En todo grupo sectario hay un jefe o gurú que siempre se va de rositas y otros que se comen el marrón por el amado líder. Es lo que está ocurriendo, una vez más, con Carles Puigdemont, que allá por donde pasa va dejando un reguero de cadáveres y vidas arruinadas, detenidos y presos. Puigdemont va de mesías salvapatrias que aparece y desaparece, pero mesías nefasto, ya que todo el que lo toca en su advenimiento terrenal termina ante el juez Llarena.
Cuenta la Biblia que el Jesús resucitado decía Noli me tangere (“no me toques”) a sus adeptos cuando se les aparecía en el camino, junto a la barca o en medio de la cena. El exhonorable, como espíritu llegado del Más Allá (al menos del norte de los Pirineos), también es una sustancia radiactiva, un peligro público para todo el que se le acerca, y la gente debería saber que basta con palparlo, o con mantener un minuto de conversación con él, para terminar, no en el paraíso, sino en el purgatorio de Soto del Real. Puigdemont es un mesías a la inversa (obra más condenas que salvaciones, crucifica a los demás en lugar de crucificarse él).
Jesucristo, en su advenimiento, anunció la vida eterna para todo aquel que le siguiera y predicara su mensaje. Este mesías indepe algo más pedestre, algo más de pacotilla, solo ofrece ruina, penalidades y un camastro en Alcalá Meco, entre partidillo de fútbol sala, taller de manualidades y paseo por el patio del penal. Puigdemont se materializa y se esfuma al instante (ahora estoy aquí, ahora estoy allá, alehop), pero el milagro empieza a tener consecuencias y puede salirle caro a más de uno que decidió acompañarlo en su aparición por la Galilea catalana, colaborar con ÉL, darlo todo para que pudiera soltar el último sermón de la montaña ante la grey.
Es lo que ha ocurrido con esos dos agentes de los Mossos d’Esquadra detenidos por facilitarle la huida, en un coche blanco, al mesías soberanista. La titular del Juzgado de Instrucción número 20 de la Ciudad Condal ya ha empezado a tomar medidas contra ellos y es más que probable que se abra un juicio por colaboración con un prófugo de la Justicia. Es el mismo camino que podrían seguir otros policías, mandos y funcionarios, porque nadie se cree que todo este plan de fuga haya sido cosa de solo dos guardias con tiempo libre. De inmediato, Laura Borràs se ha apresurado a calificar a los dos mártires como “patriotas” y “mossos ejemplares”, pero en realidad lo único que ha ocurrido aquí es que ambos agentes se han metido en un berenjenal de dos pares de cullons por culpa del semidiós caído de los cielos belgas. Una vez más, la maldición del mesías a la inversa que promete vida eterna a sus seguidores pero que solo deja citaciones judiciales, follones con la pasma, infiernos penitenciarios.
Jordi Turull, el fiel y abnegado secretario general de Junts, es otro que está probando la radiación mortal del mesías resucitado. Otro que ha tocado al mesías letal. Aunque se ha desmentido oficialmente su arresto, ha trascendido que los Mossos lo han citado para que dé explicaciones sobre la aparición y escaqueo de Puigdemont. Es evidente que el hombre se ha metido en un lío, o mejor dicho, lo ha metido, una vez más, el resucitado del separatismo catalán, que no tiene pudor a la hora de enviar a sus discípulos a las galeras del Tribunal Supremo, al sacrificio supremo, mientras él, el muy listillo, se refugia en las alturas celestiales de Waterloo. Lo más triste de todo es que este ya estuvo en prisión por la movida del 1 de octubre (de hecho, fue uno de los indultados por el Gobierno Sánchez) y debería haber aprendido algo de la experiencia. Pero no, sigue enganchado a las enseñanzas estériles del maestro.
El devotísimo Turull, leal apóstol, ya no se acuerda de que mientras él comía el pan duro de las prisiones españolas, su amado líder vivía a cuerpo de rey, rodeado de manjares, en una lujosa mansión. Extraña religión esta, la democracia cristiana posconvergente, que trata tan desigualmente a su rebaño. La lealtad de Turull hacia el profeta del movimiento llega a tal punto que ni siquiera le preocupa largarlo todo, a pecho descubierto, en RAC1, donde ha reconocido que Puigdemont estaba en Barcelona días antes de la investidura de Illa. Toda una confesión de complicidad, todo un martirologio por la causa. ¿Por qué, Jordi, por qué lo haces? ¿Acaso no sabes que el pretoriano Llarena puede utilizar esa confesión para volver a entrullarte? Una de dos, o le va la marcha de la cárcel, tanto que es capaz de arriesgarse otra vez, o está tan abducido por el ser superior que no puede refrenar el impulso creyente, el fervor místico, el infinito amor al mesías. En ambos casos, podríamos estar ante un caso perdido.
El patriotismo es como la ceguera, no deja ver más allá del trapo o trozo de tela de la bandera, y ahí está el abogado de Puigdemont, Gonzalo Boye, otro poseído, otro abducido por el maestro, reclamando su derecho a "poder caminar junto al presidente". Solo le ha faltado cantar eso de "juntos como hermanos, miembros de una iglesia, vamos caminando al encuentro del Señor". Qué bonito. La fanática devoción que toda esta gente siente por el gurú de la secta empieza a ser contagiosa.
Desde el origen mismo de los tiempos, la religión (Junts entiende la política como una religión) siempre fue lo mismo: falsos profetas confortablemente instalados que envían a su rebaño a la inmolación. En este caso el sumo sacerdote es Carles Puigdemont y los sufridos corderos sacrificados todos los que han tenido contacto con él durante este episodio truculento de su enésima fuga de Barcelona. El 1 de octubre cientos de personas de buena fe se dejaron embaucar por los cantos de sirena independentistas. Puigdemont, Junqueras y los demás les prometieron que la República Catalana era algo sencillo al alcance de la mano y terminaron metidas de lleno en la nueva religión. A unos les abrieron la cabeza, a porrazos, los romanos centuriones del Nerón Rajoy; otros, que siempre se habían comportado como ciudadanos pacíficos, terminaron encapuchados, rompiendo escaparates, quemando contenedores o detenidos en comisaría. Pasaron de leer las magistrales novelas de Marsé, Eduardo Mendoza y Vázquez Montalbán, tranquilamente en sus casas, a los peligrosos manuales terroristas sobre la fabricación de cócteles molotov y la guerrilla urbana.
Fue así como cientos de vidas catalanas, gente normal y corriente, se vieron truncadas por los delirios del mesías que, con malas artes retóricas, mandamientos y catecismos (el Espanya ens roba, el rollo del Estado opresor y otros falsos rezos), supo seducirlos y subirlos al carro de la gran cruzada religiosa contra el malvado y pérfido español. Hoy todas esas personas esperan la ley de amnistía como agua de mayo, mientras el mesías a la inversa sigue con sus trucos de magia y fraudulentos milagros que cada vez despiertan menos ilusión.