Servicios secretos: historia de una guerra sucia (II)

17 de Octubre de 2022
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Siguen existiendo muchas dudas sobre el papel que desempeñaron los Servicios Secretos en el intento del golpe de Estado del 23 F. Foto: Manuel P. Barriopedro.

A fecha de hoy todavía no conocemos cuál fue la verdadera implicación de nuestros Servicios de Inteligencia en el intento de golpe de Estado del 23F. La respuesta quizá se encuentre en las famosas cintas y grabaciones que aquel día registraron las voces de todos los protagonistas del histórico suceso, desde el rey Juan Carlos I hasta el último cabo de la Guardia Civil implicado en la asonada pasando por los principales conjurados, los militares Antonio Tejero Molina, Milans del Bosch, Alfonso Armada o Juan García Carrés, el único civil condenado en el juicio. Todos los audios forman parte del material clasificado y celosamente guardado bajo llave en los archivos oficiales del Estado. Se sabe que algunos agentes del CESID tomaron parte en la operación escoltando los autobuses que transportaban a los guardias civiles rebeldes a la Cámara Baja y facilitando radioteléfonos a los conspiradores. La misma mañana del 23F, Tejero se presentó en el parque móvil de la Benemérita y reclamó “los hombres necesarios” para el asalto al Congreso de los Diputados. El historiador Roberto Muñoz Bolaños explica en Televisión Española que, en un primer momento, los mandos del Instituto Armado no creyeron en los planes del teniente coronel amotinado, al que tomaron por loco. Fue entonces cuando intercedió un misterioso agente secreto para respaldar a los golpistas y convencer a los indecisos de que el asalto al Parlamento formaba parte de una audaz operación encabezada por el general Alfonso Armada y el teniente general Jaime Milans del Bosch, figuras de gran prestigio entre sus compañeros de armas. Durante el juicio del 23F, el propio Tejero llegó a afirmar que elementos de los Servicios de Inteligencia le garantizaron que no encontraría obstáculo alguno cuando irrumpiera en el Congreso al grito de “quieto todo el mundo”. De hecho, el sistema de videovigilancia de la Cámara Baja se estropeó, curiosamente, justo en el momento en que el teniente coronel y sus hombres accedieron al hemiciclo. No cabe duda de que un sector del espionaje trabajaba ya para los amotinados.

A día de hoy pocos analistas e historiadores niegan que el CESID estaba, cuando menos, al tanto de la trama involucionista. Se sabe que, en los días previos a la rebelión, el centro llegó a difundir información falsa para crear confusión e inquietud en algunos cuarteles. Así, en un documento elaborado por el propio CESID (y que obra en el sumario del juicio) se alertaba de un supuesto plan urdido por el Partido Comunista de España para intentar tomar por las armas los acuartelamientos de la región militar de Valencia. En realidad, aquello no era más que un bulo elaborado por los propios servicios secretos para que Milans del Bosch sacara los tanques a la calle, ocupando la ciudad del Turia. Según Muñoz Bolaños, esta sería la prueba definitiva de la implicación de las unidades de Inteligencia en el 23F.

Todos estos datos no dejan de ser filtraciones que han sido saliendo con cuentagotas a lo largo de los últimos años. Hasta 2031, cuando los documentos serán finalmente desclasificados en cumplimiento de los plazos establecidos por una ley de secretos oficiales aprobada en tiempos de Franco, nadie sabrá hasta dónde llegó la participación del CESID en la trama golpista. El material más preciado son los audios, pinchazos en las comunicaciones ejecutados por la compañía Telefónica por orden de la Seguridad del Estado. TVE ya ha publicado parte de esas jugosas conversaciones, entre ellas las que mantuvieron Tejero y García Carrés. Este es solo un extracto:

-García Carrés: La segunda, la tercera, la cuarta y la quinta región militar apoyan el nombramiento de Jaime Milans del Bosch como presidente del Gobierno.

-Antonio Tejero: Voy a decírselo a la gente.

-GC: Perdona, espérate…

-AT: Venga.

-GC: Y seguramente se suman Baleares y Canarias…

-AT: Ahahá, pero eso cuando se sumen.

