Una de las mayores riquezas que tiene el idioma castellano es la capacidad de generar neologismos que, aunque no estén recogidos en el Diccionario, tienen una construcción correcta. El sufijo «-ismo», según la Real Academia Española de la Lengua, se añade a sustantivos para indicar «'doctrina', 'sistema', 'escuela' o 'movimiento'».
Uno de los nuevos neologismos aplicados a la política es el «malmenorismo», es decir, la doctrina que acepta como bueno el mal menor o calificar como correcto lo que, en esencia, no lo es.
Ese «malmenorismo» es el que mantiene vivo (políticamente) a Pedro Sánchez. Cuando hablas con gente profunda e indudablemente progresista, tanto votante del PSOE como de otras fuerzas a su izquierda, te suelen decir que las cosas están mal, que no se está gobernando con un verdadero programa de progreso, pero que, bueno, sería peor que Feijóo estuviera gobernando con Abascal.
Para entender este fenómeno letal hay que analizarlo bien desde un punto de vista semántico. Aceptar el mal menor siempre parte de una premisa falsa que oculta otra opción que sea buena. El problema de la izquierda española y, sobre todo, del PSOE, es que las opciones buenas suelen ser aniquiladas por una maquinaria autoritaria.
El sanchismo ha conseguido su objetivo: alienar a las personas de izquierdas para que justifiquen que Pedro Sánchez es el mal menor que hay que sufrir para evitar que gobiernen «los otros».
La gente de izquierdas ha perdido el sentido crítico de la política que sostenía el funcionamiento de los partidos. No hay más que ver el ejemplo de borreguismo sectario que se va a dar este fin de semana en Sevilla.
Las cifras oficiales, las del propio gobierno (INE y SEPE) o de la Unión Europea (Eurostat), indican que el empleo que se crea en España es de peor calidad que cuando llegó Sánchez al poder, que los niveles de pobreza se están disparando, que se permite que las empresas incrementen sus beneficios (lo cual no es malo per se) pero que esa subida de las ganancias no tenga una traslación en las condiciones laborales de los trabajadores o una repercusión directa en la creación de empleo digno. Hay muchos más elementos, pero la cuestión laboral y salarial debería ser uno de los pilares de la acción de cualquier gobierno que se autodenomine progresista. Sin embargo, no es así.
Sánchez vive muy tranquilo porque sabe perfectamente que nadie le va a salir al paso o le va a abrir un frente desde la izquierda porque siempre será mejor el mal menor a que gobierne la derecha con los ultras.
Sánchez es presidente del gobierno de manera absolutamente legítima, independientemente de con quién haya pactado. Otra cosa es el precio que está dispuesto a pagar para mantenerse en el poder. El «malmenorismo» de la izquierda española justifica que las cesiones de Sánchez para permanecer en la Moncloa hayan costado, de momento, cerca de 300.000 millones de euros de dinero público. Cuando se expone esa cifra, los actuales progresistas llegan a afirmar que están bien gastados cuando, por otro lado, están exigiendo un incremento presupuestario de partidas básicas como la educación, la sanidad o los servicios sociales.
Este fenómeno de aceptar a un presidente nefasto como «el mal menor» tendrá sus consecuencias. La crispación y la polarización política terminará ahogando a las formaciones de la izquierda. Mientras Sánchez continúe al frente del PSOE, el Partido Socialista se enfrentará a un proceso de extinción similar a lo que ya sufrieron otras formaciones socialdemócratas en Europa que prácticamente han desaparecido.
La izquierda española, tradicionalmente, sólo es efectiva cuando tiene la crítica de sus bases por detrás. Si no, tienen tendencia a aborregarse, tal y como se demuestra con lo sucedido tras los gobiernos de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero.
Pedro Sánchez no es un estadista, no es el salvador de España ni, por supuesto, de las clases medias y trabajadoras. Pedro Sánchez es un oportunista, un charlatán y un trilero de feria que sabe cómo manipular las mentes de las personas. Ahora que no tiene mayoría para poder gobernar a sus anchas, tiene que plantear el escenario de que él es el mal menor. El problema es que sigue habiendo mentes bienintencionadas que se lo creen. Cuando caiga, entonces se verán las gravísimas consecuencias del «malmenorismo». No hay más que ver lo que ha sucedido en Estados Unidos donde Biden era «el mal menor».