Albert Rivera anuncia que, dos años después de haber sido contratado, deja el despacho de abogados Martínez Echevarría por propia voluntad. Sin embargo, los responsables del bufete dan otra explicación a la película y aclaran que su salida de la empresa tiene que ver con que “su aportación fue ninguna y su implicación nula” (ayer algunos medios de comunicación madrileños iban todavía más lejos al publicar que, según fuentes del prestigioso despacho, la productividad de Rivera “estaba alcanzando niveles preocupantes, muy por debajo de cualquier estándar razonable”).
En realidad, estamos ante dos versiones de un mismo hecho –la interesada y personal de Rivera y la oficial de la empresa– que no tienen por qué ser contrapuestas o divergentes. El exlíder de Ciudadanos puede haber dado por acabado su periplo como letrado de Echevarría por iniciativa propia, la corporación ponerlo de patitas en la calle por no haber alcanzado los objetivos y ambas afirmaciones ser ciertas. Que cada cual saque sus propias conclusiones.
Desde la distancia, y siempre por influencia de la literatura y el cine, uno ve a esos bufetes de relumbrón de Madrid como los grandes salones del poder de hoy, pasarelas por las que transitan personajes de trajes caros, cabello engominado y maletines cargados de secretos de Estado. En estos dos años con la biuti, con la crème de la crème de la abogacía española, Rivera ha vivido su particular sueño americano de fama, prestigio y dinero. Su historia de auge y caída, de éxito rápido y fracaso más vertiginoso aún, recuerda en buena medida a La hoguera de las vanidades, el novelón de Wolfe. Por un tiempo, el fundador de Ciudadanos ha vivido su propia ficción existencial entre despachos perfumados y forrados en madera de caoba, cajas de habanos a mil pavos y bibliotecas repletas de Aranzadis y libros como lingotes de oro hasta el techo. Al igual que el corredor de BolsaSherman McCoy –protagonista principal de la historia de Wolfe– se consideraba “el máster del Universo” por trabajar en las plantas más lujosas de los rascacielos de Wall Street, también Rivera ha debido sentirse, aunque por poco tiempo, el dueño del mundo. O quizá se vio como Kevin Lomax (Keanu Reeves), aquel joven y brillante abogado de Pactar con el diablo que un buen día recibe el ofertón de su vida para fichar por uno de los más flamantes despachos de Estados Unidos y decide entregarse a un hombre siniestro, John Milton (Al Pacino), para dejarse arrastrar a los infiernos de la codicia y la depravación.
De alguna manera, tras su triste dimisión en Ciudadanos, Rivera se vio enfundado en un traje Hugo Boss y llegó a pensar que la abogacía era como la política, medrar tocándose los cataplines y soltando veinte chorradas por minuto, en plan Pablo Casado. Erróneamente, debió creer que con alcanzar los palacios jurídicos de cristal ya era suficiente, que con llegar a la planta cuarenta y tantos del mejor rascacielos del Manhattan madrileño ya había entrado en el Olimpo judicial, que los compañeros le pondrían una alfombra roja, lo reverenciarían por su pasado de líder de masas, lo invitarían a cenar cada noche en los mejores restaurantes (ostras y Dom Perignon) y que babearían por compartir su agenda de contactos. Sin embargo, una vez más, estaba equivocado. Su gran error fue confundir el final con el principio, acariciar el cielo con conquistarlo para siempre y dar el pelotazo fácil con el trabajo duro. Ya dijo Albert Camus que el éxito es fácil de obtener, lo difícil es merecerlo. En este mundo competitivo y cruel marcado por el capitalismo salvaje, el apellido no sirve de nada si no va a acompañado de una formidable facturación mensual con varios ceros en la cuenta de resultados.
Rivera, como buen neoliberal que es, debería saber que la empresa privada es una jungla de asfalto donde no hay amigos, donde las biografías y currículums más o menos brillantes quedan en papel mojado y donde hay que batirse el cobre, día a día, ganando jugosos pleitos, hundiendo enemigos y aplastando cabezas en los tribunales. Nada de eso parece haber caracterizado al exjefe naranjito en su discreta etapa como letrado de Martínez Echevarría. Las fuentes de la firma no pintan a Rivera precisamente como un ganador de grandes casos, ni siquiera como un fino jurista que haya marcado una época, sino como un escaqueador y un ocioso. De esa manera, los responsables del bufete entendieron que si el ilustre pasante (más bien paseante) fue capaz de levantar un partido y hundirlo al cuarto de hora –en un ejemplo perfecto de carrera meteórica desde el estrellato hasta el estrellarse– había riesgo de que en su etapa como jurista se convirtiera no solo en una rémora improductiva sino en un gafe capaz de hundir a la empresa.
Ahora que Yolanda Díaz ha logrado aprobar su reformilla laboral, por los pelos y con la ayuda de un diputado popular atolondrado, quizá Rivera se beneficie de alguna ayuda antes de quedar con una mano delante y otra detrás (así llegó al Parlamento). Aunque bien mirado, no le faltará para llegar a final de mes y pagar la factura de la luz. Si la formidable odisea de Rivera en la política terminó en ridículo espantoso, su incursión en el mundo del Derecho también ha sido más bien discreta y queda como un flojo que no daba el callo. Ambos territorios ya los tiene trillados y de ambos sale derrotado, escaldado, como un vulgar loser. Siempre puede probar en las tertulias del circo mediático, con otros desahuciados de la vida y de la política. Ahí seguro que le dan bolilla.