-GC: No, no, no. Ya están casi, vamos.

-AT: Pero cuando lo digan. Yo no engaño nunca.

Hoy nadie duda de que los servicios secretos españoles desempeñaron un papel aún por aclarar en el “tejerazo”. Algunos de sus miembros se sentaron en el banquillo durante el proceso abierto para depurar responsabilidades, entre ellos el comandante de InfanteríaJosé Luis Cortina, que dirigía la unidad de élite del CESID y que fue procesado y absuelto. Según el historiador Muñoz Bolaños, resulta imprescindible que se abran los archivos clasificados para conocer qué fue lo pasó realmente aquella fatídica noche donde se jugó el destino del país. “Ayudarían a conocer los prolegómenos y la preparación del golpe de Estado”, asegura con rotundidad.

De alguna manera, el CESID salió salpicado de una jornada de infausto recuerdo para los españoles. Según cuenta Pilar Urbano en su libro La gran desmemoria (Planeta, 2014), Adolfo Suárez siempre tuvo “clarísimo” que “el alma de la operación Armada era el rey”. Tanto es así que a partir de ese instante hubo limpieza general en “La Casa” y Zarzuela mantuvo un control mucho más férreo del espionaje español. Las conexiones entre Casa Real y Servicios de Inteligencia siempre han sido estrechas y llegan hasta nuestros días. Ahí está, por ejemplo, el caso Corinna, la amante de Juan Carlos I que recientemente ha denunciado ante un tribunal de Londres el supuesto acoso y persecución al que fue sometida por el CNI cuando decidió romper su relación sentimental con el monarca.  

La reforma del CESID de 1982, impulsada por el entonces ministro de Defensa ucedista Alberto Oliart, cerró una primera etapa en la historia del polémico centro de espionaje. Tras el 23F, Oliart encargó la dirección de “La Casa” al teniente coronel Emilio Alonso Manglano, que permanecería catorce años en su puesto. Manglano llegó con la orden de desarticular las posibles tramas golpistas que se estuviesen gestando y a ese cometido se aplicó a conciencia. De hecho, días antes de las elecciones que dieron la victoria al PSOE en octubre de 1982, el CESID abortó otra incipiente intentona en la que estaban implicados los coroneles Luis Muñoz Gutiérrez y Jesús Crespo Cuspinera y el teniente coronel José Crespo Cuspinera, hermano del anterior. La trama se silenció con la colaboración de los principales medios de comunicación para no desatar la alarma social, pero estuvo a punto de cuajar y de convertirse en otro 23F.

Con todo, la deseada modernización de los servicios de inteligencia españoles no iba a llegar hasta 1984, ya en la etapa socialista, cuando por real decreto el CESID fue definido como la “agencia de inteligencia que informa a la Presidencia del Gobierno y al ministro de Defensa”. Obviamente, el gabinete de Felipe González quiso controlar el espionaje, que hasta ese momento había estado en manos de sectores franquistas. Sin embargo, esa estrecha dependencia de Presidencia, lejos de dotar a “La Casa” de un mayor margen de eficacia profesional e independencia, sería fuente de nuevos escándalos y conflictos en el futuro. De cualquier manera, se abría una nueva etapa cuya máxima prioridad era prevenir amenazas involucionistas en el seno del Ejército, desestabilizaciones territoriales y acciones terroristas, principalmente atentados de ETA. Se invirtió en recursos materiales, de dotó de personal a los diferentes departamentos (entre 2.000 y 3.000 personas encontraron empleo en el CESID en aquella época), pero la institución siguió manteniendo un carácter esencialmente militar. Si de lo que se trataba era de democratizar el cuerpo, ese objetivo no se logró en su integridad, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de los agentes provenían del Ejército o de la Guardia Civil y solo el 30 por ciento personal civil. En cualquier caso, Felipe González y su ministro de Defensa, Narcís Serra, trabaron una estrecha amistad con Manglano. Con el Gobierno socialista en Moncloa, los servicios secretos fueron ganando en poder e influencia, convirtiéndose casi en un ministerio en la sombra. Y en ese momento apareció un agente secreto que iba a cambiar la historia de España.

