Pudo escapar del horror de la guerra, de la derrota, con su “España de tiniebla y amapola” clavada en el alma. Y en su abarrotado barco del exilio navegaba con sus improvisados poemas en la cabeza, los únicos que nunca lo abandonaron, ni siquiera en la bruma de su encharcada existencia interna del exilio mexicano. Sí lo ha abandonado la selectiva memoria literaria, cuando aún hoy se habla de esa larga lista de poetas del 27 y su nombre casi nunca aparece. Queda oculto, más que escondido, ignorado y olvidado y por ello, desconocido. Garfias fue ese andaluz salmantino que supo sentir a España en sus letras, antes de cobijarse en el travesaño del mar. El salvavidas de aquellos miles de españoles republicanos que construyeron España desde los gritos apagados del exilio.
Puestos a recuperar la esencia de una poesía comprometida, Pedro Garfias Zurita no responde al prolongado desconocimiento social, sino que permanece pausado para quien decida acercarse a las profundidades poéticas de lo que fue y significó, “en palabras flotando como góndolas”. No niega su tortuoso camino y a lo mejor, como mínimo, habría que recurrir a su libro Poesías de la Guerra, aquellas que en 1938 fueran reconocidas con el Premio Nacional de Literatura en Poesía, siendo jurado don Antonio Machado, aquel poeta que, antes de la guerra, al leerle sus primeros poemas no dudó en calificarlo como “uno de los jóvenes poetas portentosamente dotado”. Y eso que Garfias se desmarcaba de toda oficialidad, asumiendo para sí su marginalidad literaria y respondiendo solo con sus versos, el espejo de sus palabras escritas. Fue, como Juan Ramón, adjunto inicial al modernismo, pero pronto cambiará su ropaje poético para incrustarse casual en la vanguardia literaria que se cocía en los fogones literarios previos al 27, así hasta que la guerra civil revuelca sus letras, reconvertidas en compromiso y militancia. Después, el viaje marítimo hacia el exilio, en el emblemático Sinaia, y el amargor de nueva residencia exiliada en México hasta la inflexible llegada de la muerte, con solo 66 años.
Su casual nacimiento en Salamanca (1901), con el siglo recién nacido, en el primer año de la primera década del siglo XX, dice poco del carácter adquirido, ya que criado en Osuna, de padre onubense (Alosno, Huelva) y madre sevillana, alcanza inequívocas señas de identidad andaluzas (Osuna, Cabra, Sevilla, Écija, La Carolina…) que lo acompañarán toda su vida. Modelado en infancia y juventud, Garfias comienza pronto a escribir tratando de situarse en el mundo poético. No será hasta 1918 cuando el jovencísimo andaluz llegue por primera vez a Madrid, con el propósito de hacerse abogado, lo que dado su nulo interés no conseguiría. Lo atrapó esa edad de plata de nuestra literatura, tanto que la bulliciosa capital de España trata de irradiar variadas tendencias, sucediéndose manifiestos en ruptura de viejos conceptos y en búsqueda de libertades expresivas para llenar espacios más vanguardistas. Así, junto a Cansinos Assens, Guillermo de Torre (el que sería esposo de Norah Borges) y otros, firma (1919) el manifiesto Ultra, que buscaba una renovación de la literatura que superase la proveniente del siglo anterior, aun sumida en negruras de pesimistas males de una España que no levantaba cabeza y adoptando la metáfora como nueva meta de la lírica. Él se adscribe al ultraísmo, el movimiento del que se convierte en reconocido representante, con participación en varios actos en el Ateneo sevillano, donde declama sus poemas, “¿no creéis llegado el momento de la severa revisión de valores?”.
