden a esos miles de damnificados, no los mantengan en el más total desamparo, dejen de proteger a los perpetradores de los abusos, depongan su actitud obstruccionista a que se investiguen los hechos, y ayuden con todo su empeño, entrega, afecto y dedicación a esas víctimas que son, por acción u omisión, sus víctimas.