Perote y los papeles del CESID

En 1989 la revista Tiempo publicó unas fotos del jefe de la Agrupación Operativa del CESID, el coronel Juan Alberto Perote, en una fiesta en Rumanía tras la caída del dictador Ceaucescu. Manglano consideró el episodio como un gravísimo error y cesó a su número 2. Perote nunca perdonó aquella drástica decisión. El espía sustrajo de “La Casa” miles de documentos que fueron publicados por entregas por el diario El Mundo. Un auténtico tesoro periodístico había caído en las manos de Pedro J. Ramírez, que tenía ganas de titulares incisivos contra el felipismo tras haber sido despedido de Diario16. Había estallado la mayor crisis en la historia de los servicios secretos españoles.

De aquellos “papeles del CESID” incautados por el juez Baltasar Garzón en la celda que ocupaba Perote en la prisión militar de Alcalá de Henares salió uno de los trances más escabrosos de la democracia española: el caso GAL. Los Grupos Antiterroristas de Liberación, una banda de pistoleros a sueldo formada por el Gobierno socialista para hacer frente a la guerra sucia contra ETA, funcionaron entre 1983 y 1987. En ese período, los GAL cometieron 27 asesinatos, principalmente en el País Vasco francés. En concreto, los periodistas de El Mundo hurgaron en el caso de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala, dos jóvenes relacionados con el mundo etarra que fueron secuestrados en Bayona y torturados en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo. Más tarde, dos agentes de la Guardia Civil trasladaron a ambos detenidos hasta el municipio alicantino de Aguas de Busot, donde los verdugos obligaron a sus víctimas a cavar su propia fosa antes de rematarlas a tiros. Los cuerpos de Lasa y Zabala fueron enterrados en cal viva.

Por aquellas fechas, Segundo Marey, un ciudadano hispano-francés, fue confundido con un cabecilla de ETA y secuestrado por los GAL en la localidad francesa de Hendaya. Marey fue liberado diez días después en territorio galo, a solo tres kilómetros del paso fronterizo de Dantxarinea (Navarra). Una guerra sucia había reventado en las cloacas del Estado, una guerra contraterrorista a la que los servicios secretos no fueron ajenos. De hecho, el juez Garzón dio cuenta de un informe fechado el 19 de diciembre de 1984 sobre presuntas actividades desarrolladas por el CESID en connivencia con el terrorismo de Estado. En ese documento se llega a decir que, “de fuente totalmente segura, se sabe que están previstas acciones violentas en el Sur de Francia en fechas inmediatas. Estas acciones se llevarán a cabo por miembros de la Guardia Civil, que actuarían respaldados por la Comandancia de San Sebastián”. Obviamente, de ese extracto se deduce que los servicios de inteligencia estaban al tanto sobre la forma de “golpear” a los etarras en la frontera francesa. En esos días la prensa empezó a publicar piezas sobre los oscuros intereses del espionaje español. Un nuevo terremoto sacudía “La Casa”.

En los años siguientes los “papeles del CESID” siguieron dando titulares y escándalos. En 1995, ya en plena etapa de descomposición del Gobierno socialista, el vicepresidente del Gobierno Narcís Serra y el ministro de Defensa, Julián García Vargas, tuvieron que presentar su dimisión tras ser vapuleados por la oposición del Partido Popular en el Congreso de los Diputados. También rodó la cabeza de Emilio Alonso Manglano. Apenas dos semanas antes se había sabido que el CESID espiaba a relevantes personalidades y cargos del Estado, entre ellos los ministros Francisco Fernández Ordóñez y José Barrionuevo; el parlamentario socialista Enrique Múgica Herzog; el vocal del Consejo General del Poder Judicial, Pablo Castellano; el presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza; y el singular empresario José María Ruiz Mateos. La lista de objetivos alcanzaba a primeras firmas del periodismo español como el propio Pedro J. Ramírez; el entonces director de ABC, Luis María Anson; y el columnista Jaime Campmany. Pero entre todas las víctimas del espionaje de aquellos años destacaba una por encima de todas: el rey Juan Carlos, que tampoco quedó a salvo de los micrófonos.