No duraría mucho el movimiento ultraísta, víctima de sus propios creadores, como Garfias, que va desapareciendo sin hacer mucho ruido. Aparecerá por la Residencia de Estudiantes, de Madrid, en la primavera de 1921, donde conoce a Lorca y Buñuel. Y en 1922, participa en la fundación de la revista Horizonte, dejando pasoel ultraísmo a un gran abanico de poetas de varias generaciones, ajenos a tan efímero movimiento literario. Ahí estaban Antonio Machado, o Juan Ramón Jiménez, o Lorca, o Guillén, o Alberti, o Dámaso Alonso, quienes prestaron su pluma en la revista para reclamar su sitio. Fueron solo cinco números de Horizonte, oportunidad para muchos de los poetas que van a conformar la generación del 27 y para que Guillermo de Torre declarase extinto tan breve movimiento ultraísta, al que Garfias por su naturaleza y estilo poco pudo aportar. En realidad, no existió semejante identificación, más allá de la intención, ya que el poeta de Osuna (con permiso de Salamanca) practicaba una poesía más personal e intimista que en nada comulgaba con su adhesión al ultraísmo. Baste acudir a su primer libro El Ala del Sur (Sevilla, 1926), en el que prevalece un dominante modernismo que ya había expresado en versos publicados en Osuna y Cabra, ciudad donde había estudiado en colegio interno el bachillerato, y en las revistas Grecia y Cervantes. Difícil sustraerse no solo a la influencia de Rubén Darío, sino también a las de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, poetas dominantes de aquella España literaria.
“De mi sangre fluye un río de voces nuevas.
Hay en cada latido de mi sien, un poema.
Y ha brotado, hojas verdes mi voz, ardida y seca”.
(El Ala del Sur, Primavera)
Muy pobre su creación literaria si consideramos que su poesía solo abarcará en los siguientes diez años colaboraciones en revistas andaluzas, aunque desde 1933 reside casado en Madrid y colabora con El Heraldo de Madrid. En la capital de España le llega de repente el huracán de la II República, cuando Garfias se afilia al Partido Comunista de España, retomando con gran intensidad su actividad poética gracias a la revista creada por Rafael Alberti, Octubre, para poetas y poesías revolucionarias. El compromiso de Garfias se afianza en la guerra civil, en la que va a ejercer no solo de soldado-comisario, sino de poeta revolucionario en las trincheras, tal como también hiciera Miguel Hernández. Sostiene Luis Rius, poeta y ensayista, que con Pedro Garfias “el cristal de la literatura estalló en mil pedazos al impacto del hierro de la guerra; la palabra escueta, dura, desnuda, urgente, acalló el sonido fácil de la greguería. Poesía fue entonces la de Garfias más que comprometida, poesía militante, arma de guerra ella también; voz de mando, arenga, informe de campaña, historia: todo ello fue el material que Pedro Garfias convirtió en poesía”.
Ahí está Pedro Garfias, formando parte de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la República. Es el tiempo en el que colabora en revistas como El Mono Azul y Hora de España y compone su libro Héroes del Sur. Contaba Enrique Lister (1907-1994), el comunista que llegó a ejercer mando militar en la URSS, España, Polonia y Yugoslavia, que conoció a Garfias cuando el poeta apareció por el 5º Regimiento, en Madrid, “para informar a la Comandancia de cómo iban las cosas por el sector del frente andaluz en el que él combatía. En esa época él era alférez y más tarde sería comisario del Batallón de Villafranca. Después nuestros encuentros fueron frecuentes hasta enero de 1937 en que el 5º Regimiento fue disuelto. Las reuniones en la Comandancia del 5º Regimiento, con los comandantes [Lister era entonces comandante]y comisarios del mismo que se encontraban en diferentes frentes, terminaban siempre con una cena y con canciones y recitación de poesías, la mayor parte de ellas improvisadas allí mismo y era siempre un magnífico regalo entre Petere [José Herrera Petere], Hernández [Miguel Hernández] y Garfias [Pedro Garfias]. Garfias -dice Lister- no solo era un gran poeta, sino también un formidable recitador”. Quien llegara a ser coronel en el Ejército Popular de la II República española y general en la URSS, revela que Garfias formaba parte de lo que se llamó cariñosamente el Batallón del Talento, donde había “poetas que combatían solo con la pluma, otros que lo hacían con la pluma y la palabra, pues iban a las trincheras, cuarteles y campamentos a recitar sus poesías a los combatientes, y los había de pluma, palabra y fusil y bomba de mano. De estos era Pedro Garfias. Entusiasta, Optimista, lleno de fe y de confianza en el triunfo de nuestra causa”. Y Lister diría que en él queda el recuerdo “de un hombre de reacciones vivas, espontáneas, violentas más de una vez, pero de una emocionante honestidad y de una gran dignidad”.
“Y ahora irás por las veredas
y entre breñas y jarales
-no por blancas alamedas
ni por caminos reales-
a la muerte. Buen viaje”.
