A un día de la constitución de la Mesa del Congreso, tras unas elecciones generales en las que no hubo un claro ganador, Pedro Sánchez convocó a sus diputados y senadores tras la Ejecutiva Federal. En aquel encuentro cara a cara con los representantes socialistas elegidos para la XV Legislatura, celebrado en la sala Ernest Lluch de la Cámara Baja, Sánchez aprovechó para blindarse, dar moral a la tropa y de paso lanzar un guiño a Junts y al resto de formaciones nacionalistas al anunciar el impulso de las lenguas cooficiales en las instituciones europeas. “España habla en castellano, pero España también habla en catalán, en euskera, en gallego. Nuestro deber es consolidar espacios de representación, de uso y de conocimiento de las lenguas de España”, reivindicó el premier mientras apostó por “impulsar” ante las instituciones comunitarias europeas el uso de otros idiomas reconocidos en la Constitución. Fue el pistoletazo de salida a la nueva estrategia política del PSOE: lograr un acercamiento con las fuerzas nacionalistas, con todas las fuerzas nacionalistas del país, para ahormar un Gobierno de coalición.
Esa hoja de ruta fue tachada de inmediato por el PP de Feijóo de pacto con bilduetarras y separatistas, pero Sánchez ya había tomado una decisión y no había marcha atrás. Los diferentes partidos, uno tras otro, fueron aceptando la oferta. ERC, Bildu, BNG, PNV y hasta la siempre voluble y conservadora Coalición Canaria, además de Junts, dieron el sí quiero. ¿Qué otra cosa podían hacer? La alternativa, Abascal de vicepresidente del Gobierno y Ortega Smith de ministro del Interior para demoler el Estado de las autonomías, no les seducía lo más mínimo. Y aunque Carles Puigdemont, el que puso mayor reparos, reclamó “hechos comprobables” antes de “comprometer ningún voto” de investidura, se vio claro que el frente estaba más que configurado.
Sánchez sabía que, ante el bloqueo permanente y sistemático del PP, no le quedaba otra que cruzar ese Rubicón e ir de la mano hasta el final con los partidos nacionalistas y soberanistas. A fin de cuentas, no hacía nada nuevo ni original. En doce de las catorce legislaturas registradas hasta el momento, PSOE y PP han necesitado ceder para gobernar, especialmente con los nacionalistas. A principios de los años 90, Felipe González tuvo que tirar de apoyos externos tras una década de mayorías absolutas. Le daban los números solo con Izquierda Unida, pero prefirió mirar a catalanes y vascos. Y más tarde Aznar firmó con Jordi Pujol el famoso Pacto del Majestic,que otorgaba amplias transferencias y fondos a Cataluña. ¿Qué miedo he de tener a pactar con partidos legalmente constituidos?, debió pensar Pedro Sánchez. Y dio el paso crucial asumiendo que iba a quedar como el Anticristo de la patria.
Hoy, el presidente del Gobierno ya no tiene complejo alguno a la hora de firmar con unos y con otros. Incluso con el que fue el brazo político del terrorismo etarra hace apenas una década. Ha rubricado la amnistía a cientos de catalanes encausados por el procés, ha ofrecido al PNV apoyos para un amplio autogobierno en el caso de que los peneuvistas ganen las elecciones y ha entregado el ayuntamiento de Pamplona a la izquierda abertzale. ¿Quién da más? Y todo lo ha hecho sin que le tiemble el pulso ante las acusaciones de traidor y felón que le llegan de las derechas ibéricas. No le importa que las fuerzas reaccionarias se hayan propuesto que pase a la historia como el hombre que vendió España a los soberanistas. Tiene una idea fija en la cabeza: afianzar un Consejo de Ministros solvente y fiable para su segundo mandato, avanzando en la España plurinacional, y no mirar hacia atrás.
A esta hora, Sánchez el estratega ha logrado armar una mayoría sólida de gobierno. Tiene un amplio abanico de opciones que van desde el PNV hasta Bildu, desde Esquerra hasta Junts, pasando por el BNG y Coalición Canaria. Ha llevado el concepto de “gobernabilidad variable” a sus máximos extremos. Una estrategia que deja desarbolado y aislado al Partido Popular, condenado a pactar con la extrema derecha de Vox si quiere alcanzar el poder algún día. Una jugada maestra. Ingeniería política de última generación. ¿Estamos ante un gobernante oportunista que practica el pragmatismo a ultranza? Podría ser. En cualquier caso, nadie puede negarle su habilidad para la política, su inteligencia a la hora de leer la coyuntura del momento y su atrevimiento (casi osadía) para cruzar puentes que hasta ahora parecían prohibidos. En el PP todavía no han salido de su asombro, casi estupefacción. Están noqueados, paralizados, ante un estadista camaleónico y transformista que mueve las piezas sobre el tablero como un avezado ajedrecista. No saben cómo reaccionar ante sus movimientos de alfiles, ante su juego de torres y caballos, ante sus movimientos relámpagos, casi suicidas, que le llevan a sacrificar peones para lograr la victoria por sorpresa.
Calmada Cataluña (Puigdemont no está tan loco como para poner en marcha un procés 2), apaciguado el País Vasco (que tras el final de ETA parece haber encontrado, de momento, un encaje cómodo en el Estado español) y a las puertas de unas elecciones gallegas inciertas donde Feijóo no las tiene todas consigo, Sánchez puede aplicarse ahora a una nueva tarea: apagar el incendio en el Poder Judicial, última bomba de relojería que le puede estallar en la cara impidiéndole tener una segunda legislatura tranquila. Y ahí es donde entra la Unión Europea, que ya está presionando al PP para que pacte cuanto antes una renovación de cargos del Consejo General del Poder Judicial. El comisario de Justicia, Didier Reynders, está deseando que sus compañeros de la derecha española entren en razón y se sienten a negociar cuanto antes un organismo cuyos vocales llevan cinco años con el mandato caducado. También esa batalla la tiene ganada Sánchez, que en un acto de magnanimidad (casi de sobradez), aceptó mantener una reunión con Feijóo donde él quisiera, en terreno neutral fuera de Moncloa si era necesario (el ya célebre “para usted la perra gorda”). Fue una concesión al derrotado que vino a visibilizar la debilidad del líder del PP.
Aplastado Podemos y con la izquierda real trabajando full time para el inquilino monclovita (Sumar ejerce de valiosa muleta del sanchismo), el jefe del Ejecutivo, ya controlado el patio del país, encara un año 2024 que quizá no sea tan negro ni funesto como parecía hace solo unas semanas, cuando las hordas neonazis soltaban su aliento fétido a las puertas de Ferraz. Sin duda, empieza otro partido.