El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, convertido en el papa Francisco, emprendió un viaje cuyo destino, incluso él llegó a dudar de que alcanzara apenas media década. Hubo quien vaticinó que iba a tener el mismo destino que Juan Pablo I. Doce años después de aquella renuncia al apartamento papal en el Palacio Apostólico, su influencia se prolonga aún sobre la Iglesia Católica, transformando estructuras internas, desafiando tabúes y abonando debates que determinarán el futuro del cristianismo.
Desde el día en que rezó su primer Ángelus, Francisco puso en primer plano la calidez de su trato. Olvidó las vestiduras más recargadas y, en lugar de los corredores solitarios de su apartamento, eligió la casa de huéspedes de Santa Marta para vivir, rodeado de sacerdotes y trabajadores del Vaticano. Así subrayó un principio rector: la Iglesia debía salir de sus murallas y acompañar a los fieles en su cotidianidad. No era un mero símbolo. En su autobiografía Esperanza reconoce que deseaba estar «entre la gente y para la gente».
Sus viajes a más de 60 países consolidaron esa impronta. Desde el río Jordán hasta Paraguay, Francisco estrechó manos de migrantes, ancianos, jóvenes y enfermos. En la plaza de San Pedro o en estadios colosales, su mensaje giraba siempre en torno a la compasión y la inclusión: el pontífice ejerce como pastor que, descalzo de pompas, abraza al rebaño en su diversidad.
En cambio, la cercanía no fue el único talante de su papado. Tras cerrar miles de cuentas bancarias irregulares y promulgar nuevas normas de transparencia financiera, demostró que su desconfianza ante la opacidad no era retórica. Introdujo auditorías rigurosas en entidades como el Instituto para las Obras de Religión (IOR), y obligó a las diócesis a denunciar irregularidades. Su realismo contra la corrupción fue un martillazo contra siglos de prácticas oscuras, y sentó las bases para una administración más ética en la Curia romana. Francisco inició la eficacia del camino que le costó la vida a Juan Pablo I.
Abusos y pederastia: responsabilidad y reparación
Si la opacidad financiera atestigua el compromiso con la probidad, el manejo del escándalo de abusos sexuales y de pederastia señala su voluntad de asumir culpas históricas.
Francisco declaró que, «desde el comienzo de mi papado, me sentí llamado a asumir la responsabilidad de todo el mal cometido por ciertos sacerdotes». Bajo su mandato, la Iglesia estadounidense publicó en 2020 el listado de cerca de 2.000 clérigos acusados de abusos sexuales. Se introdujeron protocolos de denuncia obligatoria y sanciones contra el encubrimiento.
Aunque criticado por las demoras, el Papa no vaciló en pedir perdón públicamente y en abrazar a víctimas en numerosas audiencias privadas y viajes pastorales.
La inclusión como cimiento
Quizá el rasgo más controvertido de Francisco fue su tono compasivo hacia lo que los ultraconservadores seguidores de Juan Pablo II calificaron como «católicos imperfectos». En Esperanza afirma que todos (divorciados, homosexuales, transgénero) están invitados a la mesa de la Iglesia.
Esta declaración implicó un paso simbólico de enorme calado: el reconocimiento de la dignidad de personas que, hasta entonces, eran miradas con recelo o condena. Su beso y lavado de pies a refugiados musulmanes, coptos y hindúes en 2016 no buscó aplausos ecuménicos, sino derribar muros mentales.
Sin embargo, críticos progresistas le reprochan no haber ido lo suficiente lejos: la doctrina católica sigue considerando los actos homosexuales como «intrínsecamente desordenados», y mantiene el sacramento del matrimonio exclusivamente entre hombre y mujer.
El papa Francisco se pronunció contra el cambio de sexo quirúrgico y la gestación subrogada, y defendió que el sacerdocio permanezca reservado a los hombres. Pese a alentar nuevos roles de liderazgo femenino, como el nombramiento de la hermana Raffaella Petrini en 2021 como secretaria general del Estado del Vaticano, su ambición reformista chocó con la inercia de un magisterio milenario.