(Héroes del sur, al Capitán Ximeno)
Son tiempos de guerra, lo que no extraña que sus poemas de entonces fueranrecogidos en el Romancero de la Guerra Civil (1936) y en el Romancero General de la Guerra de España (1937). “¡Qué dulce muerte le dio la bala que lo mató!”, un canto al anónimo miliciano que sin disparar un tiro encontró la bala de su muerte, al defender una tierra que nunca fue suya. Dice el profesor sevillano José María Barrera, que tanto lo ha estudiado, que no hay nadie más nacionalista que Garfias, quien luchó por España, su independencia y libertad, con el frente único de Marx- Bakunin, “España y Pueblo se hermanan en sus poemas frente a España-Muerta, España-Extranjera”. Y es en contienda, cuando está entre Valencia y Barcelona, cuando publica Poesías de la Guerra (Valencia, 1937), y va a obtener, junto a Emilio Prados, el Premio Nacional de Literatura en Poesía y al poco aparecerá su tercer libro, Héroes del Sur (Barcelona, 1938). Ahí acaba su presencia en la España interior, porque será durante su exilio en México (1941) cuando recuperará su encendido poemario en Poesías de la Guerra Española. De hecho, él mismo reconoció en México que la guerra le volvió a la poesía. Pero tras pasar los Pirineos, desmoralizado, recaló en Inglaterra (abril-mayo 1939), gracias al apoyo de Lord Farindon, donde va a escribir lo que Dámaso Alonso definiría como el mejor libro del destierro español (Primavera en Eaton Hasting), pero tras breve estancia bañada en alcohol llegará a convertirse en un transterrado en el acogimiento de México. Abandona su refugio inglés en los primeros días del junio del 39 al conocer que su esposa se iba a embarcar en el puerto francés de L’Havre y fue a su encuentro para acompañarla, en el Sinaia, hacia el exilio definitivo. Fue en la travesía de veinte días, junto a 1.800 españoles, cuando escribió Entre España y México:
España que perdimos, no nos pierda;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.
[…]
Pueblo libre de México:
como otro tiempo por la mar salada
te va un río español de sangre roja,
de generosa sangre desbordada.
Pero eres tú esta vez quien nos conquista,
Y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!
En aquel barco iba el escritor cordobés Juan Rejano quien, en 1967, publicó en dos periódicos mexicanos cómo fue la travesía con Garfias hasta Veracruz, “empapado todavía de la sangre española”, y el sevillano, ajustándose a su sola y prodigiosa memoria, recitaba en la noche sin escribir sus versos, “con España presente en el recuerdo, con México presente en la esperanza”. A Rejano, confesión de él mismo, le subía la emoción a los ojos. Al llegar a Ciudad de México, fue León Felipe quien prestó a los dos andaluces y a sus esposas sendos cuartos.
Luisa Ruíz Sañudo, nacida en México, hija de exiliados españoles republicanos, en sus recuerdos de niña, evoca la figura de Pedro Garfias, “grande y feo, del que me impresionaba su ojo vago”, cuando iba a recitar o a las tertulias que reunía a los españoles de Monterrey en el patio de su casa. Recuerda cánticos con poemas del propio Garfias: “somos españoles y venimos a luchar por España…”. Lo dice a Diario 16 entonando las notas musicales de la propia canción y recuerda a su mujer, Margarita, que cosía para mantener la casa, aunque enfermó de tuberculosis y regresó a España, cosa que no quiso hacer Garfias, “mientras viva Franco”. También lo ayudó Alfredo Gracia Vicente, otro español comunista que regentaba la Librería Cosmos, aún en funcionamiento, y que dejó al matrimonio un local grande que tenía, “para que pudieran vivir ahí”. Recuerda Luisa que los visitó La Chunga y que Garfias dio una charla sobre el flamenco, en un patio muy andaluz del Instituto de Estudios Superiores de Diseño (Arte AC): “Una extraordinaria conferencia, en la que Pedro terminó borracho por los suelos. Lo recuerdo bien, aunque yo era una niña. A La Chunga la recuerdo bailando descalza. Pedro tenía un acento andaluz cerradísimo, que no perdió. Era muy mujeriego y si se hubiera centrado podría haberse hecho de oro. Mis padres, socialistas, se fueron distanciando del núcleo comunista, aunque ayudaron a su mujer, Margarita Fernández, ingresada en un sanatorio, al que papá le llevaba en su furgoneta una crema de zanahorias hecha por mi madre que era una excelente cocinera”.