Los “papeles del CESID” fueron el caso Pegasus de la época, aunque evidentemente las grabaciones se realizaron con medios bastantes más rudimentarios y menos sofisticados que el actual programa de spyware capaz de infectar teléfonos móviles comercializado por NSO Group, la empresa israelí que lo suministra a buena parte de los gobiernos occidentales. Las escuchas del CESID de los años noventa se llevaron a cabo a través del Centro de Vigilancia del Espectro Radioeléctrico, que ya entonces disponía de un sofisticado sistema de captación y grabación apto para pinchar determinadas frecuencias de teléfonos móviles. Según una circular interna del propio CESID, el espionaje debía llevarse a cabo de la siguiente manera: “Las órdenes siempre fueron muy claras: una vez grabado algo en la cinta grande (UHER), y considerado en una primera estimación como de interés, se pasará a casete para que pueda ser escuchado y evaluado por quien corresponda, sacar más copias si procede, traducirlos si ha lugar, etcétera, y esta operación se repetirá tantas veces como haga falta”. Incluso se llevaba un control manuscrito en el que se reflejaba la fecha de la grabación, la hora, el número de vueltas que comprendía la conversación, la cara donde estaba (A o B), la frecuencia en la que fue grabada y captada, la modulación (FM) y el tema del que se hablaba. Las voces de miles de personas quedaron registradas de esa manera. Algunos audios fueron archivados bajo la macabra etiqueta de “palabras de amor” o “ligue”. Había nacido la “cintateca”, un sórdido depósito audiográfico con los grandes éxitos del CESID. El comisario José Manuel Villarejo, que hoy pone de rodillas a poderosos de media España con sus grabaciones furtivas, no ha inventado nada nuevo.

Las escuchas ilegales supusieron una palada más de tierra sobre el moribundo Gobierno de Felipe González, que cayó sin remedio en el año 1996. Ningún gran hito o acontecimiento político o económico del felipismo, con sus fastuosos eventos y pelotazos financieros, quedó sin ser registrado en las “notas internas” que los espías de la época guardaban para la posteridad: “OPA de Banesto, Marconi, Adolfo Suárez, Explosivos Río Tinto-Kio, Lillo-Joseph (Palestra), GAL (P.J. Ramírez), E. Mújica (sic), Temas judiciales (Cobos-Hermida), Santa Bárbara, Alkantara, Robo de oro (Mounir), Selenia, Standar, Ericsson, Compañía Telefónica, Fecsa, Crisis política en Portugal, ETA, Escoltas venezolanos, Embajador de Cuba, Libia…” Aunque el Gobierno González defendió su actuación con uñas y dientes, alegando razones de seguridad nacional, la jurisprudencia dictó sentencia sobre el asunto: “La escucha de conversaciones telefónicas (alámbricas o inalámbricas) sin la autorización judicial merece sanción penal”. Detrás de cada pinchazo había una clara intencionalidad política. El mero hecho de grabar y almacenar la información contenida en las cintas entrañaba un grave riesgo de que pudieran ser utilizadas por el Gobierno para futuros chantajes. Pilares constitucionales fundamentales como el derecho a la intimidad y a la seguridad estaban seriamente amenazados. La democracia volvía a tambalearse por unos servicios secretos que trabajaban al margen del imperio de la ley y de la autoridad judicial. “El CESID nunca alertó a ninguno de los espiados. Ni siquiera al rey. Curiosamente, en la lista de espiados no figuraba ningún delincuente”, asegura con ironía el periodista Juan Luis Galiacho, experto en servicios de inteligencia.

Finalmente, un juez militar procesó al coronel Juan Alberto Perote tras acusarlo de haber filtrado los “papeles del CESID”. La Justicia condenó al singular exjefe de operaciones a cuatro meses y un día de arresto mayor por las escuchas ilegales. Más basura al descubierto. Pero de alguna manera, y por primera vez en España, el periodismo había aireado los sucios métodos del espionaje autóctono. El caso iba a suponer el final del CESID y su reconversión en el Centro Nacional de Inteligencia (CNI), ya con Aznar en el poder. Una vez más, la serpiente mudaba de piel para seguir con sus turbias actividades de siempre bajo otra forma distinta.

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