Estábamos tan inmersos en la guerra de trincheras, en la crispación y en el odio fratricida, que nos habíamos olvidado de que otra forma de hacer política es posible. Salvador Illa, un suponer. El candidato socialista ha ganado de forma clara y rotunda las elecciones catalanas. Y lo ha hecho planteando una campaña desde la moderación, desde el respeto a las reglas del juego democrático y hablando de las cosas del comer. En un tiempo en que el debate público se ha reducido al fango, a la payasada en bucle, al tuit de brocha gorda, al juego sucio y a la distopía y el montaje (todo por influencia del trumpismo de nuevo cuño), se agradece que vuelva el perfil de estadista razonable y sensato, ese que parecía definitivamente superado y pasado de moda por influencia del haterismo y la polarización extrema.
El gran plan de la extrema derecha contemporánea (populismo o autoritarismo democrático, como lo define Josep Ramoneda) consiste en demoler el Estado de derecho desde sus cimientos mismos, empezando por la buena educación y terminando por convertir la democracia en un ring violento donde el fair play a la hora de intercambiar ideas y opiniones ya no tiene cabida. Toda esa new wave ultra se la ha saltado el bueno de Illa sin dedicarle ni un solo minuto. Durante los quince días de mítines y actos públicos no le hemos visto entrar al trapo de los insultos que le iban cayendo a derecha e izquierda, desde la fachosfera y desde la izquierda indepe radical. Y no será porque Junts y Esquerra, PP y Vox, o sea los echados al monte de uno y otro bando, no le han dado candela tratando de provocarle para que se echara con ellos al fango de la política. Él hacía oídos sordos, pasando de todo y de todos, yendo a lo suyo y a vender su libro. Hay que tener mucho temple, mucha contención, mucho coraje y sangre fría cuando el mitinero de turno te menta a la madre, te implica en un asunto de corrupción que nada tiene que ver contigo o te arroja a la cara la vieja cal viva felipista. Hay que tener los nervios muy de acero y las espaldas muy anchas para no revolverte con todo ante una provocación o injusticia y responder a un exabrupto con otro.
¿Estamos ante un hombre con la sangre de horchata? En este mundo no hay nadie a quien no le remueva el orgullo por dentro. Nos encontramos más bien ante el último representante del estoicismo clásico, un Séneca a la catalana. Vivimos tiempos convulsos en los que la filosofía ha quedado para cuatro contemplativos, numismáticos o friquis de la historia del pensamiento humano. No hay más que echar un vistazo al personaje, a ese rostro serio, curtido e impertérrito, a ese busto romano de mármol con gafas y flequillo marchito algo sesentero, para entender que ahí hay un tipo especial, uno de otra raza, un raro pero atractivo por lo que tiene de original, de íntegro (la integridad ya no se lleva), de señor a contracorriente.
A Illa, más que metido en la guerra cruenta de la política, uno lo ve deambulando por la estoa de la vida, entre columnas dóricas y plácidos jardines, con un libro de Herodoto bajo el brazo y sumergido en sus propios pensamientos. Ya no quedan políticos así, se extinguieron todos en la edad de Pericles. Pero debemos felicitarnos de que los Illa, los rebeldes silenciosos, los revolucionarios del alma y del mundo interior, que son los que más falta hacen en este convulso siglo XXI, estén de vuelta otra vez. ¿Para qué sirve la filosofía?, nos preguntamos a veces. Para esto, para esculpir a cincel a un hombre egregio que es un bloque de oro macizo en bruto en medio de un desierto humano. Para aunar en un solo estadista todo lo bueno de la democracia y la política. El estoicismo es más necesario que nunca, mayormente para que los españoles no terminemos en otra guerra civil, o sea a tiro limpio como siempre. No podemos controlar lo que pasa a nuestro alrededor, pero sí podemos controlar lo que pensamos y llevarlo lo mejor posible. Autocontrol, autodominio, razón y superación de las pasiones, del placer, del dinero (ahora que Puigdemont quiere volver al pujolismo del tres per cent) y de los impulsos más bajos. Solo así se llega a la eudaimonía (felicidad), a la tranquilidad de espíritu, al cielo en la tierra o al despacho de la Generalitat de Cataluña, que para el caso es lo mismo.
Con ese programa electoral tan sencillo, con la lección de la afabilidad, la tolerancia y la amistad por banderas, sin gritos ni estridencias, se ha llevado de calle el candidato socialista a miles de catalanes hartos de una Semana Trágica que dura ya más de diez años. “Hemos perdido una década; Cataluña ha de ponerse en marcha”, ese ha sido el eje central de su mensaje. Y los electores, confundidos, aturdidos y descolocados ante un hombre diferente que no vociferaba, que no insultaba, que no te quería meter el mástil de la estelada o la rojigualda por el culo ni quería matar a nadie desgañitándose en el desgarro del odio, le han comprado la película.
Sin duda, Illa es el personaje político más interesante de nuestro tiempo. Un bicho raro digno de estudio para los entomólogos de las tertulias televisivas. Dicen que acostumbra a ponerle un perejil a San Pancracio ante las citas trascendentales de la vida. ¿Lo ven ustedes, lo ven? No nos extraña. Ya no hay nadie que haga estas cosas (los modernos influencers le ponen velitas a San Google), y el santo romano de la buena suerte y el azar (no hay un juego más aleatorio que la política), sabe ser generoso con quienes menos tienen, en este caso con los pobres socialistas de toda Europa, que van camino de ser los nuevos menesterosos escasos de votos, los nuevos cristianos perseguidos por el neronismo fascista. No será el más guapo, pero sí el más listo.