Francisco Caudet, ensayista y exdirector del Instituto Cervantes de Chicago, considera que Pedro Garfias “es una de las figuras de las letras españolas contemporáneas más señeras y más olvidada. Siendo el olvido, siempre injusto, lo es más en este caso. Garfias recorrió con brillantez, todas las etapas de la poesía española de este siglo: vanguardismo literario, compromiso político, exilio…”. Aunque publicó en casi todas las revistas de las primeras vanguardias (Grecia, Vitra, Cervantes…), fue ninguneado en antologías, como las de Gerardo Diego (El definidor de la Generación del 27) o de Federico de Onís, y ante la poca difusión de su obra el olvido hoy es casi absoluto, lo que no impide el acercamiento a la calidad de su quebrada obra poética.
Viví arrastrando los pies,
ciega la mirada, los hombres caídos.
¡Qué muerte tan triste
para tantos años de no haber vivido!
Sostiene el sevillano Juan María Barrera López, uno de los profundos conocedores de Garfias, que al poeta le ha podido su ideología para consagrar la injusticia sobre su obra, tanto sus inicios anarquistas (Grupo de Samovar), como su posterior afiliación al PCE lo van a convertir en un poeta popular, cuando él mismo se confiesa, en El Heraldo de Madrid, “sentirse lejano de la cohorte de literatos puros y poetas virginales que encienden una vela a la República y otra a la Compañía de Jesús”. Su rebeldía política le impide -y asume Barrera las palabras del propio Garfias- “aletear en nidada unánime y gozar del alpiste del Estado”.
Confiesa que de Garfias ha quedado la “imagen anecdótica de su biografía: borrachín, sablista, mal estudiante universitario, declamador…”. Y en la definición de su tiempo literario, Barrera sostiene que Garfias pertenece a esa “otra Generación del 27, que no encontró su sitio cuando la deshumanización incidía en un vano clasicismo”.
Lo de ayer, lo de hoy, lo de mañana
lo que nunca será…
échalo en la balanza.
Y vive un poco menos o sueña un poco más”.
(Río de aguas amargas, Pesa lo que te sueño)
Ahí está ese revolucionario 1934 que sirvió al cantautor Víctor Manuel para descubrir, en uno de los Poemas de la guerra civil española, esa Asturias de Garfias que el cantante asturiano versionó en musicalidad: “Asturias, si yo pudiera / si yo pudiera cantarte… / Asturias verde de montes / y negra de minerales. / Yo soy un hombre del Sur; / polvo, sol, fatiga y hambre, / hambre de pan y horizontes…”. Pero Garfias va a perder la guerra y con ella el exilio, donde sucumbirá a sí mismo acompañado por el alcohol. Y ahí sí, en México, sufrirá lo indecible. Sin ninguna capacidad adaptativa se hundirá en su propia existencia. Se agarra a la bebida en una soledad que lo asfixia convirtiendo su poesía en más desgarrada e intimista: “Yo sé que ya mi voz se va perdiendo, yo sé que ya mis ojos vuelan poco, sé que de tanto sentirme loco, loco me estoy volviendo”. Pero viaja por todo México dando recitales, por Torreón, por Chihuahua, por Guadalajara, por Tampico, por Veracruz, por Puebla, por Pachuca, por… y por Ciudad de México. Acudía invitado por universidades y centros de cultura para dar conferencias y recitales poéticos gracias a su fama de rapsoda. Su biógrafo Ángel Sánchez Pascual, dice que “siempre era viajero en alguna parte y permanecía más tiempo allí donde se quedaba varado -era su palabra- por causa de alguna miseria física o económica”.
Dice el crítico literario Pedro Roso, que en esa etapa en sus temas “aparecen cuatro palabras clave: llorar, dormir, soñar, morir”. Paladar de letras sentidas, en la lucha del día a día. Es en ese exilio cuando aparecen sus cuatro últimos libros: Primavera en Eaton Hasting (1941), De soledad y otros pesares (1948), Viejos y Nuevos poemas (1951) y Río de aguas amargas (1953). Ni siquiera ante tanta inestabilidad pudo conservar supuesto cultural en la Universidad de Monterrey, en Nuevo León, a donde había llegado en 1942, siendo expulsado por sus continuas ausencias. Le quedan sus recitales y conferencias, insuficientes en su ya desgarrada soledad del exilio. Pocos se acercaron en aquel entonces a Pedro Garfias en sus 28 años de exilio, solo algunos amigos. Ni las curas de desintoxicación alcohólicas recondujeron su último tramo existencial, en el que recibe ayudas de subsistencia del grupo Amigos de Pedro Garfias, creado por Juan Rejano, para ayudar a tantos apuros económicos. Tantos que gracias a su habilidad con el dominó logró en tiempos del exilio sacarse unos cuartos para sortear su triste miseria.
