Llegado el fatídico 1 de octubre del 2017, fecha fijada para la célebre consulta considerada ilegal por el Gobierno, el CNI no pudo o no supo encontrar las 6.000 urnas que se colocaron a disposición de los votantes en los colegios electorales. Tampoco las papeletas. La frase de Rajoy –“haremos todo lo que sea necesario y pertinente para impedir el referéndum”– quedó como el humillante epílogo del ridículo que Moncloa hizo aquellos días convulsos para la democracia española. Finalmente, Puigdemont proclamó la república, que apenas duró menos de un minuto, el tiempo en que el president decidió suspender los efectos de la DUI (declaración unilateral de independencia) para iniciar un diálogo con el Estado español “sin el que no es posible llegar a una solución acordada”, tal como dijo él mismo. Fue entonces cuando los líderes soberanistas fueron enjuiciados por rebelión en el Tribunal Supremo. Algunos, como el propio Puigdemont, emprendieron la huida al extranjero. Desde que el expresidente catalán escapó de la Justicia española (escondido en el maletero de un coche) para exiliarse en Waterloo, ha estado jugando al gato y al ratón con los agentes del CNI. Su residencia oficial es objeto de continua vigilancia, día y noche, y algunas fuentes aseguran que por los alrededores de su mansión belga pululan más espías que por la propia carretera de la Coruña, sede de “La Casa”. Ese estrecho seguimiento ha estado a punto de costarle algún que otro disgusto al líder soberanista, sobre el que pesa una euroorden de busca y captura del juez Pablo Llarena. Hasta donde se sabe, Puigdemont ha tenido un par de serios sobresaltos tras arriesgarse a salir de Bélgica para dar conferencias y participar en eventos políticos. Así, en marzo de 2018 los agentes del CNI siguieron de cerca sus pasos hasta su detención en Alemania. En septiembre de 2021, volvió a ser arrestado en Cerdeña (Italia). Incluso el Kremlin de Putin, con el que Puigdemont guarda buena relación –Rusia llegó a ofrecerle soldados y dinero para la revolución independentista–, le ha puesto sobre aviso en varias ocasiones tras detectar que los espías españoles andan cerca de él.
El control al independentismo catalán se ha mantenido en el tiempo incluso después de la llegada al poder del Gobierno de coalición de Pedro Sánchez y del anuncio de la apertura de una mesa de negociación sobre Cataluña que hipotéticamente debería desinflamar el conflicto territorial y avanzar en soluciones negociadas. Hace solo unas semanas, The New Yorker publicaba que los móviles de 65 dirigentes separatistas, entre ellos el actual presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, fueron infectados con Pegasus, un potente programa informático de fabricación israelí capaz de sustraer toda la información de un terminal telefónico. Las sospechas recayeron directamente sobre el Centro Nacional de Inteligencia. El escándalo adquirió proporciones de auténtica crisis de Estado y los socios de Sánchez amenazaron con romper los acuerdos de legislatura. Pocos días después, Moncloa reaccionó alegando que no tenía nada que ver con el caso y reconoció que el propio Sánchez, así como varios de sus ministros, también han sido víctimas de espionaje con Pegasus desde hace más de un año. El Ejecutivo sugirió que “agentes externos” podrían estar detrás de la operación, dirigiendo las sospechas directamente contra los servicios secretos de Marruecos, país con el que España ha mantenido una grave crisis diplomática tras las últimas decisiones sobre la soberanía del Sáhara Occidental y el masivo salto a la valla de inmigrantes en la frontera de Ceuta. Sin embargo, a Unidas Podemos –socio del PSOE en el Gobierno de coalición– tampoco le convencieron las explicaciones del premier socialista y Pablo Echenique llegó a pedir que “rodaran cabezas” en el CNI. Finalmente, el affaire llegó al Congreso de los Diputados. La directora de “La Casa”, Paz Esteban, tuvo que hacer frente a las preguntas de los diferentes grupos parlamentarios en la Comisión de Secretos Reservados. Esteban se vio obligada a reconocer que una veintena de políticos independentistas fueron espiados bajo mandamiento judicial, negando cualquier responsabilidad sobre el espionaje al resto de las víctimas. La directora salió seriamente tocada de aquella comparecencia y fue cesada de forma fulminante horas después. Ni siquiera la defensa a ultranza que de ella hizo la ministra de Defensa, Margarita Robles, pudo impedir la destitución.
El caso Pegasus ha vuelto a poner encima de la mesa graves agujeros en la seguridad nacional. La idea de que contamos con los mejores servicios secretos del mundo, propalada durante décadas desde diferentes ámbitos, ha quedado en evidencia. Muchas preguntas siguen sin respuesta y a día de hoy la ciudadanía española sigue sin saber si el espionaje de Pegasus fue ordenado por el CNI o por los espías marroquíes interesados en conocer cada paso que da el Gobierno español en el conflicto del Sáhara, así como sus estrechas relaciones con el Frente Polisario, el grupo que lucha por la autodeterminación del pueblo saharaui.