Un sínodo sin precedentes
En 2021 puso en marcha un proceso sinodal de tres años, convocando a más de mil millones de católicos a decenas de miles de «sesiones de escucha» en las parroquias.
Temas como el papel de la mujer, la inclusión LGTBI y la transparencia fueron debatidos con fervor. Aunque no resultó en una revolución doctrinal, el sínodo marcó un hito en la historia eclesial: por primera vez, la voz de la base católica se ofrecía en canal directo al sucesor de Pedro.
El pulmón testimonial de los fieles subrayó el anhelo de cambios pastorales, más que legales, y reforzó la convicción de Francisco de que la Iglesia no puede ser coto hermético de curas y prelados.
Justicia social y climática
La agenda del papa Jorge Mario Bergoglio ha estado indisolublemente ligada a los migrantes y a la «casa común». En su encíclica Laudato Sialertó sobre el cambio climático y la desigualdad global, denunciando que los países ricos arrojan pobreza a los más vulnerables.
Su discurso ante el Congreso de los Estados Unidos reiteró ese mismo clamor, y en numerosas ocasiones impelió a líderes mundiales a asumir compromisos de cuidado ambiental. Para Francisco, la fe sin justicia social está coja: la defensa de los pobres, la construcción de puentes interreligiosos y la erradicación de la indiferencia son tareas intrínsecas a la misión cristiana.
Paz y diplomacia
Su antibelicismo declarado lo ha llevado a extremar la condena de conflictos, desde la guerra en Gaza (a la que calificó de «terrorismo») hasta la invasión rusa de Ucrania. Sin embargo, algunos lo reprochan por no clamar con la misma vehemencia contra la persecución de católicos en China o por demorar un pronunciamiento más duro contra Moscú.
En el vaivén de equilibrar diálogos con todas las partes, Francisco conjugó visitas a la Sagrada Familia en Gaza con reuniones con familias de rehenes israelíes, buscando siempre un alto al fuego. Su diplomacia prefería el arte de la escucha a la retórica militante, pero dejó a más de un observador reclamando una postura más tajante.
La nueva Iglesia
Quizá el capítulo más perdurable de su legado lo escribe en los consistorios. Al nombrar cardenales de África, Asia y América Latina, Francisco reconfiguró el mapa de futuros papables. Casi el 80 % de quienes participarán en el próximo cónclave deben su púrpura al pontífice argentino. Con ello, no solo reflejó la pujanza demográfica de la Iglesia en el Sur Global, sino también asentó un contrapeso cultural al viejo predominio europeo. Se trató de dar voz y peso a quienes, en justicia histórica, han sustentado el crecimiento del catolicismo en las últimas décadas.
Los ultras de Juan Pablo II quieren recuperar su poder
Si bien muchos aplauden su espíritu diáfano, los ultraconservadores de Juan Pablo II le acusan de traición a la pureza doctrinal. El rechazo a convertir la misericordia en concesión litúrgica, la llamada a abandonar privilegios eclesiásticos y su aval implícito a «rituales locales» irritan a la ortodoxia.
Por otro lado, reformistas insisten en que el sínodo quedó corto y exigen la abolición del celibato sacerdotal, la ordenación de mujeres y un reconocimiento pleno de las uniones civiles entre homosexuales. Ese coro plural dobla la reclinatoria de San Pedro: ¿cómo conciliar unidad y diversidad en una barca que zozobra ante el viento de los tiempos?
Una obra sin terminar
Al inicio de su papado, Francisco confesó temer un pontificado breve. Lo que no imaginó es que su impronta se prolongaría más allá de los tradicionales ocho o nueve años de un pontífice medio. En los pasillos del Vaticano ya resuena la pregunta: ¿quién será capaz, cuando llegue el momento de sucederlo, de mantener viva la polaridad entre la tradición y la reforma que él encarna?
La avalancha de reconocimientos póstumos (premios interreligiosos, homenajes culturales o proclamas civiles en ciudades de todo el mundo) sugiere que la costura reformista ha calado hondo. Sin embargo, Ortega y Gasset advertía que «todo proyecto que no exija heroísmo termina en ruina». La epopeya de Francisco será recordada si logra más que gestos pontificios: si cimenta estructuras que pervivan ahora que él falta.