Francisco Caudet, apunta que “los caminos de Garfias son pedregosos, con poemas perdidos por tabernas y tugurios, casas de sus amigos y archivos particulares. Allí donde no había ni gloria ni oropel, allí estaba el poeta Pedro Garfias”. Ángel Sánchez Pascual, uno de sus biógrafos, sostiene que Pedro Garfias llevó un doble exilio, “el de un español que se ve forzado a estar en un país que no es el suyo y el de una persona que huye de sí mismo y de la sociedad para refugiarse en un estilo de vida donde el alcohol llenaba su vacío”. Las servilletas de los bares le servirían para plasmar tantos poemas, muchos hoy perdidos. Aún malviviría hasta decir adiós por una cirrosis hepática en el Hospital de Monterrey, México, en 1967. Como escribió Pedro Roso, “poeta al fin, poeta contra todos, contra él mismo”. Tan notable como esta última pista en lectura del libro intitulado, De Soledad y otros pesares, Umbral de la muerte:
“Para mi nuca un monte, para mi cuerpo un llano,
ríos para mis brazos, mares para mi aliento.
[…]
Traspasar los umbrales de la muerte
y hundirme poco a poco en el abismo
sin fondo, sin orillas y sin eco”.
En El Nacional aparece, en 1968, un artículo con firma de Rafael Martín Lucena: “Yo lo vi, en más de una ocasión conmover con sus versos a vastos auditorios mexicanos, que lo aclamaban con lágrimas en los ojos, entre frenéticos aplausos”. Eso fue antes de 1953, porque a partir de esa fecha Pedro Garfias pierde su voz bronca y altisonante y la enfermedad a más hace que pierda sus virtudes de componer y recitar. Así, en el conocimiento de su vida se hace fácil entender el adiós de este trovador de la palabra, el hombre que pasaba más tiempo en tabernas que en su casa, y en breve fuga de poética despedida, al desear que “me gustaría que fuese tarde y oscura la tarde de mi agonía”. El fin poético lo marca su último libro, Río de aguas amargas, 1953, cuando “de aquí en adelante, y hasta el momento de su muerte, sólo es posible recoger su silencio”.
Y el fin existencial, en 1967, tras un transitar alcoholizado de Hospital en Hospital. Testimonio en el diario El Universal, de Rafael Solana, quien confesaba que cuando Garfias recitaba bebido, “había que convenir que sí había poeta allí, y un poeta de calidad, pero enteramente borracho”. Max Aub escribiría, al conocer la muerte de tan desastroso poeta, que tenía mucha pena “al pensar que, de no volverlo a ver, vestido de cualquier manera, cochambroso, con un ojo ido, riendo lo que los demás no podríamos alcanzar y que le permitía dialogar con las piedras y los árboles”. Su alcoholismo y su pobreza formaron un aciago tándem en el poeta, quien vivía, en su recta final en soledad, en una pensión de Monterrey, “con una cama, una palangana y un jarro”. Pero no moriría ahí, sino en el Hospital Universitario José Eleuterio González, donde se despidió del mundo el 9 de agosto de 1967. No extraña que, ante el final, Garfias pidiera a Santiago Roel, diplomático y político mexicano, natural de Monterrey, que cuando muriera lo enterraran con unos zapatos nuevos. Y Roel intentó cumplir el deseo de Garfias. Lo amortajó con un traje, el mejor que tenía, y le puso unos zapatos, “que no entraban en la caja”. Zapatos que el diplomático conservó, “como un don querido”. “Había pedido muchas veces -cuenta el propio Roel- que se le metiera en la boca tierra de España cuando muriera. Así lo hice”.
Ya sin mucho extenderse, sin poder beber más en las cantinas de su México acogedor, el poeta andaluz, ese “español invariable, pero hombre universal de la inspiración poética atormentada”, entendiera cómo fue su deambular por la vida y, en breve verso, apuntar tan insorteable destino final:
“Sí, voy de prisa.
Yo vine de la tierra
y la tierra me necesita”.